
Discurso de Incorporación de Arturo Fontaine Aldunate como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
Me embarga en estos momentos la emoción propia de quien llega a uno de los hitos más importantes de su carrera. Gracias a la benevolencia de los señores académicos y, en especial, a la generosidad de don Juvenal Hernández, cuyo espíritu inolvidable parece dominar aún este recinto, y a la gentileza del distinguido profesor y académico don Alberto Baltra, puedo llegar hoy día a esta ilustre asamblea.
El honor que se me ha hecho es todavía más grande si se considera que voy a ocupar el sillón dejado por uno de los más esclarecidos presidentes de la Excma. Corte Suprema de Justicia: don Pedro Silva Fernández.
Coronado con todas las distinciones desde sus primeros días de estudiante, el señor Silva se recibió de abogado en 1920, mereciendo el “Premio Tocornal”, que la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile otorga al mejor estudiante de cada una de sus promociones.
Profesor de Derecho Público e Internacional de la Academia de Guerra, desde 1920 a 1925, se desempeña como profesor titular de Derecho Civil en la Universidad Católica desde 1926 a 1930.
Juez íntegro, profundamente poseído por la vocación de la magistratura, se consagró por 41 años a la carrera judicial. Los rasgos de su carácter sereno y firme, la sabiduría de sus sentencias y la vastedad y precisión de sus conocimientos jurídicos, son recordados con respeto en el foro y entre los estudiosos del Derecho.
Miembro desde marzo de 1969 del Instituto de Ciencias Penales, exaltó en su discurso de incorporación la necesidad de modernizar lo que él denominó entonces “nuestro vetusto ordenamiento” penal.
Con expresiones que tienen la más viva actualidad después de 10 años, el señor Silva reclamaba que, a falta de una codificación penal completa, se aprobaran algunas nuevas normas básicas y se concibieran figuras delictivas conforme a los principios de la dogmática y la técnica jurídica modernas, “sin sobrepasar —decía textualmente— las limitaciones que impone la idiosincrasia nacional”.
El reacondicionamiento de la justicia a las necesidades de la época fue una de sus aspiraciones más constantes y profundas.
En momentos de crisis de nuestro sistema judicial y penal, las palabras de mi digno antecesor revisten una elocuente invitación a realizar aquellas aspiraciones.
Colaborador asiduo de la Revista de Derecho y Jurisprudencia, sus ensayos profundos y versados suscitaron el universal reconocimiento de los hombres de Derecho.
Durante su larga carrera de jurista, recibió numerosas distinciones de gobiernos y sociedades académicas de países amigos. Además, fue designado Miembro Académico de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile en 1961 y presidente de esta ilustre Academia en 1964.
Al rendir el merecido homenaje de respeto y admiración intelectual al extinto Académico de Número, don Pedro Silva Fernández, hago extensivo en su persona el homenaje a la Excma. Corte Suprema de Justicia y a sus magistrados de ayer y de hoy. Nada puede llenar tanto de legítimo orgullo que haber sido objeto del privilegio de suceder en esta Academia a un Presidente de la Excma. Corte Suprema de Justicia; más aún cuando quien ocupaba el sillón vacante, don Pedro Silva Fernández, figura entre los más distinguidos en la sabia corporación de los magistrados y juristas de Chile.
1. LA ASPIRACIÓN DE LA LIBERTAD
Esta aspiración, sin embargo, aparece trágicamente frustrada. Gran parte de la humanidad vive hoy sometida a regímenes totalitarios, cuyo arbitrio se extiende no tan sólo al recinto de lo social sino que pretende gobernar las mentes y los corazones, desarraigar hábitos e implantar otros más del gusto de los ideólogos dominadores, aniquilar tradiciones y creencias, y, en fin, construir desde arriba un tipo de hombre como pudiera fabricarse en serie un modelo industrial.
Entre tanto, rodeada por el piélago creciente y amenazador de los regímenes comunistas, se debate la llamada sociedad libre. Esta sociedad de Occidente, aquejada de hondas incertidumbres, carente de fe en sí misma y en sus valores, y, olvidada a menudo, de su propia vocación de libertad!
Nuestra sociedad libre, a veces permisiva en exceso respecto de la moral, y recelosa además del ejercicio de la autoridad así como desconfiada del vital elemento del orden en la convivencia política, se rige con frecuencia por Estados burocráticos, cuyo poder regulador, contralor y planificador es ilimitado, de manera que coarta la libertad de los individuos tan profunda y constantemente como pudiera hacerlo cualquier sistema totalitario.
Frente al agresivo despotismo comunista se opone las más de las veces —para desengaño de muchos hombres libres— un verdadero despotismo democrático, de apariencia benévola pero sometido al rigor de las mayorías y más afanado por la igualdad que por la libertad.
La convicción de que la sociedad es más una realidad mecánica que una herencia histórica; el concepto formalista de la ley, aun más allá de los dictados de la razón y de la historia; la búsqueda de la igualdad hasta con sacrificio de la libertad; los obstáculos al ejercicio de la propiedad y de la libre iniciativa, ya por limitaciones legales ya por acciones monopólicas; la procura del bienestar social mediante el intervencionismo y la planificación estatales, son un acervo intelectual, cuya línea sucesoria, en distintos grados de jerarquía, podemos iniciar con Rousseau, seguir con Diderot y la Enciclopedia, con Marx, con Jeremías Bentham y James Mill, con Kelsen, y con Keynes, y terminar en un líder totalitario cualquiera, así como en formas intermedias y vacilantes de democracia que sofocan, a veces sin sentirlo, la verdadera libertad.
Alexis de Tocqueville, ya en 1835, presentía la amenaza potencial que representaba la democracia para la libertad individual y profetizaba el totalitarismo del porvenir. Prevenciones semejantes —desde otro punto de vista— acusa John Stuart Mill, admirador y traductor de Tocqueville.
Así se expresa este último en su célebre Democracia en América, resultado del viaje de un francés clarividente a contemplar la infancia de la primera democracia moderna. Mirando el futuro, Tocqueville decía: “Veo una muchedumbre de hombres semejantes e iguales que giran sin reposo en torno a sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres, que les llenan el alma…”.
“Por encima de ellos, se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de asegurar el bienestar y de velar por la suerte de todos. Este poder es absoluto, detallado, regular, previsor y amable”.
“De este modo —prosigue Tocqueville— tal poder vuelve cada día menos útil y más escaso el empleo del libre albedrío; limita la acción de la voluntad a un espacio pequeño, y, poco a poco, arrebata a cada ciudadano hasta el poder de disponer de sí mismo. La igualdad ha preparado a los hombres para todas estas cosas: los ha dispuesto para que las sufran y a menudo hasta para que las consideren un bien”.
Y sigue diciendo el autor que este soberano “extiende sus brazos hacia la sociedad entera; cubre la superficie de ésta con una red de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más originales y las almas más vigorosas no podrán sobresalir de la muchedumbre; este soberano no quiebra las voluntades, pero las ablanda, las pliega y las dirige; rara vez obliga a actuar, pero se opone continuamente a que se actúe; no destruye: impide nacer; no tiraniza: molesta, comprime, enerva, extingue, embrutece, y reduce en fin a cada nación a un mero rebaño de animales tímidos e industriosos cuyo pastor es el gobierno”.
