Discursos de incorporación

Liceo y Democracia

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Discurso de Incorporación de Raúl Rettig Guissen como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

1. Introducción

No siempre hemos de encontrarnos hablando de “la esencia de la esencia”. Ese tema de pavorosa densidad ya acongojó a Xavier de Zubiri, el mismo que enaltece la noción de la historia, señalándola nada menos que como una cuasi creación. Es verdad que nuestra Academia no puede sustraerse a la investigación de altísimo rango. No negaríamos nuestro deber de penetrar en la verdad que contiene la explicación suprema de los fenómenos y que sólo ha de encontrarse en aquel “conocimiento en el límite”, en ese “saber total radicalmente fundado”, que el inolvidable Jorge Millas nos ofrecía como un intento preciso de exhibir una definición de la Filosofía.  

Cierto es también que caminar por esos pinares del pensamiento puro oxigena nuestro espíritu. Lo cura del “mal de la vida”, sobre el cual invitaba a triunfar a los estudiantes del año veinte el himno motivador de González Prada.  

Yo debo a quienes serán mis pares dentro de una bella media hora, honrándome con una benevolencia que ha sido capaz de airear mi ancianidad, una confidencia acaso insólita: yo hubiera querido hablar en esta tarde sobre Gorgias. ¿Por qué? Bueno. He sido político. Y lo he sido aquí, en nuestro entorno que mucho muestra a la vez de sublimidad y de miseria. Por ello, he visto, como el alma de más de un compañero de posición doctrinaria o, también, la de un adversario leal, ha sido atravesada por los puñales enmugrados de la calumnia. He visto sufrir y he tomado el peso a la magnitud de la injusticia hiriente.  

Acaso en desquite, pensé asumir el patrocinio casi forense de ese Gorgias que fue uno de los tantos a quienes calumnió la historia, deteriorada en sus nociones por el odio que, ya en el siglo de los “Diálogos”, se ganaba el que se atrevía a intentar una crítica a los vicios de la polis o pretendía inaugurar una nueva forma de raciocinio, que despertara la motivación por el estudio de los problemas reales de la comunidad, reprochara a ésta su cerrazón ante las exigencias de lo humano cabal.  

Debí desecharlo. Nació en mí, al concebir ese proyecto, la inquietud del tema que nos acucia. He preferido traer a esta ceremonia de recepción un trabajo sobre “Liceo y democracia”.  

Se me excusará, por lo dicho, que renuncie a procurar la absolución de Gorgias por este selecto tribunal académico y sólo insista en recordar del caminante que hacía docencia lo que, sin que de ello haya comprobación, le atribuye uno de sus doxógrafos. Se dice que el brindis último de Gorgias ante sus discípulos fue: “por el que me venza”. ¿No revelaría eso la generosidad del retórico? ¿No sería un ejemplo para esta hora nuestra, en que nadie se digna ceder, en que casi todos se encierran en la supuesta intangibilidad de su verdad propia, tantas veces aparente y menguada?  

2. Duración: Aprender a ser

Creo que nuestra academia no puede exonerarse de considerar los problemas que afectan a la cultura de este tiempo. Y, por cierto, el de la Educación es el que más debe interesar y preocupar. “Liceo y democracia” es el título de esto que leo ahora.  

En realidad, con esas tres palabras, no hago sino bautizar de algún modo este modesto tramado de reflexiones que ofrezco a la consideración crítica de mis oyentes. Deben ellas comenzar con un enfoque básico —confieso que me resulta pobre— acerca de la función educacional misma.  

Aquí, valga un recuerdo. Hace ya casi doce lustros, una organización pujante de profesores, la Asociación General, postuló una reforma de nuestro sistema de enseñanza. Junto al tropel bisoño de los que sólo empujábamos, guiándolo, había figuras que habrían de merecer el respeto unánime de quienes aprecian la valía humana. Estaba allí Daniel Naveas, somáticamente dotado para ser maestro. Apareció Humberto Casanueva, cuyos versos de adolescente eran leves y libres, con el acento de la época y sin haber adquirido todavía el vigor y la esencia que habrían de convertirlo en uno de nuestros más grandes escritores y en un señor del pensar superior, tan alto como para lucir su saber filosófico en los claustros de Heidelberg. Luis Gómez Catalán, digno receptor del Premio Nacional de Filosofía, también está entre los que me permito recordar.  

