El académico de número examina la solidaridad como virtud personal y social en su columna de El Mercurio.
Si bien su práctica va hoy a la baja, son muchos los que están hablando ahora de solidaridad, una palabra que ha terminado desplazando a “fraternidad”, y la explicación para este cambio es muy simple: no somos hijos de un mismo padre biológico y se cuentan por muchos los que pensamos que tampoco lo somos de algún ser superior al que pudiéramos reconocer como Padre. Bienvenida entonces la palabra “solidaridad”, porque en verdad no somos hermanos ni tampoco está asegurado que las mejores relaciones sean las que se dan entre ellos.
Sabemos que la solidaridad es tanto una virtud personal como social, una práctica de los individuos y también de quienes vivimos en sociedad. Y, tratándose de una virtud, estamos hablando de algo muy difícil de realizar. Las virtudes son cimas que hay que tratar de alcanzar, y ese ascenso cuesta siempre mucho. Las virtudes son exigentes, puesto que no basta uno u otro acto virtuoso para alcanzarlas. Nadie es justo porque realiza un solo acto de justicia, sino porque tiene el hábito adquirido de comportarse justamente.
La solidaridad individual y de determinados grupos que la practican por propia iniciativa no puede ser sino reconocida y agradecida, pero el punto es si resulta o no legítimo que por medio de políticas públicas, leyes u otros tipos de decisiones normativas se induzca solidaridad en una sociedad dada. La previsión social, un sistema de salud público en el que cotizáramos todos y en proporción a nuestros ingresos, los subsidios estatales para la adquisición de viviendas, son ejemplos de lo que acabamos de expresar acerca de lo que podríamos considerar como “solidaridad institucional”, que se manifiesta en actos de seguridad, asistencia y protección social pública.