Discursos de incorporación

Medios de comunicación, periodismo y cultura: cuestiones actuales

Discurso de incorporación del numerario chileno Jaime Antúnez Aldunate como Académico Correspondiente de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas.

Agradezco al Exmo. Sr. Presidente de esta Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Don Enrique Fuentes Quintana, bien como a su secretario Don Salustiano del Campo —así como a los excelentísimos señores académicos en general— el honor de ser recibido hoy entre vosotros como académico correspondiente, dada mi condición de miembro de número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile.

Al pensar en las palabras que habría de dirigirles, he considerado que cualquier reflexión mía debería partir de la experiencia concreta que pueda haberme otorgado el ejercicio de la tarea periodístico-cultural en un escenario como el que ha vivido Chile en las décadas pasadas, paradigmático hasta cierto punto de problemas que envolvieron entonces por doquier al mundo moderno.

Última trinchera contemporánea de la llamada guerra fría, como cualquier observador atento e imparcial es capaz de discernirlo, lo esencial de la vivencia cultural chilena en los treinta años finales del siglo veinte giró en torno a la permanencia o quebranto de su identidad y soberanía histórico cultural. Vale decir, en torno a la solvencia de un ethos que, por una parte inspiró a la nación chilena el rechazo a ideologías materialistas, mientras que le iluminó por otro una forma pacífica de resolver sus propios conflictos internos.

Los chilenos en general —y no sólo los académicos correspondientes  debemos agradecer a esta Real Academia de Ciencias Morales y Políticas sus justas y pacificadoras expresiones en momentos en que los avatares de ese proceso, en un mundo donde las tendencias globalizadoras enseñaban ya su fuerza irreversible, tensionaron parcial y temporalmente las relaciones entre nuestras naciones.

Asimismo, remontándonos algunos lustros antes, debemos agradecer a tantos intelectuales españoles su aporte clarificador a un debate que fue tomando en Chile, más allá de las escaramuzas político-contingentes, cada vez más las características de una definición cultural identitaria. Testigo privilegiado de dicho proceso, en mi condición entonces de editor cultural del principal diario de mi país, pude apreciar de la manera más directa que es posible —y actuando muchas veces como su editor o entrevistador— el enorme rango de influencia que vuestra palabra tuvo en momentos decisivos de nuestra historia reciente. Sin pretender una relación exhaustiva, que podría ser muy larga, y limitándome sólo a los excelentísimos miembros de ésta o de alguna otra Real Academia, es necesario y muy justo recordar a este propósito las reflexiones con que nos enriqueciera Su Eminencia el Cardenal Don Marcelo González Martín sobre el polémico tema de la teología de la liberación; o mi maestro Antonio Millán Puelles sobre las claves ontológicas de la cultura occidental; o Juan Velarde sobre la importancia de la libertad de empresa cuando aún pesaban a ambos lados del océano las categorías estatistas; o Alfonso López Quintás sobre las posibilidades culturales que nos abriría su escuela de pensamiento y educación; o Gonzalo Fernández de la Mora y Dalmacio Negro Pavón, sobre temas político-culturales, en particular los que se refieren al fin de las ideologías y a la «envidia igualitaria» magistralmente tratados por el primero de ellos; o Julián Marías sobre las desalentadoras consecuencias que traería la decadencia en el pensar, antecedente de lo que ha venido a llamarse el «pensamiento débil»; o Luis Suárez, sobre la vigencia y futuro de la hispanidad proyectada en América.

A todos ellos, y a tantos más, vaya nuestro profundo agradecimiento por el bien que hicieron a la cultura chilena. Agradecemos y rendimos sentido homenaje a la cultura española, fuente de agua viva, que siempre ha sido capaz de alimentar en nuestras tierras indianas el vínculo con las raíces esenciales, y de cuyos ricos frutos ha sabido también recoger lo mejor.

DE LAS IDEOLOGÍAS AL NIHILISMO BANAL

De ese reciente ayer, caldo de cultivo de ingentes conflictos, a través de un proceso histórico cuya aceleración jamás habríamos supuesto todavía en los años ochenta, llegamos al escenario cultural del comienzo de este nuevo siglo y milenio, cuajado de novedades, que es indispensable contrastar con el pasado cercano para ubicar los verdaderos desafíos que hoy se presentan a la tarea del periodismo, entendido como expresión cultural.

La realidad cultural de la era moderna —en la cual todos o estuvimos inmersos o de la cual somos herederos— coincide con el proceso que va del triunfo de la razón, caracterizada por las más altas ambiciones, a la experiencia de la fragmentación y del no-sentido, consecuencia de la caída de los horizontes de la ideología, simbolizada por los hechos que transcurren entre 1989 y 1991.