¿Cómo no ver, señores, en esta larga cita de Tocqueville una pintura de ciertos regímenes totalitarios? Y, ¿cómo no divisar también en ella una descripción del imperio de las grandes burocracias modernas y de las sociedades masificadas de nuestros días?
2. FRUTOS DE LA LIBERTAD
Innecesario parece en esta Academia y, sobre todo, teniendo a la vista la noble tradición chilena de libertades públicas, referirse a los frutos y excelencias de la libertad individual. Ella ha sido el agente del pasmoso desarrollo intelectual y material de los últimos siglos. Lejos de constituir en sí una expresión de individualismo soberbio, implica una línea de modestia, al permitir que cada cual haga su propio camino y al suponer que nadie tenga la última palabra acerca de nada en la esfera temporal y, por tanto, que a nadie corresponde la suma del poder. La libertad engastada en la moral y enmarcada en la ley, trasunta una actitud cooperativa, que cuenta con el esfuerzo de todos hasta de los más pequeños, en pro de la grandeza y del bienestar comunes. Admitido el desenvolvimiento sin trabas de las energías humanas, la búsqueda y acumulación de conocimientos se facilitan y multiplican, mientras que crecen las oportunidades de aprovechar los talentos y las iniciativas creadoras a la vez que encuentran terreno fértil las personalidades y las originalidades, para que todo coopere en definitiva al orden universal, a su riqueza y variedad insondables.
Del trabajo personal de unos y otros, de los encuentros y desencuentros, del girar en innumerables y distintas direcciones, gracias al ejercicio de la libertad, surgió la impresionante civilización tecnológica, que viene precedida de un atesoramiento de ciencia pura, de capitales y de destrezas, que jamás habría logrado una dirección centralizada de la inteligencia y del poder.
Hay que confesar sin embargo, que la libertad ha provocado en algunos momentos una especie de vértigo, que ha puesto en peligro o asfixiado a la misma libertad en su carrera.
3. LIBERTAD Y AUSENCIA DE COACCIÓN ARBITRARIA
Ya los escolásticos medievales distinguían entre la libertad a coactione y la libertad a necessitate. Por la primera, que los autores llaman también libertad de espontaneidad, se entiende la exención de toda violencia o fuerza extrínseca al sujeto, en tanto que la segunda es la libertad de elección o libre albedrío, y consiste en la ausencia de toda determinación natural o intrínseca.
A la libertad individual física, o ausencia de coacción ajena, se refiere von Hayek, en su obra sobre la Constitución de la libertad.
Tal concepto no debe confundirse con el de la libertad definida como poder. En esta última va la semilla de las falsas liberaciones y en cierto modo la clave de la desnaturalización de la libertad en el mundo. “Ser verdaderamente libre, es poder” sostenía Voltaire, el representante más genuino de la Ilustración. “Cuando puedo hacer lo que quiero, entonces tengo libertad” asevera este pensador en su Le Philosophe Ignorant.
Mientras la ausencia de coacción ajena permite el desarrollo personal gracias al esfuerzo propio, la “libertad-poder” justifica la rebelión contra los obstáculos morales, sociales o materiales que se consideran presuntas vallas del desarrollo humano. La libertad iluminista de Voltaire servirá más tarde a la filosofía política de los llamados “liberales” norteamericanos. Por su parte, los pensadores progresistas, como John Dewey, divulgarán la tesis de que la “exigencia de la libertad es exigencia de poder” mientras que la ausencia de coacción sería apenas el lado negativo de la libertad, sólo “un medio para la libertad, que es el poder”, afirma textualmente Dewey.
Esta “libertad-poder” será la bandera de muchas subversiones y de muchas tiranías. A ella se refirió quien exclamaba: “Libertad, qué de crímenes se cometen en tu nombre!”.
La libertad como ausencia de coacción tampoco ha de confundirse con la libertad política, esto es con la participación de los ciudadanos en la elección del gobierno, en el proceso legislativo y en el control de la administración de su país. Tal libertad política alude a una especie de derecho o facultad para influir y participar, que no es lo mismo que la libertad del individuo para forjar su propia suerte. Como dice Hayek, “un pueblo libre no es necesariamente un pueblo de hombres libres” y añade: “nadie necesita participar de dicha libertad colectiva para ser libre como individuo”. Pensemos nosotros, por nuestra parte, que los menores sin derecho a voto o los extranjeros residentes pueden disfrutar de plena libertad personal sin participar de la libertad política.
La libertad, como espontaneidad y ausencia de coacción, no significa, pues, ni poder, ni riqueza, ni bienestar ni ausencia de mal o de injusticia. Podemos ser libres y continuar siendo desgraciados. La libertad no impide morirse de hambre ni incurrir en dolorosas equivocaciones ni correr riesgos mortales. Consiste simplemente en la posibilidad de decidir sin presión ajena, cualquiera que sea el costo que envuelva el ejercicio de tan noble como peligrosa facultad.
La libertad individual se expresa, dentro de la esfera jurídico-política, en las libertades públicas de opinión, de expresión, de conciencia y las demás que consagran las constituciones modernas, pero estas últimas se encuentran animadas por la libertad de acción. Aludimos así a la libertad de que dispone cada individuo para emprender, producir, inventar, adquirir o desprenderse, emplear su tiempo, programar la propia vida, siguiendo su interés o su espíritu de generosidad, modelando su existencia por patrones originales o imitados, aceptando un camino de mediocridad o de grandeza.
Un alto señorío y una dignidad profunda fluyen de esta independencia, que no admite ser instrumentalizada y que coloca al hombre como fin en vez de medio o herramienta de otros. Un vasto ensanchamiento de las posibilidades.
4. EL CONTRATO SOCIAL
El ámbito interior privado, que el absolutismo reserva a los súbditos, será el campo en que la Ilustración siembre las semillas que más tarde destruirán el Estado absoluto.
Durante todo el siglo XVIII se va perfilando el divorcio entre el Estado absoluto y una forma de conducta, proclamada en nombre de la virtud, que es independiente del monarca; que juzga al príncipe con arreglo a la ley de los filósofos; que intenta, con Turgot y los fisiócratas, encauzar al rey en los nuevos principios; y que termina derribándole intelectualmente con Rousseau, y procesándolo y decapitándolo en la Revolución Francesa.
La sociedad de las letras, el reino privado e iluminado de los filósofos, usa de la crítica para alcanzar la verdad y para censurar al poder. Los autores de la Enciclopedia exaltan el papel del crítico, el que —según lo dicen textualmente— es “capaz de distinguir la verdad de la opinión, el derecho de la autoridad, el deber del interés, la virtud de la gloria misma; en una palabra de reducir al hombre, quienquiera que sea, a la condición de ciudadano; condición que es la base de las leyes, la regla de las costumbres, y de la cual ningún hombre o sociedad ha tenido jamás el derecho de sentirse libertado”.