Es de Eleodoro Domínguez, hombre de alba claridad y de conceptos, la frase que me permite recordar. Domínguez repetía: “es la de mantener y acrecentar las energías”. Más que nada, nos cautivaba la sonoridad de las palabras, y, embelesados y henchidos de años, sólo dedicábamos instantes fugaces al análisis.  

Sin embargo, hoy, cuando quisiéramos los de ese tiempo haber nacido después, nos encontramos con que en el marco de las palabras de Domínguez se encuentra mucho de la verdad sobre las finalidades de la enseñanza. Una valiosa antecesora que ya no está ni en la Academia ni en la vida, citó en este mismo recinto partes del informe Faure, publicado por la Comisión Internacional sobre el Desarrollo de la Educación, a requerimiento de la UNESCO.  

Leyéndolo, nos encontramos con que se atribuye a la educación, como misión esencial —simple y aterradora—, así lo creemos, la de orientar al niño o al muchacho para “aprender a ser”. Y, antes, educadores de nota como Pedro Aguirre Cerda, Luis Galdames y Darío Salas nos hablaban de cómo la educación ha de impulsar el desarrollo del total de las capacidades del ser humano, tratando de lograr que cada individuo “llegue a ser el hombre o la mujer que es capaz de ser”.  

Veamos cómo, acercándose por los decenios, los conceptos de Domínguez —que, por cierto, no habría estado con Platón en su querella contra los sofistas— encuentran su ratificación en la noción actual de las finalidades de la enseñanza que nos entregan su sencilla vigencia.  

“El hombre o la mujer que es capaz de ser”. Parecería un simple enunciado. Y no lo es. Contiene en su integridad la descripción de lo que la enseñanza debe aspirar a conseguir. Del ser que la naturaleza nos entrega, grávido de condiciones, cargado de posibilidades y millonario en aptitudes promisorias, pero lastrado, además, por aportes negativos de los que su conformación o la sociedad colocaron en contra de sus valores fecundos, el sistema educacional tiene el deber de obtener, en el proceso que él mismo constituye, un varón o una mujer capaces de alcanzar al máximo su plenitud como individuos de la especie que nos empeñamos en señalar como Señora de la creación.  

Depurar y dotar de capacidades es la tarea del educador y de la actividad en que despliega lo fundamental de su vida. Esta ha de enfrentarse al medio y a las cargas negativas que el atavismo suele oponer al desarrollo de los méritos innatos. Debe, en suma, entregar a la sociedad un elemento en que se den en su más alto grado las potencias que se trajeron de la entraña materna y que el ambiente pudiera malograr.  

Viene el problema del ¿cómo? Nos parece que el enfocarlo excedería el propósito de este trabajo. Ya eso es materia de la técnica educacional. Entra la pedagogía en nuestra escena, con su rostro de ciencia severa y con su terminología, derivada de la preferencia por lo humano.  

Pero, debe decir algo más que esto de la técnica educacional y de su puesta en práctica. Al admitir que la misión del trabajo educativo es la de enseñar al individuo a ser, es decir a ser lo que en su mejor momento debe ser, no hay duda acerca del ámbito en que se proyecta hacer actuar y manifestarse a ese noble producto de la tarea. Ese ámbito es una comunidad dada, una sociedad. Puede, en los casos de significación extraordinaria, llegar a ser el Universo. Pero, lo regular y, en todo caso, lo inicial es la manifestación del ser en un conglomerado definido y organizado.  

¿Y en qué se soporta eso, en la realidad? En el Estado, simplemente. En eso que Duguit llamaba “el más alto organismo de cooperación social”. No concebimos una sociedad que se desenvuelva sin requerir de la tutela del Estado en algún aspecto. El sueño anárquico de Stirner puede llevar a “El único y su propiedad”. Nunca a una trabada compañía de entendimiento comunitario.  

Habrá zonas de la acción del hombre que se compadezcan con la autonomía absoluta, con la ignorancia del ente jurídico en que la nación se disciplina y del cual proceden las normas que rigen la convivencia. Cabe preguntarse hasta dónde la educación es una de esas zonas excepcionales.  

3. El papel del Estado por sobre las intransigencias

Advierto que estoy penetrando en espacios escabrosos. Ya habrán notado quienes me escuchan que el curso de estas reflexiones lleva, sin salida, a ese problema que alguna vez tuvo caracteres tales que su sola mención parecía dividir a los chilenos y convertir en agrias las polémicas, generalmente serenas, que suscitaba nuestro quehacer político y cultural.  