En distintos grados y con ligeras diferencias circunstanciales, constituye éste un dato esencial y primario a tener en consideración, por cuanto afecta de manera insoslayable el quehacer cultural en nuestras naciones y sus alrededores.

El sueño que inspira los grandes horizontes de emancipación de la modernidad, impulsa al hombre «moderno» a ansiar una realidad totalmente iluminada por el concepto, que exprese el poder de la razón. La realidad es obligada a plegarse a la fuerza del pensamiento; pero la omnipresencia de la razón se convierte luego en totalitarismo. Y por fin es la experiencia histórica de los totalitarismos ideológicos del siglo veinte la causa de la crisis de la razón moderna. El pensamiento totalmente ilustrado concluye su caminar en una trágica situación: lejos de conducir a la liberación, engendra dolor, alienación y muerte. Hay que prestar atención, a este propósito, a lo dicho por Vaclav Havel: los sistemas totalitarios generados por el siglo XX son «una deformación ampliada de la civilización moderna en su conjunto y una invitación apremiante a una revisión general del modo según el cual esa civilización ha sido concebida» (La política y la conciencia). 

Si la razón ilustrada pretendió explicarlo todo, la postmodernidad, a seguir, se ofrece como una época que ha superado la ideología: post-ideológica, de abandono de la violencia totalitaria de la idea y de declinio de sus pretensiones. Si para la ideología de la razón todo podía tener explicación, para el «pensamiento débil» de la condición postmoderna nada en cambio parece tener sentido. La crisis del sentido se transforma así en característica de la inquietud postmoderna. Tiempo pobre  en que las enfermedades mortales son la indiferencia y el aburrimiento [1] la pérdida del interés por razones últimas por las que valga la pena vivir, la falta de esperanza y de «pasión por la verdad», como afirma Juan Pablo II en Fides et ratio.

Es así, pues, que se perfila el rostro de la crisis cultural de fin de siglo. Según la clarividente anticipación del teólogo protestante —y mártir de la barbarie nazi— Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), la necesaria caída de las ideologías daría lugar a un relativismo todavía más devastador que el de éstas, asumiendo las características, en sus palabras, de una auténtica decadencia. «No habiendo nada durable, decae el fundamento de la vida histórica, esto es, la confianza, en todas sus formas. Y si en consecuencia no hay confianza en la verdad, esta se sustituye con los sofismas de la propaganda. Faltando la confianza en la justicia, se declara justo aquello que conviene… Tal es la singularísima situación de nuestro tiempo —advertía Bonhoeffer antes de morir, en el año 1945— tiempo de verdadera y propia decadencia» [2].

La mayor enfermedad de hoy es, en este marco, la falta de pasión por la verdad. «Enfermedad del espíritu» como la califica por su parte Romano Guardini en una obra póstuma [3], enfermedad que no adviene «cuando el espíritu se equivoca —añade— pues en tal caso todos estaríamos enfermos, ya que todos nos equivocamos; ni tampoco cuando miente, incluso cuando miente con frecuencia, sino cuando pierde radicalmente la referencia a la verdad. Cuando pierde la voluntad de lograr la verdad y la responsabilidad que tiene respecto a ella, y renuncia a la distinción entre lo verdadero y lo falso.»

Tenemos claro que en un clima así, todo conspira para que el hombre ya no piense o piense débilmente, y huyendo del esfuerzo que provoca la pasión por la verdad se abandone al consumo y al placer inmediato. No estamos ya en presencia del nihilismo romántico o ideológico de raíz decimonónica, sino de una especie de «nihilismo banal» que concluye en la fabricación de máscaras que velan el vacío.

El fin que encuentra el ciclo de la modernidad, cuyo recorrido va de la turbación producida por las pasiones ideológicas a la pérdida de valores, es el horizonte habitual en que se desenvuelve hoy nuestro pensar y obrar, también comunicacional: la «cultura fuerte», expresión de la ideología, se ha fragmentado en un sinnúmero de «culturas débiles», en una multitud de soledades que pone de manifiesto la falta de horizontes comunes y la ausencia de grandes esperanzas, apoyadas en fundamentos sólidos. Hay un repliegue al limitado horizonte de los intereses particulares

El fin de las ideologías inaugura así la presencia de una nueva idolatría: la del relativismo total, expresión de quien ya no tiene ninguna confianza en la fuerza de la verdad. La cultura post ideológica se presenta pobre de esperanzas y de grandes razones.

No obstante —y como lo vamos a diario experimentando— dicha atmósfera cultural choca frontalmente con lo esencial de la índole humana. No da cuenta de ella. No la satisface.