La reflexión crítica, centrada primero en la moral y en la razón, empieza después a apuntar hacia la política. Diderot explica que “el gobierno arbitrario de un príncipe justo y esclarecido es siempre malo, desde que priva al pueblo del derecho a deliberar, de querer o no querer, y hasta de oponerse a la voluntad del príncipe cuando éste ordena el bien…”. Rousseau dirá en el Contrato Social que “el pueblo es siempre dueño de cambiar las leyes, aun las mejores; porque ¿si le place acaso inferirse daño a sí mismo, quién tiene derecho a impedírselo?”. El mismo autor presiente que según sus propias palabras, “nos aproximamos al estado de crisis y al siglo de las revoluciones”, y comprende que la crisis abarca a la sociedad entera.
Rousseau busca una forma de asociación “mediante la cual todo hombre esté vinculado a los otros y, sin embargo, sólo obedezca a sí mismo, permaneciendo además tan libre como antes”, es decir, como en el estado primigenio de naturaleza. En esta búsqueda el ginebrino descubre la volonté générale, la voluntad popular absoluta que se da leyes a sí misma y que constituye en la dictadura ideológica de la virtud. Rousseau nos dice que “la voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no es siempre esclarecido” y añade que “el público quiere el bien que no ve”, por lo que necesita de guías. Tales guías poseen el mismo poder del soberano absoluto, pero su talento más grande —según el autor del Contrato Social— “será disfrazar su poder para hacer lo menos odioso, y conducir tan pacíficamente al Estado que parezca no tener necesidad de conductores”. Pero el soberano es siempre lo que es y tiene que ser, en concepto de Rousseau. El poder absoluto del príncipe queda reemplazado por el absolutismo de la voluntad general, por la soberanía popular ilimitada.
Andando el camino de los filósofos y de los críticos, hemos salido de Leviatán de Hobbes, que nació de un pacto en que los hombres entregaron el poder absoluto al monarca a fin de que éste asegurara la paz. Por el mismo camino, llegamos al nuevo Leviatán de Rousseau, que surge porque los hombres transfieren su libertad originaria a la sociedad en virtud de un contrato, gracias a cuya fuerza la voluntad general representa la de todos pero se impone como soberana absoluta. Hemos pasado, pues, de un absolutismo a otro.
5. LA TRADICIÓN LIBERAL INGLESA
Esta evolución, que se cumple con especial nitidez en el continente europeo, es diferente en Inglaterra. La monarquía y la política británicas no sufren por largo tiempo las tensiones que produjeron la violencia de la Revolución Francesa y el convulso nacimiento de las nacionalidades europeas. En las islas, la guerra civil religiosa ahoga al Estado absolutista casi en su nacimiento y, a su vez, las luchas de religión provocan tempranamente la revolución burguesa de corte liberal. La revolución de 1688, llamada gloriosa, es tensa pero pacífica, y marca el comienzo de la monarquía constitucional británica un siglo antes que el absolutismo lograra ser destronado en el continente.
Dichas circunstancias, sumadas a la peculiar psicología y a las tradiciones británicas, confirieron una modalidad especial a las ideas políticas inglesas.
Al decir de Alexis de Tocqueville, “del siglo XVIII y de la revolución habían surgido dos ríos: el primero conduce a los hombres a las instituciones libres, en tanto que el segundo los lleva hacia el poder absoluto”.
Podrían reconocerse dos tradiciones de libertad que tienen respectivamente su origen en Gran Bretaña y en Francia. La tradición británica es empírica, no sistemática, apegada al pasado, a los precedentes, a los datos de la experiencia. La corriente francesa es especulativa y racionalista, es radicalizadora en sus afirmaciones y hasta en sus actos.
Aunque el juicio podría considerarse demasiado esquemático, repitamos con sir Thomas E. May —que escribía en 1877 sobre la democracia europea— que la historia de Francia en los tiempos modernos, es la historia de la democracia y no de la libertad; mientras que la historia de Inglaterra es la historia de la libertad y no de la democracia.
En la línea moderada que, para simplificar, hemos llamado británica, se sitúan los filósofos escoceses David Hume y Adam Smith, junto a los ingleses Edmund Burke y William Paley. Pero hay que colocar en el mismo bando a los liberales moderados franceses, a Montesquieu, a los liberales doctrinarios Royer-Collard, y Guizot, a Benjamin Constant y a Tocqueville.
La tradición racionalista y revolucionaria es la de los enciclopedistas y fisiócratas, de Diderot y de Rousseau, y recoge también a los admiradores de la revolución dentro y fuera de Francia: a los ingleses Price y Paine (este último, panegirista de la independencia americana), al norteamericano Jefferson y a muchos otros.
Resulta difícil definir el antiguo liberalismo británico o moderado, salvo diciendo que sus adherentes entendían la libertad como espontaneidad de los individuos y no como designio colectivo absoluto. Veían en la sociedad a un ente histórico, generado lenta y orgánicamente, en vez de concebirla como una construcción mecánica manejable al arbitrio individual o colectivo. Más que en una teoría de la sociedad y el estado, pensaban en la manera de resguardar la libertad individual mediante equilibrios y contrapesos.
Ni Hume ni Smith ni menos Burke o Guizot creían en la bondad natural del hombre. Sabían del egoísmo humano y buscaban vías de contrarrestarlo o utilizarlo.
Hume rechaza la teoría del pacto como origen normal de la sociedad y del estado. Guizot señala a la autoridad como el elemento social primario. Burke concede que la sociedad es un contrato, pero le confiere a éste tal jerarquía e inmutabilidad, que lo convierte en asociación de muchas generaciones donde tienen cabida los muertos, los vivos y los que van a nacer, y que, más que un contrato, llega a ser un compromiso y un juramento de adhesión de los hombres al orden universal y eterno.
Los liberales moderados tenían confianza en la eficacia de la ley, pero no caían en el fetichismo legal. Hume habla del “gobierno de las leyes; no de los hombres”, como fórmula de una verdadera república. Pero ellos sabían que el sustento del imperio de la ley es la norma moral. Esas reglas morales “que no son conclusiones de nuestra razón”, como lo advertía Hume, aludiendo a un orden objetivo cuya noción corresponde a una línea de pensamiento clásico que nos viene de la antigua Grecia. Por su parte Burke afirma que “la idoneidad de los humanos para la libertad civil está en relación directa con la disposición a atar con cadenas sus apetitos”, en tanto que Tocqueville sostiene que “la libertad no puede establecerse sin moralidad ni la moralidad sin fe”.
La posición de los antiguos liberales frente a la democracia iba desde el recelo hasta el apoyo condicionado. Según su punto de vista, la democracia puede constituir un instrumento, pero no es una meta ni una panacea. La legislación debe contar con el apoyo de las mayorías, pero esto no prueba necesariamente la bondad y racionalidad de las leyes así dictadas.
Burke prevenía a los revolucionarios franceses de 1789 acerca de que “una democracia absoluta no debe figurar entre las formas legítimas de gobierno con más título que una monarquía absoluta…”. “Si mis recuerdos son acertados —añade Burke—, Aristóteles observa que una democracia tiene muchos puntos de señalado parecido con una tiranía”. La alusión al filósofo recuerda que éste enseñaba, en su Política, que ambos regímenes ejercen el despotismo sobre los mejores, y que el demagogo arranca decisiones al pueblo de la misma manera que el adulador las consigue del tirano.