Deseo anticipar un propósito y un punto de vista que deberán ser tranquilizadores. Afirmo que el análisis de la función del Estado en lo relativo a la educación no tiene por qué constituirse hoy en día en un enfrentamiento de dos intransigencias. Puede ser considerado sin que la postura espiritual o propiamente política de nadie se vea en juego en extremos tales que resientan la delicadeza y altura con que cualquier aspecto de la vida nacional pueda tratarse a superarse, si el caso lo exige.  

Desde luego, la expresión: “Estado Docente” podría ser mantenida sólo como una adhesión a la idea en cuya virtud el Estado no puede ser indiferente al problema. Hay para ello circunstancias históricas que, siguiendo el curso de todas las que los siglos ofrecieron, han venido mostrando cambios de manera fundamental en los últimos años.  

Se nos ocurre que el requerir al Estado para que se constituya en promotor de una capacitación máxima de los organismos educadores no puede ya despertar resistencia que encuentre su fundamento en ninguna expresión ideológica.  

A propósito de lo ideológico, no está demás que recuerde en este acto, con respeto y —¿por qué no decirlo?— con admiración (que cabe la admiración también al disentir y acaso entonces sea más pura), la intervención que sobre el tópico nos ofreció hace algunos días el distinguido académico don Alfredo Moreno. No resultaron airosamente paradas las ideologías después de esa exposición.  

Y bien me parece que hubo razón de parte de quien pidió precisar el objeto del debate, apersonando a él al léxico mismo. Para mí, vale aquí apoyarse en aquel de quien, acaso en arbitraria sentencia, dije en el Senado: «… ha entrado al sosiego la voz más decidora del pensamiento occidental». Hablo de don José Ortega y Gasset.  

Fue él quien en *Diccionario y Circunstancia* nos autorizó a tomar los vocablos en función de un tiempo, de una secuencia de acontecimientos, a veces de las solas ocurrencias de un día. En el hablar vivo de este fin de siglo, por ideología no podemos entender sino el cuerpo doctrinal que hemos escogido para orientar nuestra acción política y que, en general, nos vincula con una agrupación determinada.  

Entendido así lo ideológico, yo me permito negar que la exigencia que el Estado se formula de ser el garante de la existencia en Chile de un sistema educacional eficiente y digno de la contemporaneidad pueda ser reprochada por ideología alguna de las que se proclaman democráticas.  

El llamamiento al Estado para que eduque y extienda el progreso docente no se estrella contra ninguna concepción política que se reconozca como del presente. Y ello no ocurre porque la divergencia básica que hacía candente la polémica de otros tiempos ha perdido vigencia.  

Sería colocarnos en una postura hostil a la realidad la de negar que las aristas violentas que mostraba el debate sobre el Estado Docente nacían de la identificación de las posturas extremas: la de una con el imperativo religioso y la antagónica con el laicismo beligerante. Se disputaba más que nada acerca de la enseñanza religiosa y de su alcance. Se pretendía imponerla por unos y limitarla por otros.  

Yo pregunto ahora: ¿se conserva en Chile ese plano del pensar y del sentir que otorgaba relevancia a los debates relativos a los problemas de la religión y de su penetración en algunos o en todos los ambientes? No estaría viviendo en 1987 quien sostuviera que nada ha cambiado en ese orden de preocupaciones desde 1906 o 1910.  

La historia se hace a diario, pero también a diario hace lo suyo. Las disquisiciones sobre lo teológico, la admisión de una fe, la renuencia a compartirla, ya no mueven a los varones y mujeres que piensan y actúan con afán de servir a la comunidad. La tolerancia se ha impuesto como una virtud ciudadana que ha enriquecido nuestro patrimonio, acaso compensando alguna pérdida.  

Ni el fanatismo antirreligioso ni el otro, el que había llegado a justificar la Inquisición, son características de nuestro tiempo, azotado por otras crueldades. El senador que en su juventud arrebató el capelo a Monseñor Sibiglia no habría contado en estos días con la aprobación del millón. Tampoco su gesto habría sido hazaña representativa de un espíritu auténtico, como lo fue. Hoy nos interesa más que un hombre sea digno y defienda con entereza sus sentimientos republicanos frente a la autocracia que juzgarlo por su fe o por su actitud descreída.  

Al pretender que el Estado intervenga con propiedad en el mantenimiento y perfección del régimen educacional, sólo pensamos ahora en los fines del mismo Estado, alejándonos de toda consideración que pudiera tocarse con los fueros de la fe o con los reductos que le son antagónicos.  

