El académico de número analiza la relación entre el sistema económico chileno y las protestas del 18 de octubre de 2019 en su columna del diario El Mercurio.
Tal vez resulte algo extemporáneo referirse ahora al pasado martes 18 de octubre, día en que se recordó el aniversario de similar fecha de 2019. Pero como lo que siempre tenemos tratándose de asuntos humanos no son hechos, sino interpretaciones, voy a compartir algunos comentarios sobre el particular que, espero, vayan más allá de complacerme en la obviedad de la condena a la violencia, o en la obviedad contraria de que la violencia ha operado muchas veces como partera de la historia.
Ese martes ocurrió y no ocurrió lo que era de esperar. No ocurrieron, al menos en la magnitud que se temían, los desórdenes públicos masivos posibles en tal fecha, y, por otra parte, proliferaron los análisis sobre las causas y alcances de lo ocurrido tres años antes. Esto último era muy previsible, aunque no lo era que la mayoría de los análisis solo hicieran ratificar y reiterar lo mismo que sus autores habían dicho o escrito en 2019, como si nada hubiera ocurrido desde entonces y los analistas solo quisieran hacernos ver —en 2022— cuánta razón habían tenido tres años antes.
Llamó también la atención que la mayoría de los analistas insistieran en las explicaciones monocausales, desconociendo la complejidad de la situación que el país vivió en 2019, con claras señales previas ampliamente desatendidas por aquella parte del país que creía vivir en un oasis, y diferenciando en ella, poco o nada, las acciones vandálicas de las muchísimo más masivas, de carácter pacífico, que tuvieron lugar en todas las grandes ciudades de Chile.