Y esto es explicable; es y habrá sido siempre una reacción aguardable. Pues, en efecto, es la misma naturaleza del hombre, su humanidad, la que reclama de cada uno dar forma a la propia vida. Y dicha humanidad, no se edifica sola. Exige tener una finalidad que trascienda al propio hombre y no la reduzca meramente a la subsistencia y reproducción de la especie. Tiene necesidad de una razón superior para vivir. El cor curvatum in se ipsum del cual habla San Agustín, el corazón que no se ocupa más que se sí mismo, resulta una parábola de la inhumanidad.

Lo que llamamos cultura no es, en realidad, otra cosa que el hecho de dar forma a la vida social a partir de los mismos principios que rigen y dan sentido a la vida.

¿De qué manera resuena, nos preguntamos, en los espacios de la tarea periodística, especialmente del periodismo cultural, esta disyuntiva interior del hombre contemporáneo? ¿De qué manera puede la noble tarea del periodista contribuir a resolverla positivamente?

PERIODISMO CULTURAL EN LA ATMÓSFERA POSTMODERNA

Ser periodista, en las condiciones descritas, parece una tarea fácil tan sólo a aquel que no haya tomado para sí la decisión de serlo de forma seria y auténtica. Es siempre fácil por cierto, producir palabras carentes del sentido que conduce a la verdad y al bien, esto es, que hacen genuinamente cultura.

Como advierte mi amigo y maestro Stanislav Grygiel, la creación de imágenes se acompaña en nuestros días de la sociologización de la vida intelectual y hasta de la espiritual. Dicho funcionamiento sociologizante de las imágenes reduce en el hombre la capacidad de pensar y de querer, de existir «poéticamente», esto es, creativa y generosamente. Quien se entrega a la moda y a la tendencia dominante, pierde evidentemente la capacidad de pensar poéticamente e incluso la  capacidad de desear poéticamente. Sólo se fía, por el contrario, en los objetos que se encuentran al alcance de sus ojos y de sus manos. Mide, en fin, el propio trabajo según el exclusivo parámetro de sus ojos y de sus manos, en circunstancias tales que será el buen éxito económico el que habrá de transformarse en criterio último de verdad y de bien. Su interés no se concentrará esencialmente en la realidad de las cosas sino en la manera más lucrativa de ubicar las posibilidades energéticas de las mismas.

Quiero decir con esto —de manera un tanto atrevida y siguiendo también en ello el itinerario que traza Grygiel— que, en el fondo, el trabajo del periodista no debería diferir, por ejemplo, del de quien manufactura calzados. El fabricante de calzados debe, en efecto, hacer zapatos que valoricen la verdad del pie y le concedan ser sí mismo al caminar. Igualmente el periodista no debe olvidar la necesidad que tiene de escribir artículos que valoricen la verdad del ser hombre y de la sociedad, y a su vez le ayuden a eliminar cuanto de su actuar no sea conforme con esta verdad. Un zapato mal hecho constriñe y deforma el pie, anula su belleza y también la belleza del caminar. En este mismo sentido, un mal trabajo periodístico ahoga y deforma a la persona y a la sociedad, anula la belleza de su ser y la belleza de su quehacer.

Ahora bien, el periodista informa a la sociedad de los distintos eventos que se suceden a la luz de aquello en torno a lo cual construye él mismo su propia morada, vale decir, su ethos. El orden de esa morada es dado, a su vez, por la realidad hacia la cual aquel que la habita, tiende con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con toda la fuerza.

En otros términos, al igual que los demás hombres, el periodista valora todo cuanto sucede y de cuanto es testigo participante, según sea su afrontarse a sí mismo y a los otros armado de la pregunta «¿De dónde venimos y a dónde vamos?». Si en su visión de la persona y de la sociedad está ausente dicha pregunta, sus escritos rezumarán sólo ésta o aquélla política. Pero estarán lejos de la verdad de fondo a la que se dirigen el hombre y la sociedad.

Desarrollando en su Estudio de la Historia el tema de cuánto la acción social en la que se realiza un ser humano excede infinitamente, tanto en el tiempo como en el espacio, los límites que alcanza una vida individual en la tierra, Arnold Toynbee apunta certeramente —en observación que calza de modo exacto con la disyuntiva del periodista— que «la historia observada exclusivamente desde el punto de vista de cada participante individual humano es, parafraseando a Shakespeare, “un cuento contado por un idiota, que no significa nada”. Pero esta “furia” —agrega— aparentemente sin sentido, adquiere significación espiritual cuando el hombre tiene en la historia un atisbo del obrar del único Dios verdadero» [4].

La pregunta fundamental que indaga «de dónde venimos y a dónde vamos», apuntando al sentido de la vida y de su verdad, libera al periodista de las situaciones mutables y de las emociones que se ligan a ellas. El pensamiento, separado de esta pregunta fundamental, no dispone en cambio de fuerza suficiente para afrontar aquello que acontece en el hombre y en el mundo. Sólo hombres libres esto es, hombres que viviendo «aquí», moran «más allá» —de donde vienen y a donde van— columbran la verdad que trasparece en los acontecimientos, pues ésta proviene también de «más allá».