Una posible polémica sobre el Estado y la enseñanza podría volver así a los modos y a la paradoja que se dividieron en los días de Luis XVI. Don Enrique Molina nos recordó hace ya muchos años cómo tan poco de teológico tenía la historia del debate sobre el Estado y la educación, que tan poco ligado estaba a las posiciones conservadoras o revolucionarias, que fue Turgot, ministro del monarca absoluto, el que señaló como un deber al soberano el de ordenar y promover la educación y, en especial, el estudio que habría de hacer cada hombre de sus deberes como partícipe de la comunidad francesa.  

En cambio, Rousseau, el maestro de todos los rebeldes, sólo creía en la acción privada como agente educador de lo que él llamaba “nuestra decaída humanidad”.  

Al llegar a esta esquina de mi examen, debo recordar algo que escuché en esta Academia mientras concurría a ella como miembro electo. Don Roberto Muñizaga señaló con valiosa energía, no exenta de elegancia en el actuar, la necesidad de movilizarnos hacia la adopción de actitudes frente a los problemas que, viniendo del ámbito social y sus contornos, se hacían sentir en el país.  

Es posible que yo mismo haya estado en esa disposición animosa del connotado educador cuando inicié mis palabras indicando que no siempre hemos de estar en esa serena región de la metafísica o del saber sobre abstracto, sin negar que el ingreso a ella es tarea nuestra indiscutida.  

Creo que —si entendí bien a don Roberto— nos propone un examen directo de las circunstancias concretas. Lo acompaño en esa insinuación. Y agrego que, en nuestra hora, nada nos releva de la obligación de ejercer la crítica.  

Al precisar —o tratar de hacerlo— mi noción de lo que debe entenderse por Estado Docente en el hoy nuestro, no podré separar el concepto de lo que he arribado del examen del cómo se está cumpliendo, o dejando de cumplir, con los imperativos que del principio debieran derivar.  

Ya he procurado dejar en claro que soy entusiasta de aquella fórmula según la cual la enseñanza tiene como misión la de capacitar al educando para que “aprenda a ser”. Ello equivale a sostener que una política educacional será aceptable si las unidades docentes que en un país funcionan egresan los muchachos con fortaleza psíquica y física, con la mente fuerte como para proyectar en la vida todo el peso potencial que naturalmente trajeron al mundo, todas sus capacidades, todas sus fuerzas constructivas, puestas en situación de ser administradas por el conocimiento científico y humanista que las aulas le ofrecieron.  

Como contrapartida inevitable se expone, ha de mostrarse como fracasado un sistema en que, de las escuelas, liceos y universidades vengan a la vida seres mutilados espiritualmente, incapaces de dar al mundo la totalidad de las aptitudes que traían naturalmente desde sus genes.  

Pensamos que la demanda que formulamos al Estado debe relacionarse con esta exigencia que planteamos a la educación misma. Ya no hablamos de si la iniciativa privada debe admitirse en lo que a la enseñanza se refiere. La misión del Estado no es la de extirparla o ahogarla. Frente a la realidad de su presencia sólo cabe al órgano superior de la nación organizar su propia enseñanza, la estatal, en forma tal que las finalidades de la educación se cumplan en ella a cabalidad. Y a este respecto, sí que proceden la medición y el análisis.  

No es la afirmación que acabo de formular una toma de posición de proyección general acerca del Estado y de sus facultades. Ello sería materia de otros desarrollos que, éstas sí, ingresarían en la entraña de lo político.  

Con todo, vale hacer notar que la mirada observadora y comparativa que pudiéramos dedicar a las tendencias del mundo actual en lo que se refiere a la extensión y límites de las atribuciones y deberes del Estado puede llevarnos a una posibilidad de esclarecer el pensamiento en lo que a este tema singular se refiere.  

Es de urgencia aclarar que esa mirada, que supongo, no ha de penetrar sino en las unidades nacionales o continentales en que el régimen imperante es el democrático. Conforme con Occidente o rezongando en su interior, la verdad es que Occidente nos marca. Pensamos desde él y condicionamos nuestro acierto a lo que en su vastedad resulta confirmado.  

Planteado el esclarecimiento, admitamos que en estas décadas —las dos últimas posiblemente— los países democráticos de ese pedazo del mundo en que nos definimos acusan una tendencia innegable a impedir que el Estado se constituya en organismo absorvente. Hay una inclinación notoria a ensanchar los cauces de la libertad, expropiando al Estado tareas que alguna vez fueron suyas.  