El poder ilimitado de las mayorías encuentra resistencia de los liberales doctrinarios franceses así como en los viejos “whigs”. Benjamin Constant declara que “no hay manera de proteger a los individuos contra el Estado, si la soberanía es ilimitada. En vano proclaman, en este caso, la sujeción de los gobiernos a la voluntad general”, dice este autor.
A su vez Burke repudia el “error más auténticamente subversivo” de toda la sociedad: la tesis de que “un cuerpo legislativo tiene derecho a hacer las leyes que le plazcan, o que las leyes pueden derivar su autoridad del mero hecho de su establecimiento” y llega a la conclusión de que todas las leyes son meramente declarativas pero que carecen de poder para alterar lo que él llama “la sustancia de la justicia original”.
El pensador y economista von Hayek afirma, por su parte, que “una democracia puede muy bien esgrimir poderes totalitarios, y es concebible que un gobierno autoritario actúe sobre la base de principios liberales”.
En esto del liberalismo versus la democracia hay que escuchar a don José Ortega y Gasset. En su España invertebrada, el pensador español nos recuerda que democracia y liberalismo responden a dos cuestiones políticas completamente distintas, y que ambas cosas pueden llegar a ser antagónicas. La democracia contesta a la pregunta sobre quién manda y propone que mandemos todos, sin fijarse en la extensión que tenga el poder. El liberalismo, en cambio, se pregunta cuáles deben ser los límites del poder. Y Ortega contesta esa pregunta en los términos siguientes: “El poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a la injerencia del Estado”.
Hemos visto, al iniciar esta exposición, el pesimismo de Tocqueville frente a las tendencias igualitarias y al poderío de las masas.
Todos estos antecedentes no pueden llevarnos a la conclusión de que el liberalismo clásico ha sido o debe ser antidemocrático. Por el contrario, el propio Tocqueville es de opinión que la democracia parece ser el único método efectivo de educar las mayorías. Lo importante —para la misma subsistencia de la democracia— es que se reconozca que la voluntad mayoritaria no es un valor absoluto ni constituye la fuente original de la justicia. Hay una concepción de lo equitativo y una visión del orden que no se manifiestan necesariamente en los votos de mayoría, pero que los partidarios de la libertad han de empeñarse en hacer triunfar. Muchas veces el filósofo político, el precursor y el adivinador de los acontecimientos, sirven mejor a la democracia oponiéndose a la mayoría. Tal es, en síntesis, el sentimiento clásico en este punto.
Guizot, en su célebre Historia de la civilización en Europa, encuentra rastros de libertad en la tradición occidental. Sabido es que en la Edad Media proliferan las “Cartas” o “Fueros” que consagran celosamente los privilegios y libertades de ciudades y villas. La Carta Magna británica lleva al nivel del reino lo que en otros lugares fuera un pacto local. Las libertades tienen, pues, viejo abolengo en Occidente: ya en el jus civile de los romanos se encuentran la libertad contractual y la voluntad libre de temor, error o violencia en los negocios.
El origen de las libertades en la tradición es el más sólido fundamento del sistema político británico y tal convencimiento justifica proclamas como ésta de Burke, reproducida aquí muy fragmentariamente: “Nuestro sistema político está colocado en justa correspondencia y simetría con el orden del universo y con el modo de existencia decretado para un cuerpo permanente compuesto de partes transitorias; en el cual… el todo no es nunca viejo, ni de edad mediana, ni joven… Así… no innovamos nunca totalmente en aquello que mejoramos, ni estamos por completo anticuados en lo que conservamos… Esta idea de una ascendencia liberal nos inspira un sentimiento de dignidad natural habitual… Por este medio nuestra libertad es una libertad noble. Tiene un aspecto imponente y mayestático”. “Posee un árbol genealógico lleno de antecedentes ilustres. Tiene su protocolo, sus emblemas y sus heráldicas, su galería de retratos; sus inscripciones monumentales; sus archivos, sus pruebas y sus títulos… Todos vuestros sofistas —exclama, aludiendo a los revolucionarios franceses— no pueden inventar nada más adecuado para mantener una libertad racional y viril que el camino que hemos seguido quienes escogimos, como grandes depósitos de nuestros derechos y privilegios, a la naturaleza en vez de las especulaciones, a nuestros conciertos en lugar de nuestras invenciones”. A la afirmación de un orden fundado en la naturaleza y en la historia, se une en los antiguos liberales del siglo XVIII la confianza en un orden natural de relaciones humanas, que tiene su expresión en el liberalismo económico de Adam Smith, figura egregia de su siglo, que ha sido objeto entre nosotros de un reciente estudio ecuánime y penetrante del académico y profesor don Alberto Baltra.
Nada refleja con tanto acierto la concepción de la armonía económica que la famosa imagen de la “mano invisible” que presenta Adam Smith en su primer gran libro, La Teoría de los Sentimientos Morales. “Los ricos escogen del montón —dice Smith— sólo lo más preciado y agradable. Consumen poco más que el pobre y, a pesar de su egoísmo y rapacidad natural y, aunque procuran sólo su propia conveniencia, y lo único que se proponen con el trabajo de esos miles de hombres a los que dan empleo, es la satisfacción de sus vanos e insaciables deseos, dividen con el pobre el producto de todos sus progresos. Los ricos —prosigue Smith— son conducidos por una mano invisible que los hace distribuir las cosas necesarias para la vida casi de la misma manera que habrían sido distribuidas si la tierra se dividiera en partes iguales entre todos sus habitantes y así, sin proponérselo, sin saberlo, promueven el interés de la sociedad…”.
Vuelve a referirse a la mano invisible Adam Smith en su obra fundamental, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. Allí sostiene que todo individuo en su actividad económica colabora necesariamente a la obtención del ingreso anual máximo para la sociedad, porque —dice textualmente Adam Smith— “es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones”… “pues, al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios”.
Adam Smith es el primero en comprender qué es el mercado, es decir, cuáles son las reglas básicas del comportamiento de éste y por qué es hombre y la escasez de los medios necesarios para satisfacerlos. El mercado es el procedimiento objetivo de ajuste entre los deseos, que son libres, y los bienes, que son limitados.
Smith ve al ser humano como dispuesto a sacrificarse por lo que encuentra deseable o bueno, a realizar con esfuerzo lo que quiere. En otros términos, entiende que el individuo ha de pagar un precio por obtener beneficios.
Y lo que Adam Smith llama “propio interés” no tiene por qué representar un apetito egoísta. Basta traducir simplemente el concepto de “interés propio” por la palabra “deseo” para comprender que el reproche del individualismo no es justo para la teoría de Smith. La llamada revolución industrial y el vertiginoso desarrollo de Occidente durante los siglos XIX y XX siguen a la disolución de las prácticas mercantilistas y de las tradiciones monopólicas de los gremios y corporaciones. La influencia de las ideas de Adam Smith parece decisiva en los comienzos de este proceso.