Hacia la verdad y la libertad que vienen «de más allá» deben orientarse el corazón y la mente, el alma y la fuerza del hombre. La libertad es fatigosa de ejercer porque se vincula ineludiblemente a la verdad y ésta reclama al hombre su plena confianza. Mas quien se confía en la verdad arriesga hasta la vida. Por ello, precisamente, es que no es fácil ser periodista. Sólo el hombre libre del miedo frente a la pérdida de todo, incluso de la vida, será de veras responsable de cuanto acontece «aquí y ahora», pues únicamente él ve los acontecimientos presentes bajo la luz que es capaz de desentrañarlos. El periodista condicionado por el temor a perder ésta o aquélla situación o cosa, separa al hombre y a la sociedad de su fin.

La búsqueda de la verdad exige, pues, al hombre de los medios, algo más que el simple dominio de la técnica de combinar palabras y construir frases. El hombre pertenece a la verdad y por tal razón debe convertirse a ella. Si en sus actos no se mide por ella, se niega a sí mismo. En lugar de escribir con su propia vida la historia de la lucha por la tierra que le ha sido prometida de la verdad y de la libertad, la deturpa —como nos recordaba Toynbee citando a Shakespeare— con historias que no significan nada y cuyo vacío da curso finalmente a la falsificación.

El periodista no puede pues describir de modo verdadero los acontecimientos si no los observa a la luz de su real sentido. Y, entre tanto, sólo puede escrutar ese sentido, quien primero se preguntó por el sentido de ese evento que es él mismo («¿De dónde vengo y a dónde voy?»).

Se trata aquí, en otras palabras, de una contraposición fundamental en la filosofía política clásica. Como recuerda Eric Voegelin, la ética aristotélica arranca de las causas finales de la acción y explora el orden de la vida humana en función tre la ordenación de todas las acciones hacia un objetivo supremo, el «summum bonum». Otros, en cambio, como Hobbes, sostienen que no hay tal «summum bonum», según se habla de él en los libros de los antiguos filósofos morales. Sin embargo, al desaparecer el «summum bonum» desaparece también de la vida humana la fuente del orden, y no sólo de la vida del hombre como individuo, sino, asimismo, de la vida de la sociedad.

Si así son realmente las cosas, puede pensar de modo justo en la vida y sobre la vida, sólo quien sabe y reconoce que ella no agota la verdad sobre sí misma. Es demasiado poco pensar la vida según la categoría sólo de la vida. El político no lo es realmente si considera la política sólo según la categoría de lo político. El periodista para el cual su medio y lo que en él se escribe o transmite ha llegado a transformarse en su exclusivo horizonte, puede estar incorporado al Colegio de Periodistas, pero en realidad su condición falla. Más duro aún es reconocerlo, incluso la ética, si no pasa más allá de ser una ética, corre el riesgo de serlo sólo de nombre.

Los hombres que no hacen preguntas sobre la verdad y sobre el sentido de la vida, en vez de una sociedad, promueven la creación de una masa. La masa es tal en cuanto la conforman hombres que no saben hacia dónde andar. Más todavía: no saben hacia dónde andar porque consideran la propia alteridad como un mal. El hombre sin camino, que no tiene claridad respecto de dónde dirigirse, es dominado por la dispersión y el caos. No arde en su corazón el fuego sagrado de la identidad heredada «de un más allá». Su aparente agitarse en torno a intereses efímeros no se consume con el combustible de «lo otro», invisible, que se desea. Se dispersa en cambio en la þanalidad y en la nada, disipando el don de la fe, de la esperanza y del amor que en otras circunstancias le indicarían su andadura.

En el caos del cálculo de las posibilidades de éxito, la lucha común por la victoria de la verdad y de la libertad cede su lugar a la disputa por el mejor bocado limitándose a lo más, en cuanto conjunto social, por el temor al «summum malum». Se baten por ello individuos, partidos y grupos diversos. El periodista que se entrega a la lógica de esta competencia se inmola a la industria de la información. De los acontecimientos que advengan hará objetos a pedido. 

Pero el falaz éxito le privará de lucidez.

El buen periodista buscará, en cambio, aquello a que como hombre está orientado y que su mente y voluntad desean; buscará la verdad y el bien más grandes que sí mismo, independientes de su opinión y decisión. El buen periodista, recuerda Grygiel es lo más lejano que pueda concebirse del «productor» de acontecimientos guiado por el sensacionalismo. Es alguien que sabe que el hombre toma decisiones según, o tal vez contra sí mismo, esto es, según e en contra incluso de su propio ser, deseoso sobre todo de verdad.