Un amigo mío, en un memorándum interno redactado para un instituto de estudios políticos, habla de un “evidente oleaje de liberalización”. Yo me lo explico. Frente a las expresiones de autoritarismo frecuentes, ante los excesos que han ahogado en tantas regiones las libertades fundamentales, parece plausible esa reacción que tiende a ser total y que, junto a la defensa de los fueros del espíritu, se adentra también en la de la iniciativa privada en lo económico, que considera derivación complementaria, si no soporte, de la primavera.  

Arturo Fontaine ingresó a esta corporación disertando sobre Hobbes y el *Leviatán*. Yo no puedo privarme del placer de recordarlo porque con ello, entre este académico distinguido y periodista excepcional y yo, se estableció una cordial relación solidaria que no malograrán nuestras conocidas diferencias en el pensar.  

En efecto, ambos, Arturo y yo, en un momento de trascendencia en nuestras vidas, dimos con Hobbes como objeto de nuestro estudio y nuestro trabajo. Mi tesis, presentada en 1934 para obtener mi título de Licenciado en Derecho, versó, precisamente, sobre “la Filosofía jurídica de Tomás Hobbes”.  

Así penetramos en las concepciones sombrías de Hobbes sobre el pesimismo antropológico y apreciamos cómo el filósofo de nuestra elección para la circunstancia nos condena a la sumisión para librar a la sociedad de nuestra mala vena interior.  

Pues bien, todo parece indicar que el enfoque de hoy, aunque se mueva entre el conservantismo demócrata cristiano de Alemania y las líneas socialdemócratas de los países nórdicos, entre el liberalismo agresivo de la señora Thatcher y la movilidad de un izquierdista ágil como Felipe González, no quiere entregar la razón al aplastante pensador. Tampoco los demócratas de nuestro continente.  

En todas partes, se advierte una reacción libertaria que se orienta hacia la limitación de los poderes estatales. Pese a lo dicho, nadie niega la necesidad de una actividad estatal orgánica en la regulación de ciertos aspectos del funcionamiento de la sociedad.  

Me parece que la educación es uno de esos sectores del quehacer nacional que el Estado no puede limitarse a contemplar. Aquí debe intervenir, sin duda. No hacerlo, sería abstenerse de cautelar el arribo del futuro.  

4. Papel de la educación particular

¿Qué pedimos al Estado en materia de educación? No, en estos tiempos, que se atribuya el monopolio de la función. ¿Con qué fundamentación y cómo podría hacerlo si la educación particular tiene lo suyo y se le ha reconocido, aún en otras épocas, como cooperadora de la acción estatal?  

Lo urgimos, sí, a que considere como de sus deberes —yo diría originarios, aunque la expresión pudiera acercarme al léxico de un Derecho Natural al que no soy adicto— el de contar con un sistema educacional que, fiel a la noción ya dada sobre las finalidades del menester, proporcione a todos los potenciales educandos de Chile la posibilidad de obtener esa asistencia formativa.  

La educación particular se ampara en poderosas fuentes de provisión económica. Ha podido —y debe agradecérsele— entregar preparación suficiente a miles y miles de chilenos.  

Y al reconocer esta realidad, anota también como, lejos de las respetables corporaciones que mantiene la educación privada, se muestran hoy bucaneros de la enseñanza que, con desprecio por la excelencia de la función, mantienen establecimientos de débil armadura que dañan el prestigio de la noción misma de la instrucción particular y malogran el espíritu de quienes a ellos se incorporan.  

Quedémonos, sin embargo, en lo positivo: Hay una eficiente red de educación particular en Chile. Pero, también hay una excelente medicina particular. Y los miembros del foro seguimos siendo ejemplo del ejercicio de las tan mencionadas profesiones liberales.  

¿No indica eso algo? Me parece que sí. La educación particular se aleja cada vez más de la gratuidad. No puede dejar de hacerlo. Y nos encontramos aquí con el primer problema: ¿La educación, la actividad en cuya virtud puede el hombre formarse y realizarse a cabalidad, ha de estar entregada a la capacidad económica de un hogar?  

En los días que corremos, los mejores egresados, según las estadísticas académicas, son los que provienen de los colegios particulares de segunda enseñanza. Nada tendríamos contra esa demostración de eficiencia si ella no nos revelara una verdad angustiante: el Estado, con su poder político, con sus ilimitadas posibilidades, no está siendo capaz de mantener una eficacia que responda a lo que siempre fue característico en nuestra República.  