En el continente europeo, la corriente liberal racionalista domina por completo desde mediados de siglo XIX y son en definitiva los conservadores los que admiten algunas de las antiguas ideas liberales heredadas de ingleses y escoceses. La revolución no se limita a degollar cabezas coronadas. A partir de la Comuna de París, sigue adelante hasta triunfar en Moscú en 1917 y, a través de dos grandes guerras mundiales, un nuevo despotismo se enseñorea del mundo.
A principios del siglo XIX, Jeremías Bentham, en Inglaterra, crea la escuela utilitaria, que ve el fin de la sociedad en la búsqueda de la utilidad, expresada con el principio de “la mayor felicidad para el mayor número”, tesis que abre las puertas a las sumisiones sociales y a los nivelamientos que sacrifican la libertad.
John Stuart Mill, el más ilustre de los liberales victorianos, que publicó desde 1830 a 1870 aproximadamente, define la libertad con elocuencia y hondura, exalta la personalidad y la originalidad, se convierte en un apasionado de los inconformismos y las rebeldías pero recela de la democracia y abomina de la revolución. El liberalismo romántico debía ceder el paso a quienes, como Marx y sus seguidores, conocían y manejaban eficazmente las herramientas de la revolución.
A fines del siglo XIX no pocos liberales se confunden con los sectores moderados del socialismo democrático. Las voces de Burke y de Tocqueville se han apagado. La igualdad empieza a urgir un reconocimiento económico. La “libertad-poder” reclama una posición y sus partidarios sostienen que la libertad exige imponer por el Estado el bienestar de la mayoría.
Como escribe von Hayek en su obra El camino a la servidumbre, para los grandes apóstoles de la libertad esta palabra significa libertad frente a la coerción, frente al poder arbitrario de otros hombres, desprendimiento de las ataduras que no dejan al individuo más opción que la obediencia a las órdenes de los superiores a los que se encuentra ligado. La nueva libertad prometida va a ser la libertad frente a la necesidad, el desprendimiento de la compulsión de las circunstancias que inevitablemente limitan el margen de elección de cada cual. Se trata de quebrantar el “despotismo de la necesidad física” y de aliviar las “restricciones del sistema económico”. En otras palabras, la demanda de nueva libertad es otro nombre buscado por la antigua exigencia de la igual distribución de la riqueza. El nuevo nombre dio a los socialistas otra palabra en común con los liberales.
6. LAS CRISIS DEL SIGLO XX
Las cautelas, equilibrios y contrapesos de los antiguos liberales moderados y doctrinarios se desvanecen en el nuevo liberalismo del siglo XX. Los nombres de List, Sombart, Lloyd George, Beveridge, entre otros —a los que debería añadirse Franklin Delano Roosevelt—, marcan la nueva corriente.
El mito de la soberanía popular absoluta y el reforzamiento de las tendencias intervencionistas ponen en grave riesgo la libertad individual, cercenan la moneda y la propiedad, debilitan la autoridad moral de la ley, facilitan el crecimiento de monopolios del capital y del trabajo y permiten la entronización de auténticos regímenes totalitarios que utilizan con fraude los principios de democracia y libertad.
Un recuerdo histórico puede ilustrar este proceso de inconsciente apertura al totalitarismo. A fines de 1931, Adolfo Hitler escribía al canciller alemán Brüning en los siguientes términos: “Señor Canciller, la tesis fundamental de la democracia dice: ‘Todo el poder proviene del pueblo’. La Constitución establece los caminos a través de los cuales una concepción, una idea y por consiguiente una organización deben obtener del pueblo la legitimación necesaria de sus objetivos.
Pero, como último recurso, es el propio pueblo el que determina su Constitución. Señor Canciller —termina diciendo Hitler—, si la nación alemana en algún momento llega a autorizar al Movimiento Nacional Socialista para que introduzca una Constitución diferente de la que tenemos actualmente, entonces usted no podrá detener el proceso”.
Y, tal como Hitler lo preveía, la democracia de Weimar no pudo detener el proceso y cayó en el juego autorizado por sus propias reglas.
Nadie podría sostener hoy que el papel de los gobiernos ha de limitarse al resguardo de la ley y el orden. La intervención del Estado es una necesidad evidente. Ella se extiende, desde luego, al cumplimiento de los fines esenciales y permanentes del Estado, pero ha de abarcar muchos otros campos, entre ellos el campo social. Pero, en este último aspecto, una cosa es —digamos— asegurar el sustento mínimo indispensable para todos o dispensar una prevención general de los grandes riesgos personales, y otra cosa es pretender igualar el tenor de vida de la población a través de nivelaciones y redistribuciones que suponen ilimitados poderes discrecionales del Estado y que resultan, por tanto, incompatibles con la libertad individual.
En nombre de la igualdad, no pocos demócratas sinceros consienten en otorgar al Estado facultades ilimitadas, encargándole la redistribución de la riqueza a través de los impuestos y de los gastos sociales; permitiéndole que restrinja la libertad económica por medio de la legislación y a través de la tolerancia frente a la coacción sindical, y autorizando que se convierta en capitalista al explotar actividades económicas que se consideran socialmente útiles. En nombre de la igualdad restringen la libertad. Pero, al hacerlo, ciegan la fuente de vitalidad económica de la sociedad y generan pobreza e injusticia. La parálisis de la libertad lo es también de la voluntad y de la iniciativa creadora, con la frustración consiguiente de las expectativas de los más pobres, de los que se beneficiarían con el crecimiento productivo logrado a costa de esa voluntad y de aquella iniciativa creadora.
El peligro totalitario acecha por el lado de la omnipotencia democrática —como acabamos de verlo en el caso de la república de Weimar—, pero también amenaza por el lado del igualitarismo y del Estado Benefactor. En efecto, en la medida en que la tendencia de éstos se extrema y provoca la parálisis de la libertad, el desarrollo económico se vuelve débil y flaquean moralmente las individualidades mientras aumentan las tensiones sociales hasta provocar el naufragio ético y luego político de la democracia.
7. SOBREVIVENCIA DEL PENSAMIENTO LIBERAL ECONÓMICO
Las ideas clásicas, apagadas en el cielo político al comenzar este siglo, se mantienen y florecen sobre todo en el pensamiento económico. Los nombres ilustres de Wilhelm Roepke, Alexander Rüstow y Arthur Utz están asociados a la escuela neoliberal de Friburgo, llamada también ordoliberalismo alemán, cuyas tesis triunfan en la segunda posguerra mundial con el programa de la economía social de mercado, factor básico de reconstrucción de Europa occidental.
Paralelamente, la Escuela de Viena, que nació hace más de 100 años con la publicación de las obras de Carl Menger, aporta las figuras destacadas de Ludwig von Mises y Friedrich A. von Hayek, este último Premio Nobel de Economía 1974.
Ludwig Erhard en Alemania, Luigi Einaudi en Italia, Jacques Rueff en Francia, son las personalidades de relieve que vuelven en el siglo XX a formular acciones públicas concretas inspiradas en la economía de mercado y la estabilidad monetaria.
En 1944 se publica en Londres la primera edición de la obra de Hayek, titulada El camino a la servidumbre, en que ataca vigorosamente la planificación estatal y sostiene que ella es incompatible con la libertad. Este libro y las corrientes de pensamiento señaladas renuevan los estudios económicos especialmente en los Estados Unidos.