En el ejercicio periodístico, de modo muy señalado, es el amor al hombre atormentado por las «circunstancias» el que abre a esta perspectiva, en cuanto el complacerse en dichas circunstancias cierra dicho horizonte. Sólo se conoce de verdad aquello que se ama. El «asalariado» de la circunstancia será simple maestro de  la cotilla y su escritura, desprovista de amor al hombre, será expresión de un cierto placer personal o fruto de ventajas «de circunstancia», todas ellas mensurables, pero no periodismo en el sentido genuino y noble de la expresión.

Maticemos, entre tanto, advirtiendo como posibilidad, que estas mismas limitaciones aquí enunciadas, deriven, al fin, más que de no querer tomar conciencia, de no saber o de olvidar que, en todo acto de voluntad, el hombre anhela algo mayor, algo más apetecible y grande en su entidad, que le distancia y separa de todos los objetos y propósitos buscados en lo inmediato, cuyo espejismo, sin embargo, le engaña.

No desligado de lo anterior, consideremos también como posible que, en el plano donde se cruzan la realidad histórica en su mayor hondura y el ejercicio periodístico en su agitada y exigida expresión cotidiana, se genere una inadvertencia, en el sentido de que lo más importante no son los cambios producidos en el equilibrio de las fuerzas visibles ni en las relaciones o tensiones entre los poderes institucionales o fácticos ya conocidos, sino las transformaciones más profundas que se están operando bajo la superficie de los acontecimientos políticos y que  acaecen de manera casi imperceptible, «Pues las fuerzas espirituales —nos recuerda Christopher Dawson— de las que depende la vitalidad de una civilización, se manifiestan a menudo de manera inesperada y pasan por ello inadvertidas»[5] y ocultas para los agentes de la noticia.

BÚSQUEDA DEL SENTIDO PERDIDO 

Podemos de algún modo explicarnos, a la luz de esto último, que el crítico escenario de la modernidad antes referido —debatiéndose entre el extremo ideologismo y el «nihilismo banal»— empiece también a movilizarse parcial y paulatinamente, como presionado por tendencias subterráneas y no visibles, pero tan reales como la naturaleza humana, hacia signos de luz y esperanza.

Muchos son los que reconocen percibir hoy, en efecto, a la par de lo anterior, una suerte de «búsqueda del rumbo perdido». Algunos —Bruno Forte, por ejemplo— interpretan este fenómeno como un esfuerzo por reencontrar el sentido más allá del naufragio, por reconocer un horizonte último que dé la medida del camino de aquello que es penúltimo [6],   dice. 

Mas ¿dónde y cómo tocamos los signos de esta búsqueda?

Años atrás, todavía en la década de los ochenta, entrevistando al muy agudo y siempre recordado Octavio Paz, ponía sobre la mesa el tema de cuánto el prisma crítico de la cultura del siglo XVIII ha conducido al mundo nuestro a un vacío, al despojo de certidumbres junto con la apología de utopías, en otras palabras, y usando sus expresiones —las de un no creyente como era Paz— a la «dificultad de ser libre, lo terrible de estar sólo en el mundo, sin padre, sin Dios» [7].

Desde perspectivas políticas dispares, pero coincidentes en cuanto a una óptica culturalmente agnóstica, no pueden dejar de llamar nuestra atención otras reclamaciones recientes en el mismo sentido, si bien que ahora urgidas por las apremiantes circunstancias vividas a partir de septiembre del 2001.

Así, por ejemplo, la de Jürgen Habermas, quien hace pocos meses, con ocasión de la entrega del Premio de la paz que otorgan los libreros alemanes en la Feria de Frankfurt, ha venido sorprendentemente a señalarnos los graves peligros a que induce una sociedad como la moderna, donde la religión aparece descalificada de manera arrogante en universidades, partidos políticos, organizaciones económicas y medios de comunicación. La modernización radical y acelerada produce desarraigo, dice ahora Habermas, no ofrece compensación alguna a la destrucción de las formas tradicionales de vida, a la pérdida del papel de la religión en la vida social y política [8]. Comprender eso exige revisar el proceso de secularización, concluye, y obliga abrirse al espacio religioso en la búsqueda de pensamientos que «den sentido» al mundo, expresa [9].

¿Qué consideraciones nos sugiere esta inesperada y tan explícita autocrítica al modelo secularista de la modernidad que plantea Habermas?

Debemos primero señalar que lo referido puede resultar sorprendente por venir de quien refleja a la Escuela de Frankfurt, pero no es algo en realidad nuevo, al menos como constatación histórica. Pues es bien visible que a lo largo de los doscientos últimos años, la visión religiosa del mundo ha sido impugnada tanto en su estructura homogénea como en toda su riqueza y variedad por la visión secularista, fenómeno acentuado en los tiempos modernos, generando una oposición más o menos explícita a cualquier creencia religiosa, en particular a la fe cristiana [10].

