El académico de número realiza un homenaje al escritor Julio Cortazar en su columna de El Mercurio.
“Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres”, dijo Gonzalo Rojas sobre el bailarín y poeta surrealista chileno, del grupo Mandrágora. El verso me sirve para decir lo mismo pero de otro escritor, un gran narrador argentino: “una vez el azar se llamó Julio Cortázar”. Me doy cuenta —mientras escribo esto— que la palabra “azar” está en el apellido mismo de Cortázar, como si ese hubiera sido su sino y destino. No puedo dejar de recordarlo a pocos días de su cumpleaños, un 26 de agosto de 1914. Debemos —donde podamos y cuando podamos— recordar y compartir con otros a los escritores que nos cambiaron la vida o que, por lo menos, nos abrieron la puerta a “otra” vida.
“La verdadera vida está en otra parte”, dijo alguna vez el joven Rimbaud, y a veces pensamos que la verdadera vida está fuera o más allá de esta, nuestra rugosa y ríspida vida cotidiana, e inventamos formas más o menos sofisticadas de fugarnos de esta. Algunos, para hacer esos viajes, prefieren el alcohol o las drogas (con las que podemos terminar en el fondo más oscuro de la misma realidad); otros prefieren la imaginación como llave para abrir la deseada puerta. Alguien dijo que la lectura de los cuentos de Cortázar produce una adicción tan intensa como la de los estupefacientes. Cortázar nos enseñó que a esa “verdadera vida” —que él también anhelaba— podíamos acceder por puertas o pasos que están en la cotidianeidad misma, y que esos umbrales son más porosos de lo que solemos creer. Basta leer esos magníficos e inquietantes cuentos “El axolotl”, o “La noche boca arriba”, o “Continuidad de los parques”, para darnos cuenta de que lo fantástico está a la vuelta de la esquina.