El académico de número reflexiona sobre el rol de la filosofía en la sociedad en su columna del diario El Mercurio.
Excusen la autorreferencia, pero acabo de publicar un breve libro titulado “Filosofía”, y reconozco que hay quienes suelen presentarme como “filósofo”. Sin embargo, la verdad es otra: ni filósofo ni tampoco filósofo del derecho, sino profesor de filosofía del derecho. Llegados a cierta edad se tiene que saber muy bien qué es uno, y pongo “qué” y no “quién”, puesto que cada individuo es varios a la vez: somos ese “baúl lleno de gente” al que aludió Antonio Tabucchi.
Todavía más: en un congreso internacional de filosofía del derecho, al dar inicio a mi ponencia aludí a la condición de editor antes que a la de autor, que también tengo en ese campo, y en medio de la platea rebosante de público, sentado en medio del gran auditorio y en el centro mismo de una de las filas, un estimable colega chileno asintió a mis palabras repetidas veces y con gesto enérgico, como queriendo no dejar dudas a ninguno de los presentes, partiendo por el ponente, que no estaba pasando gato por liebre.
La filosofía, esa vieja actividad cuyo inicio bajo ese nombre se remonta a la Grecia antigua —“bajo ese nombre”, decimos, puesto que filosofía hubo mucho antes de que se adoptara esa denominación—, la filosofía —continuamos— forma parte de lo que se identifica y explica como “Humanidades”. De esto último no hay dudas, como tampoco la hay de la contradictora suerte corrida por la filosofía. Esta, desde siempre, ha recibido tanta aprobación como rechazo, y nuestro filósofo Jorge Millas ilustró muy bien esas dos reacciones tan intensas como contrapuestas: la antigüedad clásica —nos dijo—, que tanta honra concedió a la inteligencia, trató a Platón como una figura casi divina, a la vez que no vaciló en condenar a muerte al más íntegro de los filósofos, Sócrates.