Hacia los años 1950 se produce la resurrección de las ideas clásicas en aquel país. La Universidad de Chicago es el punto de partida y los hombres de primer plano se llaman Frank Knight, Theodore Schultz y Milton Friedman, este último Premio Nobel de Economía en 1976.
Economistas de Columbia, de Harvard, de París y de muchas otras universidades someten a revisión el pensamiento estatista, pero es Friedman el que presenta más comprensivamente las nuevas ideas y las hace trascender del solo campo económico. En su obra más conocida, Capitalismo y libertad, Friedman afina y profundiza las tesis neoclásicas del mercado y la moneda, mostrándolas además en su proyección política.
“En nombre del bienestar social y de la igualdad —escribe Friedman— el siglo XX liberal ha venido a favorecer la resurrección de las políticas intervencionistas y paternalistas del Estado, contra las cuales luchó el liberalismo clásico. En un verdadero retroceso de los punteros del reloj hasta el mercantilismo del siglo XVI, nuestro siglo se complace en tachar de reaccionarios a los verdaderos liberales”. La nueva escuela ve la intervención desmedida del Estado como un anacronismo y convierte en auténtico avance lo que en nuestro siglo empezaba a considerarse como una concepción caduca: la economía de mercado.
Friedman sostiene que hay dos maneras fundamentales de coordinar la actividad económica de un gran número de personas, coordinación que es indispensable para la subsistencia de esas personas y de la propia sociedad en que viven. Una manera es la dirección central autoritaria, la técnica de los regímenes totalitarios. La otra consiste en la cooperación voluntaria de los individuos, vale decir, la técnica del mercado.
Esta última opera sobre la base de que en las transacciones cada una de las partes obtiene beneficios, a condición de que haya pleno consentimiento y completa información de ambas.
El mercado se mueve gracias a las preferencias libres de los sujetos y carece por tanto de coacción. Es además impersonal porque se rige por reglas no discriminatorias que amparan el interés común de todos los que en él operan.
La organización económica de mercado no pretende eliminar la presencia del Gobierno. Este último es la autoridad que fija las reglas y que es árbitro en la interpretación y cumplimiento de las mismas. Lo que el mercado hace es reducir el margen de problemas que, si no existiera, deberían ser resueltos por la autoridad política. Por consiguiente, no elimina pero disminuye la necesidad de la intervención gubernativa. Un rasgo de la decisión política es que ella exige sometimiento. El mercado no. En este último cada individuo puede votar por la clase de camisa que necesita, y conseguirla, sin necesidad de examinar el tipo que ha elegido la mayoría, para someterse a ésta. En este sentido, el mercado es más democrático que cualquier régimen político.
El mercado proporciona libertad económica y, como las preferencias que en él se manifiestan son independientes de la autoridad política y de toda otra forma de coacción, sostiene la libertad individual en un sentido más amplio que el económico, a juicio de Milton Friedman.
Siempre se alzarán contra el mercado las amenazas monopólicas o surgirán imperfecciones, pero esta modalidad de canalizar las decisiones económicas individuales parece más libre e independiente que el sistema que sujeta la distribución de los bienes al decreto discrecional de la autoridad o al que concentra en las mismas manos el poder político y la riqueza.
Nadie como Friedman ha precisado mejor el marco mínimo de libertad individual que el Estado debe respetar y hacer respetar. El mercado puede ser distorsionado por las presiones monopólicas ya vengan de los empresarios, ya de los trabajadores, ya de las regulaciones proteccionistas del Estado. La contención de tales presiones es el papel de la ley y de la autoridad pública.
Friedman ha destacado, por otra parte, los efectos nocivos que tiene destinar recursos, ingenio y tiempo a convencer y a presionar políticos, en lugar de emplearlos en la búsqueda de una mayor productividad.
El interés político de la nueva escuela, que se suele llamar de Chicago, a causa de sus iniciadores, pero que encuentra notables investigadores en Harvard, Columbia, en Virginia, en Tel Aviv, en Miami y en muchas otras universidades, reside en algo más que en la revitalización de las teorías clásicas. Una de sus características es que abre la posibilidad de aplicar la teoría económica a la conducta humana no comercial, inclusive a la que se relaciona con bienes no pecuniarios. Este esfuerzo reivindica, en primer término, a través del reconocimiento del papel del mercado, el valor e influencia de la libertad individual y, en seguida, tiende a demostrar que los comportamientos humanos tomados en conjunto admiten una racionalidad esencial, un cierto orden preestablecido, que no está lejos de la “mano invisible” que divisaba en el siglo XVIII Adam Smith.
Gary Becker, el más destacado de los economistas actuales de la nueva escuela, nacido en 1930, es el principal iniciador de los conceptos de economía generalizada. “Toda cuestión que plantea un problema de asignación de recursos y de elección, en el cuadro de una situación de escasez, caracterizada por el enfrentamiento de finalidades concurrentes, pertenece a la economía y puede tratarse mediante el análisis económico”, afirma Becker en un seminario celebrado en París en 1977.
Los nuevos economistas franceses, con Jean Jacques Rosa a la cabeza, se inspiran en la tesis de Becker y en los diversos análisis económicos sobre temas sociales que surgen de la Escuela de Chicago.
El economista Douglass North descubre el valor dinámico de la propiedad individual y desarrolla la denominada “teoría de los derechos de propiedad”, en que trabajan hasta hoy muchos estudiosos. Su obra más considerada, que escribe en común con Robert Paul Thomas —El surgir del mundo occidental—, se publica en 1973. Según esta escuela, la Revolución Industrial no es la causa del crecimiento económico de Occidente, sino una de las manifestaciones de éste. La verdadera causa sería una estructura de la propiedad que permite explotar eficazmente las motivaciones individuales y asegurar la orientación de los capitales y de las energías hacia las actividades socialmente más útiles. En otras palabras: la propiedad privada.
Uno de los filósofos políticos actuales eminentes en los Estados Unidos, el profesor John Rawls, en su obra Una teoría de la justicia, publicada en 1977, desarrolla a través de un riguroso y complejo análisis, los principios que él denomina de la igualdad y de la diferencia. La tesis, igualitaria en principio, lo lleva sin embargo a justificar las desigualdades de riqueza y de poder en la medida en que éstas tienen resultados compensatorios para todos, a lo menos para los miembros no aventajados de la sociedad, en cuanto representan para ellos siquiera expectativas de mejoramiento a largo plazo.
La historia del nacimiento del capitalismo y de la intervención estatal viene siendo revisada por muchos historiadores actuales. Citemos los nombres de Fogel, Engerman, Ashton, Hacker, Hutt, Hartwell y muchos otros, que destruyen lo que podría llamarse una interpretación socialista de la historia de los últimos doscientos años.
Así, los nuevos estudios sobre el capitalismo naciente en Inglaterra, realizados a la luz de modernos métodos históricos, llevan a los investigadores a la conclusión de que el mundo del trabajo no empeoró sino que mejoró su estado en esos primeros años del capitalismo. Igualmente, otras investigaciones, sobre todo de Milton Friedman, determinan que la gran crisis de los años 30 habría sido una depresión grave pero no una catástrofe, si la autoridad no hubiere intervenido en el proceso.