Dicha idea secularista del mundo, lo sabíamos también, se ha fundado en la interpretación de la experiencia de lo sagrado como ilusión, como falta de conocimiento o como ideología al servicio del poder. En la afirmación del postulado  según el cual la última fuente de un sentido superior en este mundo es el hombre mismo.

En una visión del cosmos que habla sólo de leyes físicas y matemáticas, dejando de ser símbolo y signo de lo sagrado que se manifiesta y de trascendencia que se revela.

Aquí, entre tanto —como hicimos mención en la segunda parte de nuestras consideraciones —es que ha tenido también su origen la gravosa crisis de la verdad en la cultura secularizada. Pues no es sólo el concepto el que ha llegado por esta vía a ser puesto en duda, sino el hecho mismo de admitir una verdad objetiva y normativa, presupuesto al fin de todo conocimiento. Ha sido ésta, también, la raíz más profunda, observamos, de las contradicciones y de las fragmentaciones que sufre el espíritu humano en nuestro tiempo: aspira a una coherencia existencial y a una autenticidad moral interpretada entre tanto en clave subjetiva e individualista camino por el que no encuentra la fuerza interior para aceptar la verdad objetiva y condicionante, pero también liberadora, inscrita en el orden de la creación.

La cuestión de la salvación se ha reducido en consecuencia —¡Y en qué vasta medida son responsable de ello los medios!— a la construcción de un bienestar material, de un «standard» de vida o de una «calidad de vida», como se usa hoy decir [11].

Esta experiencia de lo profano —como dimensión fundamental del mundo y de la existencia humana y como idea de verdadero progreso— característica la más significativa de esta visión, ha concluido, en las sociedades modernas, en una profanidad absolutizada, comprendida ideológicamente como dimensión única de la realidad. Y de ello, o bien resultó una religiosidad secularizada —como el marxismo y otras utopías, que no pueden esconder su fondo cuasi religioso— o bien una situación, como la observada desde los últimos años del siglo veinte, donde la experiencia de lo sagrado se reduce a indiferencia y termina en apatía.

Esta última es, diría, la inquietante y predominante experiencia de nuestras sociedades actuales: la fatiga de encontrar y dar un sentido y una meta a la propia vida, la vida concebida sin relaciones duraderas, con temor a asumir responsabilidades personales, con la pérdida peligrosa y preocupante de un consenso sobre los valores morales. Ha traído ello consigo desprecio por la vida y por los valores de la persona, y propagado una sensación de aburrimiento difuso junto al refugio en la fuga de la realidad.

Pero, al cabo, el destinatario de esta «salvación» de tipo inmanente, parece entrar en estado de angustia: descubre estar en un mundo mudo y violento, privado de sentido objetivo, reducido a una condición de aislamiento terrible, como señalaba Octavio Paz [12].

No puede sorprendernos que en tales circunstancias se hagan de súbito presente los signos muy reales de una «búsqueda del sentido perdido» búsqueda de ese horizonte último capaz de dar la medida del camino de aquello que es penúltimo, como apuntaba Forte.

Recuperar el sentido de lo trascendente y de lo religioso en las sociedades secularizadas de hoy —tema cuya reflexión afecta a escritores de alturas tan disímiles como Octavio Paz y Debray, y que después del trágico 11 de septiembre del 2001 se transforma en propuesta cultural por parte de Jürgen Habermas— no quiere decir, sin embargo, retornar simplemente a una visión unitaria, y de rasgos absolutizantes del orden cósmico, religioso, político y social. A este respecto, es oportuno quizá recordar que fue la fe cristiana la que contribuyó, en la historia de la humanidad, a distinguir las esferas de lo religioso y de lo terrenal, de Dios y del Cesar. Trátase de una conquista que permite una comprensión más profunda y espiritual del hombre y del mundo.

En nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II, en su Constitución Gaudium et Spes (núm. 36), muy oportunamente ha reafirmado esta «legítima autonomía de las realidades terrenales». Quiere decir con ello que las cosas creadas y las sociedades mismas tienen leyes y valores propios, que el hombre debe gradualmente descubrir, usar y ordenar. «De hecho —expresa— es por su misma condición de criaturas que las cosas todas reciben su propia consistencia, verdad, bondad, sus leyes propias y su orden». Hay aquí apuntada a los hombres de hoy una vía para la experiencia de Dios en medio de la realidad profana: «Indagando con humildad y perseverancia en los secretos de la realidad, el hombre descubre su condición de creatura y es conducido al conocimiento de Dios», señala el mismo documento.