Recordemos que la Universidad de Chile era, hasta hace unos pocos decenios, el Instituto Superior más respetado en el continente entero. Por sus aulas, pasaron peruanos, bolivianos, venezolanos y centroamericanos. Más de alguno destacó después en las lides políticas de su patria o alcanzó el mayor rango en el ejercicio de la profesión, para el cual lo habilitó el grado obtenido en la casa de Bello.  

¿De dónde venía ese prestigio universitario chileno, y en especial, el de nuestro Instituto estatal? Digámoslo: venía de nuestro Liceo.  

Don Miguel Luis Amunátegui, hablando en la Cámara de Diputados el 19 de junio de 1913, recordaba cómo los próceres de la Independencia comprendieron a tiempo que “era imposible regenerar a la nación y crear una patria sin establecer racionalmente la instrucción pública” y nos trae a la mente las angustias que afectaban a nuestros primeros gobernantes, los peligros que amenazaban a la patria naciente y el mérito de estadistas que debieron lucir los nuestros para proyectar, primero, y establecer, después, un sistema de enseñanza pública “sostenida y estimulada”, son sus palabras, por el Estado.  

Y así nos lleva a destacar la significación del Instituto Nacional, nacido “entre asonada y asonada y entre batalla y batalla”.  

Nosotros, ahora, hemos de revalorar el sentido político y cultural de quienes se hicieron cargo del cuidado casi parvulario que debía prodigarse a la patria primera.  

Me pregunto: ¿todos los gobernantes nuestros del tiempo en que hemos vivido habrían tenido la disposición espiritual y la excelencia de juicio necesarias para justipreciar el rango de la función educacional con el acierto de los primeros conductores de la República?  

No podría exagerar mi benevolencia ni mi afán de conciliación hasta el extremo de responder afirmativamente. Debería, para ello, olvidar, con falta culposa de entereza, cómo a veces se ha subordinado, en la estimativa de quienes han detentado el Poder, los requerimientos de la acción educadora del Estado a los cánones o dogmas de un economicismo que, si es de muy discutible aceptación en otras áreas, resulta repudiable y funesto cuando de la misión educadora se trata.  

5. El Liceo como fuente renovadora y base de la estabilidad chilena

Pero ya hemos llegado al instante en que el Instituto Nacional comienza a dar su acción fecunda sobre el panorama social y cultural del país. Nos cuenta el mismo diputado Amunátegui cómo los frutos de la obra del Instituto se vieran pronto. Y nos da a conocer cómo se nos absolvió del cargo de ser la “Bocana América”, cargo que nos había formulado un periodista español, precisamente después de comprobar cómo la acción del Instituto hacía caudal vigoroso.  

No tengo antecedentes para afirmar si todavía se juzga a los chilenos como en el siglo XIX y se les sigue calificando como torpes y mal dispuestos para la cultura. Pero así se miraba en el siglo de Amunátegui y ello explica el escozor que causaba la imputación corregida después.  

Con el Instituto Nacional comienza el Liceo. De ese primer establecimiento fluye ya la corriente renovadora de la mentalidad chilena. Los estadistas se esmeraron en dotar al plantel de docentes dignos de la muy alta función, casi universitaria, que se le atribuye. Y así —aún en el siglo pasado— se comienza a manifestar en Chile la independencia en el pensar, el ejercicio de la crítica, la agudeza en el análisis.  

Vienen otros Liceos. Como el Instituto, tienen algo de aristotélicos. Se hace ciencia. Se insinúa la investigación y, siempre a pesar de las angustias que a la nación acosan, los liceos no carecen de los recursos fundamentales para el ejercicio de su función humanista.  

Durante todo el siglo XIX, la polémica sobre el Estado Docente y la libertad de enseñanza consumió energías y dividió esfuerzos. Ya en esta exposición he procurado dar por extinto este debate, por lo menos con su antiguo rostro. Afirmo que sus vertientes están secas.  

Pero, la verdad es que el enfrentamiento dejó de ser de incomprensión y provocó malas miradas. Hoy pareciera que estamos en situación de hacer una medición objetiva del significado histórico del Liceo.  

El Liceo siguió sus rutas como órgano básico de la segunda enseñanza —acaso sea impropia la denominación, pero ella nos hace obtener la comprensión de lo que exponemos y eso nos absuelve de la infracción posible—.  

Pasó el siglo XIX y vino el nuestro. Con las dos conflagraciones que dañaron al universo, pero que, a la vez, demostraron que sus reservas permiten rehacerse a sus congregaciones nacionales. Del dominio de su Imperio el Zar de todas las Rusias cedió, después de haber hecho detonar su alarde: “si las circunstancias se oponen a mis designios, peor para las circunstancias”.  