Otros de los economistas norteamericanos contemporáneos, James Buchanan y Gordon Tullock, han desarrollado la teoría de las decisiones públicas, planteada por Kenneth Arrow, Premio Nobel 1972.
Partiendo del esquema del mercado, esta teoría busca un modelo que describa los mecanismos de decisión que, en las sociedades democráticas, presiden la producción y repartición de los bienes públicos (es decir, de la defensa nacional, de la administración de justicia, de la aplicación de la igualdad, de la libertad y demás valores característicos de la esfera del Estado). A dicha teoría no le interesa por principio cuál es la solución más justa o mejor, sino cómo se organiza el aparato de producción de estos bienes y cuáles son los sistemas de presión, sanción y recompensa que determinan el comportamiento de los agentes que concurren a la producción de los bienes públicos.
8. LOS MECANISMOS DE DECISIÓN
Se trata de una descripción analítica de los mecanismos de decisión: no de un enjuiciamiento ético o político.
Este análisis, en el que trabajan numerosos y eminentes economistas contemporáneos, se extiende a los mecanismos electorales, a la burocracia, a la innovación institucional y a otros temas de similar importancia política.
Los pensadores y economistas neoliberales de hoy preconizan una revolución científica tan desconocida como trascendente. No de otro modo puede calificarse la tentativa de llevar el análisis económico y matemático hacia amplias zonas de la conducta humana y social. Ello equivale a decir que grandes decisiones públicas y complejas acciones del Estado, de las agrupaciones o de las empresas, responden aproximadamente a los mismos principios que rigen el mercado. Aparte de que ello reafirma —como decíamos— el valor de la libertad del individuo, abre la posibilidad de que fatigosas y apasionadas contiendas políticas puedan delimitarse para que se vea lo que ellas encierran de decisión discrecional y estimativa, en tanto que muchas de las cuestiones públicas podrían debatirse en el análisis científico y resolverse despejando las variables de las respectivas ecuaciones. Es ya evidente que el avance de la teoría económica ahorra hoy muchas discusiones entre adversarios de buena fe. Algo similar ocurriría si el análisis con método científico válido abarcara otros problemas sociales o políticos.
Lo que parecen probar hasta ahora los trabajos de la teoría de las decisiones públicas, en materia electoral —sobre todo los de Arrow—, es que no hay forma unívoca de expresar la voluntad del pueblo. El estudio minucioso de los sistemas electorales indicaría que distintas formas de sumar las mismas voluntades individuales arrojan resultados distintos.
Ello provoca un sano escepticismo acerca de la aptitud de los sistemas electorales para captar las preferencias de la ciudadanía, lo que a su vez induce a mirar con precaución el crecimiento estatal y preferir los límites y contrapesos que afiancen la libertad de los ciudadanos en cuanto a sus decisiones personales.
Por eso, el estudio de las decisiones públicas ha llevado a los investigadores a enfrentar los problemas del Estado moderno y, entre ellos, los que origina el crecimiento del gobierno representativo. Los economistas contemporáneos parten del supuesto de la vigencia de la democracia, pero se preguntan por los límites a que pueda alcanzar el poder de ésta. Nos encontramos de nuevo con el Estado burocrático y dirigista, con la soberanía popular ilimitada, es decir, con el segundo Leviatán, el de Rousseau y la Ilustración. En su libro Límites de la libertad —publicado en 1975—, James Buchanan sostiene que “los autores de la Constitución de los Estados Unidos, los Padres Fundadores, no previeron la necesidad de controlar el crecimiento del gobierno representativo”. En efecto, todo el cuidado se puso en evitar las actuaciones que excedieran la órbita de competencia legal de cada poder o autoridad. Pero se suponía que cualquier extensión de la influencia del Estado, ejercitada en conformidad a la ley y los procedimientos democráticos, era legítima y no susceptible de limitaciones. El soberano democrático se postulaba como absoluto. Ante esta realidad Buchanan se pregunta: “¿Puede el hombre moderno, la sociedad democrática occidental, descubrir o conquistar el suficiente control sobre su destino para imponer límites a su propio gobierno, con el objeto de prevenir la transformación de éste en un genuino monarca absoluto, como el de Hobbes?”.
La sombría imagen del Leviatán impresiona y pone en guardia a los economistas y pensadores neoliberales de hoy, cualquiera que sea el origen y naturaleza de aquel poder absoluto, democrático o totalitario, con título legal o de hecho.
Tal preocupación explica el subtítulo del libro reciente de Buchanan, de que tomamos las citas de más arriba, y que reza precisamente así: “Entre la anarquía y Leviatán”.
Pensadores políticos, como el profesor de filosofía de Harvard, Robert Nozick, que publica en 1974 su libro Anarquía, Estado y Utopía, partiendo de otras premisas y formación salen al encuentro de la misma inquietud. En su brillante, rico y multifacético ensayo, el autor busca lo que llama Estado mínimo. Del siguiente modo lo define: “el que nos trata como individuos inviolables, que no pueden usarse por otros como medios o herramientas o instrumentos o recursos; tal estado nos trata como personas que tienen derechos individuales y que tienen la dignidad correspondiente a tales derechos. Tratándonos con respeto y respetando nuestros derechos —sigue Nozick—, nos permite, individualmente o con quienes escojamos, elegir nuestra vida y realizar nuestros propósitos o nuestra concepción propia en la medida de lo posible, ayudados por la voluntaria cooperación de otros individuos que poseen la misma dignidad”.
9. PERSEVERAR EN LA LIBERTAD
Este largo relato de las vicisitudes de la libertad en el mundo contemporáneo y de las reacciones provenientes del campo de la inteligencia para enfrentar el nuevo absolutismo del Estado burocrático, no permite sacar conclusiones definitivas, pero deja a lo menos una gran esperanza.
La libertad individual, como aptitud para trabajar o para reposar, para actuar o para recogerse, para el egoísmo o la abnegación, para decidir sin trabas el propio camino, sigue constituyendo un bien inapreciable a la vez que el secreto motor del hombre moderno. Pensadores y economistas de mucha solvencia intelectual reconocen, desde distintos puntos de vista, que la soberanía ilimitada e ilimitable del Estado es un riesgo para la libertad individual.
Anotan, en el campo ético, que el paternalismo estatal traslada ficticiamente las responsabilidades sociales y alivia así las conciencias de los individuos. En efecto, en vez de hacer descansar la acción generosa sobre estos últimos, presupone que del pobre se ocupará el Estado. En la práctica, el Estado paternalista estimula el egoísmo y la irresponsabilidad de los individuos.
Estos males son más ostensibles en los regímenes declaradamente totalitarios pero se dan también en los sistemas democráticos, aunque estos últimos actúen dentro de los marcos legales y constitucionales.
La propiedad individual, la información y el tiempo adquieren un sentido y una magnitud hasta aquí desconocida. Son factores que imprimen la dirección y la velocidad del desarrollo a la vez que justifican el sistema de sociedad libre.