El curso de los hechos históricos, el movimiento subterráneo de la cultura, nos empuja hoy —según podemos percibir por muchos signos— a un fenómeno nuevo, hasta hace un tiempo inesperado y contrario a tantas previsiones sociológicas: el retorno, aunque confuso, a la comunión con el misterio y al gusto por lo sagrado. Fenómeno nuevo e inesperado, pues según los pronósticos más autorizados el «desencantamiento del mundo» sería característica inherente e ineludible del mundo moderno. Pero hoy el fenómeno religioso tiende a ponerse en el centro de la actualidad, aunque sea muchas veces en la forma superficial de la mera curiosidad o extrapolada del fundamentalismo.

Contra las previsiones, constatamos entonces que después de los avances del positivismo y del cientismo moderno, las conquistas y el fracaso del marxismo, el avance del materialismo bajo distintas formas, la difusión de la indiferencia frente al eclipse de lo sagrado, lo religioso vuelve a la escena. Y ello sucede no sólo en la esfera individual, sino también como fuerza movilizadora de contextos culturales y grupos sociales enteros.

Lejos de ir acompañada de un debilitamiento progresivo del sentimiento religioso, la modernidad, desengañada por el desvarío creciente y apurada por el contraste entre la infinitud de los deseos que animan al hombre y la finitud de sus fuerzas, busca nuevas razones de esperanza.

«Toda la tarea del hombre consiste en ser feliz. Poner la felicidad donde tiene que estar es la fuente de todo bien. Y la fuente de todo mal es ponerla donde no debe estar». Así nos los recomienda el sabio Jacques Benignes Bossuet.

A la conquista de esa felicidad hoy muy franca y urgentemente necesaria —que, no hace falta decirlo, implica un confortar a la persona humana con un sentido superior del existir— felicidad nunca total, pero en alto grado posible, es que deben orientarse, en esta sociedad de la información, las diversas fuerzas que inciden en la formación de opinión.

Lograr ajustar la vida del hombre de los pueblos a esos anhelos que brotan desde el fondo de un alma sufrida, de manera tal que se sepa poner esa felicidad donde debe estar, es asunto que, con seguridad, exigiría a nuestras sociedades un profundísimo cambio de orientación espiritual de largo alcance psicológico, obligando por ello, es posible, a un largo y penoso viaje al yermo.

Mientras ese logro, de hondo rango psicológico, aguarda en el espacio de lo imprevisible, no sucede entre tanto lo mismo con lo que llamamos modernamente educación, ámbito en el cual, por extensión, debe incluirse asimismo el  periodismo.

En consonancia con todo lo anterior, será esencial trabajar aquí para que el hombre de nuestras sociedades y de este tiempo recobre el uso de las facultades espirituales superiores —su poder de contemplación— atrofiado por prolongadas negligencias y por la concentración extensa, excesiva y hasta exclusiva de su mente y su voluntad en la conquista de los poderes que resultan del ejercicio de la inteligencia práctica. Dicho redescubrimiento de la dimensión espiritual de la existencia, debe radicar en que las personas se den cuenta que necesitan de Dios y hagan suyo un nuevo mundo de valores espirituales y morales. Lo cual, por su parte, podrá traducirse, en el puro plano filosófico, en el reconocimiento metafísico objetivo de la superior importancia que tuvo siempre para la integridad humana y la de toda gran civilización, la conciencia de un orden espiritual y una clarividente referencia a la verdad.

A este mismo y exacto propósito, retomo para terminar la palabra de Arnold Toynbee: «La participación fragmentaria y efímera del hombre en la historia terrestre, queda en verdad redimida para él, cuando puede desempeñar su papel en la tierra como coadjutor voluntario de un Dios, cuyo dominio de la situación  confiere un valor y un significado divinos a los empeños del hombre, que de otro modo serían insignificantes» [13].

Creemos que los complejos desafíos que en estos días plantea la globalización —como fenómeno estructural y sobre todo cultural— tanto a la construcción de Europa como de América, obligan más que nunca a mirar con seriedad las dimensiones de la realidad aquí expuestas, evitando, con honestidad y rigor, las tentaciones de trivialidad moral a que podría inducir la disposición sesgada de algunos espíritus.

Colaborar con sus poderosos recursos en una dirección clarificadora de horizontes es el deber que corresponde, en el incierto tiempo en que vivimos, al periodismo como ejercicio profesional y a los medios de comunicación como instituciones de servicio público.

Muchas gracias.


Notas

[1] Entrevista a Rafael Alvira, en Crónica de las Ideas – En busca del rumbo perdido, por Jaime Antúnez (Ediciones Encuentro, Madrid, 2001), pág. 179.

[2] DIETRICH BONHOEFFER, Ética (Trotta, Madrid, 2000).