Europa era escena de convulsión. El pensamiento se hacía ardiente. Una dinámica de creación doctrinaria agitaba los claustros y las academias. Se multiplicaban las publicaciones de rango.  

Acá, nosotros mirábamos la vida como se nos ofrecía, con cierta placidez, aunque la “cuestión social” —que así se daba en llamar al problema de encontrar justicia en la comunidad— no dejaba de hacerse sentir.  

Y bien, el Liceo seguía entregando año a año a la sociedad —directamente o a la Universidad por un período— contingentes de valores jóvenes que contribuían a la creación de formas de vida ciudadana adecuadas al ritmo del progreso patrio.  

Creo que debiéramos admitir que, en general, el curso de la historia política chilena durante el siglo XX se significaba por su sensatez. Se buscó el progreso, claro está. Se planteó batalla en contra de los prejuicios. Se denunció la injusticia. Se limitó o contuvo la hegemonía de una casta que —es de reconocerlo— había hecho lo suyo y con dignidad.  

Pero, todo ello venía a acontecer con ese toque de buen sentido que no puede ser atribuido ni al destino, ni al azar, ni a la providencia. Para la explicación del fenómeno, es necesario observar en otros planos.  

El desarrollo natural de la nación había de llevar, necesariamente, al nacimiento de una clase media, distinta de la señorial y, a la vez, de los sectores del proletariado agrícola e industrial.  

Pienso que la presencia de las clases medias hace posible las democracias y que su fortalecimiento las estabiliza. Alguien dijo algo de eso y de otro modo. Y ese alguien no fue un jacobino heredado al desgaire por alguna bancada parlamentaria de la Tercera República; no fue un reformista alemán, ni siquiera un liberal español de los años de Sagasta. No fue un político. Fue un príncipe, el que había de reinar como Eduardo VII.  

En una de sus escapadas a París en busca de conocimientos —y de placer mundano también—, confesó que podría salir de Gran Bretaña siempre tranquilo porque, para gobernar, se contaba con una clase media bien conformada. “El imperio estará a salvo mientras la clase media dirija su política”. Esa fue, más o menos, su aseveración.  

En las páginas últimas he debido acercarme a tres temas: el Liceo, la Democracia y la clase media. Antes, toqué de prisa los bordes de lo que podría haber sido, en otra circunstancia, mi punto de vista íntegro sobre las funciones del Estado.  

Creo que es la hora de una insistencia esclarecedora que ordene esos tres o cuatro tópicos y llegue a entregar en proposiciones ordenadas su actual significación política y cultural.  

He recordado con objetividad cómo la tendencia a liberar la actividad humana de la presión excesiva del Estado es signo evidente de los años que vivimos. No significa ello una reacción liberal categórica. No se trata de hacer del Estado un ente contemplativo que resguarde la vida y la hacienda, pero se abstenga de enfrentar la complejidad de problemas que en la extensión territorial que constituye el ámbito de su poder se presentan e inquietan.  

Menos podría verse como plausible la resurrección de la utopía anarquista, aunque la celeridad de los avances científico y tecnológico y los modos de mutación de la vida, que ellos alcanzan a significar, pudieran invitar a reincidir en el sueño de Kropotkin: que el conocimiento profundo hará inútil el poder estatal y provocará el entendimiento entre los hombres y con ello la felicidad universal.  

Volvamos a la cara real de lo que ocurre y precisemos que, en este ciclo de la historia, se está exigiendo al Estado que libere las capacidades naturales del hombre: que no permita sólo pensar y exponer los frutos de su razonar —que eso es esencial de la civilización y quita dignidad a los países que lo niegan—, sino también para aprender, para movilizar sus aptitudes en el orden económico y laboral, sin el “detente” que imponga la vigencia de una política social que contenga ingredientes de la solidaridad como soportes.  

Ello no excluye, por cierto, el deber de promoción que el Estado tiene naturalmente sobre sí y que debe llevarlo a orientar las normas públicas y los estímulos jurídicos hacia un caudal mayor de posibilidades para ciertas áreas de la actividad.  

6. La irrenunciabilidad de la educación como función del Estado

Ahora bien, entre las funciones que el Estado no puede menos de conservar, pese a todo el arranque liberalizante que se reconoce, ¿qué ha de ocurrir con la Educación?  