Una adversaria de la libertad es la inflación, al devorar los ahorros y los salarios, al constituir un impuesto no consentido popularmente que recae en especial sobre los débiles, no sin antes haberlos seducido y doblegado con un bienestar ilusorio. De ahí que el regreso a los principios de la estabilidad monetaria y la revisión de las ideas de Keynes contribuya a la defensa del flanco más débil de la libertad, el del signo monetario.
En la medida en que la acción económica del Estado reemplaza a la de los particulares y en que la intervención oficial se sustituye al mercado, como instrumento de asignación de los bienes y servicios de la comunidad, empieza el proceso de concentración económica que sofoca la libertad individual, pretextando el desarrollo, el bienestar social o la justicia o la igualdad. Las nuevas concepciones de economía de mercado no son, pues, meros árbitros para resolver problemas materiales de la sociedad contemporánea. Van, por el contrario, al fondo de ella misma, a establecer la posibilidad de que los ciudadanos sean dueños de sus propias decisiones y no estén sometidos al mero arbitrio de la autoridad gubernativa, por elevados que sean los motivos de tal intervención.
La libertad individual aparece como un requisito de la verdad en las decisiones y proyectos de comportamiento. De la misma manera que se necesita libertad para investigar en el territorio de la ciencia o para crear en el arte, así también resulta necesario que los ciudadanos sean libres para determinar qué quieren ser, qué quieren tener y hacia dónde quieren dirigirse.
La planificación central supone que alguien, un funcionario o un grupo de ellos, tiene conocimiento de lo que es mejor producir y de cómo y entre quiénes han de distribuirse los recursos para ello. Tal cosa constituye una especie de soberbia intelectual. El principio del conocimiento está, desde Sócrates, en reconocer los propios límites. Las circunstancias particulares que hacen conveniente o inconveniente un proyecto son infinitas. No puede preverse desde arriba. En cambio, la experiencia demuestra que deben manejarse por quienes actúan por su cuenta y riesgo, conocen el terreno, han imaginado que allí puede haber algo y lo llevan a cabo.
La producción de riqueza es un acto de creación tan respetable como cualquier otro, como el artista, estadista o pensador. La planificación centralizada se opone a la creación. La lucha por la libertad individual es, entonces, la lucha para que el hombre pueda descubrir y crear en todos los planos de la vida, y representa un acto de fe en el valor que eso tiene intrínsecamente.
La planificación llevada a sus últimas consecuencias equivale a establecer que un grupo de funcionarios tiene derecho exclusivo a la creación y que existe un sistema de licencias, permisos y patentes para que otros hagan uso de aquel poder, es decir, es el regreso a las limitaciones corporativas medievales pero bajo modalidades más rigurosas que las de antaño.
La extensión del análisis económico a asuntos no pecuniarios ayuda a aumentar el repertorio de dificultades que pueden ser resueltas técnicamente, con arreglo a principios objetivos, dejando en claro las decisiones que por naturaleza deben quedar a la sola prudencia del gobernante o del voto parlamentario: aquéllas que corresponden a una estimación estrictamente política de una situación dada.
Se diría, entonces, que el camino de la libertad y de la contención del Leviatán puede hallarse sobre todo en la descentralización del poder social y económico.
En muchos casos la descentralización mencionada exigirá el ejercicio de una autoridad vigorosa que se imponga a los obstáculos contra la libertad del mercado, que destruya o regule los monopolios del capital y del trabajo, que vigile el libre juego de la competencia y que, en fin, resguarde el derecho de los ciudadanos al ejercicio de su libertad personal en toda la esfera de su acción legítima.
Dicha autoridad fuerte será a veces la única apta para cimentar el imperio de la ley objetiva, general e impersonal, como ya ocurrió en Chile durante los primeros decenios de la República. “El gobierno de las leyes” —que quería Hume— puede ser la obra de una autoridad vigorosa que crea el ordenamiento objetivo y lo deja como herencia que trasciende las voluntades aisladas y las circunstancias pasajeras.
No todo ha de resultar de las decisiones políticas y económicas. La libertad es un bien espiritual, que se conserva en el clima adecuado para el florecimiento del espíritu. Aquí caben las reflexiones de los antiguos liberales sobre el sustrato moral de todo verdadero orden jurídico libre, así como la idea de que este orden es producto de la historia a la vez que de la naturaleza. Cualquier concepción mecanicista de la sociedad, cualquier ideología que considere a ésta como una construcción artificial y desconozca que ella es un ser viviente, con pasado y no sólo con futuro, pondrá en peligro la libertad. El “partir de cero” será siempre una manera de atropellar injustamente alguna norma que posee la autoridad del tiempo. Por el contrario, entender que las leyes son declarativas de lo que Burke denomina la “sustancia de la justicia original” y que en nuestro Código Civil está comprendido en los conceptos de “equidad natural” y “espíritu general de la legislación”, es una actitud que inserta las acciones humanas en un orden y una racionalidad que aceptaron las anteriores edades. Esta posición no conduce a la inmovilidad sino que da base sólida a las empresas que miran al futuro e implica la renovación, que no es la pérdida de la propia individualidad, que es conservación de lo válido y abandono de lo inservible.
Sin embargo, la subsistencia de la libertad individual sobre la tierra, la coyuntura en que el hombre pueda seguir siendo tal, con toda la dignidad que es prenda de su origen y de su destino, dependen de que las sociedades del llamado mundo libre recuperen la fe en sí mismas y en sus valores, abandonen el vano escepticismo y adopten en lo interno y externo la posición de firmeza espiritual que esta hora difícil requiere.
Ya es mucho que en numerosas universidades del mundo se haya renovado la inquietud por la libertad y que se multipliquen las investigaciones económicas, históricas, filosóficas, jurídicas y de ciencia política en el sentido indicado. Las universidades se adelantan a los tiempos y suministran los proyectos esenciales de la arquitectura de la sociedad de una época, así como anticipan los principios básicos que hacen después posible el mundo del futuro. Por eso, la preocupación de los universitarios por la libertad es un fundado motivo de esperanza.
Así como las teorías económicas de Adam Smith tardaron 50 años en iniciar la transformación del antiguo régimen monopolista y mercantilista, así es posible que el esfuerzo investigador de esta hora triunfe sobre la socialización burocrática, permitiendo que las hondas trasmutaciones de hoy sean profundamente compatibles con la dignidad humana.
En el estudio que acabo de leer, he tratado de relatar someramente el resurgimiento del concepto de libertad individual en los medios universitarios contemporáneos, luego de hacer un esfuerzo por reconstruir la historia de una idea cuyas raíces se hunden en la esencia de Occidente.
Mi trabajo es apenas una crónica del desarrollo de este pensamiento.
Creo sinceramente que sería indispensable que pensadores e investigadores realizaran un examen crítico profundo de esta corriente intelectual cuyas manifestaciones empiezan recién a ser conocidas más allá de los muros de las universidades en que brotan. Tal examen podría servir de base a la elaboración de los principios de la auténtica convivencia libre en Chile, de acuerdo a las tradiciones del país, a su experiencia histórica remota y reciente y a los resultados de la investigación científica moderna.