[3] ROMANO GUARDINI, La existencia del cristiano (Bac, Madrid, 1999, pág. 459).

[4] ARNOLD TOYNBEE, Estudio de la Historia (Compendio V-VIII, vol. 2, Alianza Editorial, Madrid, 1981), pág. 445.

[5] Cfr. CHRISTOPHER DAWSON, Dinámica de la Historia, pág. 359.

[6] Entrevista a Bruno Forte, en Crónica de las ideas – En busca del rumbo perdido, por Jaime Antúnez A. (Ediciones Encuentro, Madrid, 2001), págs. 134-140.

[7] Entrevista a Octavio Paz, en ibidem. págs. 103-109.

[8] Es interesante registrar la opinión de Octavio Paz, expresada en la misma entrevista citada en la nota anterior, en cuanto niega que este fenómeno de la modernidad, al cual se refiere Habermas (y al que el mismo Paz alude como consecuencia de la cultura del siglo XVIII), tenga vigencia en América Latina:

«P: ¿Es este un diagnóstico válido para América Latina? 

«R: Creo que es menos válido para América Latina, porque aquí —por lo menos en México, que es el país que mejor conozco, pero imagino que ha de ser igual para todo el resto— las formas comunitarias tradicionales están vivas. Muchos se admiran de que México, a pesar de tener al frente al país más poderoso de la tierra, haya resistido con cierta fuerza a la invasión de la cultura norteamericana, que es una cultura moderna. Hemos resistido por la fuerza que tiene la organización comunitaria, sobre todo la familia, la madre como centro de la familia, la religión tradicional, las imágenes religiosas. Creo que la Virgen de Guadalupe ha sido mucho más antiimperialista que todos los discursos de los políticos de este país. Es decir, las formas tradicionales de vida han preservado, en cierto modo, el ser de América Latina» (ibidem., pág. 108).

[9] En esta misma línea habría que situar las opiniones de REGIS DEBRAY en su reciente libro Dieu, un itineraire (Editions Odile Jacob, París, 2001). Para Debray, a pesar de su actual debilitamiento social, la religión cristiana tiene una presencia innegable, «es nuestro ADN colectivo», apunta. Forzoso será por lo tanto, concluye, contar preeminentemente con ella.

[10] Refiriéndose a Francia, el sociólogo Alain Touraine expresa: «¿Por qué la antigua mayoría católica puede expresar públicamente cada vez menos y, sobre todo, reivindicar (cada vez menos) la memoria católica de un país cuya cultura estuvo impregnada profundamente y durante largo tiempo por el cristianismo? Es fácil contestar que este juicio es más provocador que real’ que la Iglesia católica se expresa más a menudo que cualquier otra confesión, y que el Papa se ha convertido en una personalidad carismática y mediática sin rival.

«Pero esta respuesta es insuficiente. Lo que amenaza a la mayoría católica, y a la memoria histórica que le ha dado a Francia, podría muy bien ser una concepción agresiva del laicismo que ha tratado, con éxito, de apartar de la vida pública, y en particular de la escuela, toda referencia a una vida  religiosa y, sobre todo, a la Iglesia católica. Ahora que tantas voces oficiales denuncian el comunitarismo, recuerdan con elogio el modelo republicano francés, que está a un paso de atentar contra los derechos de las minorías y, todavía más, contra los de quienes fueron mayoría, deseemos, pues, que un mayor respeto a la minorías y, por tanto, a la diversidad de creencias y de culturas, dé lugar a una mayor atención y —me atrevo a decirlo como laico— un mayor apego a la historia y a la realidad católica de Francia» (cfr. Semanario Alfa y Omega, febrero 2002).

A estos comentarios se pueden agregar las declaraciones del ex ministro socialista francés Jacques Delors, presidente de la Fundación «Nueva Europa», hechas en Lille con ocasión del Congreso «Los desafíos para una Europa unida». Haciéndose eco de la queja expresada por Juan Pablo II el 10 de enero del 2002, Delors reiteró su pesar por la supresión de toda referencia a las «raíces cristianas de  Europa» en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (octubre 2000), decisión adoptada bajo presión del gobierno francés. El ex presidente de la Comisión Europea afirmó en la ocasión que la nueva Europa «no puede confinar la religión a la vida privada» y que las iglesias «deben seguir siendo una fuerza de proposición» (cfr. Agencia Zenit, febrero 2002).

[11] En oportuna oposición a este concepto tan del día, apunta el historiador británico CHRISTOPHER DAWSON: «The standard of life is really not an economic but a vital thing; it is a question of how  you live rather than how much you live on» (A Historian and his World, Christina Scott, Sheed & Ward London 1992).

[12] Cfr. nota 7.

[13] ARNOLD TOYNBEE, ibídem, pág. 446.