No parece que pueda haber dudas al respecto. De las misiones que el Estado ha de seguir reconociendo como propias, la de asegurar a los habitantes de su territorio el acceso a un sistema educacional que sea técnica y humanamente el mejor es la principal y la más definitivamente irrenunciable.  

¿Monopolio educacional? No. Ya ha quedado esto claro y sin resquicios. Pero, la presencia de una organización estatal de la enseñanza, caracterizada por la gratuidad en lo posible absoluta que debe ampararla, esa —sí— es necesaria.  

Es inexcusable a quienes gobiernan el que no la construyan o no la vuelvan a crear si se ha extinguido. La Constitución de 1925 reconoció expresamente este deber del órgano conductor, al decirnos: “la educación deberá ser atención preferente del Estado”.  

No se ha repetido este enunciado trascendental en el texto de la Carta votada en 1980. Frente a él, resulta vago decir que: “El Estado está al servicio de la persona humana y debe darle las condiciones que le permitan su mayor realización espiritual”.  

Es imprescindible que exijamos más que eso. La educación ha de enseñar al hombre a “ser”.  

¿A ser para sí, solamente? ¿A ser, en imposible aislamiento de la comunidad? ¿O no sería lo más lógico, a ser para cumplir en sociedad y sin que ello signifique una imposición que arrebate la cabal satisfacción que su naturaleza le requiere?  

Creo que una decisión justa acerca de la interrogante sería la que llevara a escoger la última suposición.  

El individuo formado por la educación debe parte de su capacidad de esfuerzo material y espiritual a la sociedad. Ahora bien, uno de los deberes que el hombre tiene con la sociedad es una medida de solidaridad continua: la de contribuir a la conservación racional y a la transformación tranquila de esa misma comunidad que, por cierto, no ha de quedarse detenida en siglo alguno.  

John Dewey, acaso el más certero de los filósofos americanos, parte por comprobar cómo el hombre se siente inseguro en el mundo y busca algo estable. No podría encontrarlo sino en la convivencia con sus semejantes, en la vida social.  

Y esto sólo garantizará al humano la corrección de su angustia si se desarrolla bajo modos cordiales. De aquí que Dewey haga, en el fondo de su pensamiento, la relación indestructible y básica entre democracia y educación.  

Al curar al hombre de su inseguridad ante el mundo, le proporciona en la colectividad democráticamente organizada la asistencia que requiere su patrimonio moral.  

7. Educación, Liceo y Democracia

La educación es, pues, proceso fecundo de formación y democratización. Por eso el Estado no puede negarse a conducirlo de algún modo.  

Creo que todos hemos de pedir que la política nacional chilena vuelva a ser objeto del afán intenso que los primeros próceres reconocieron como primordial. El chileno medio, el hijo de la modestia, la hija del poblador, todos tienen derecho a una educación completa.  

Durante muchos años el Liceo estuvo en situación de hacer su parte en ese proceso dignificador. Por eso, pudo llegar a la presidencia de la República Juan Antonio Ríos, venido desde Cañete a Concepción, luchando contra sus pulmones débiles y su noble pobreza.  

El Liceo penquista lo acogió, haciéndolo inspector a mérito —le permitió subsistir—, graduarse y aquí se ejemplifica el postulado: aprender a ser. ¡Y vaya lo que fue! Juvenal Hernández tiene ya su monumento.  

¿Habría podido estudiar y “ser” en las condiciones actuales que cada vez permiten sólo una formación secundaria cumplida a los bien tratados por la fortuna? No. Y lo sabemos.  

He vinculado el Liceo a la democracia. Va pareciéndome reprochable mi insistencia en hacerlo. Pero, ¡es que siento tan hondamente lo que digo!  

Permitaseme algo más. En los tiempos mejores de la Universidad de Chile, que fueron los mismos en que el Liceo la nutrió de elementos venidos en su mayoría en forma enérgica de nuestra clase media, ¿no se advertía un envidiable equilibrio político en el país? ¿No es verdad que no llegábamos a odiarnos? ¿Podría negarse que éramos de verdad una nación?  

No había proscripciones y la palabra del país llegaba a impresa a los foros internacionales haciéndose escuchar y respetar. Y eso no era casualidad. No cabía asimilarlo al “culpa fueron del tiempo y no de España”, reemplazando culpas por momentos y España por Chile.  

La contextura social, democrática y sensata, vino en parte decisiva de su educación y, en especial, de su Liceo la significaba.  

Ortega, a quien puede atenderse sin seguirlo siempre, parece carecer de la razón cuando niega la relación de causa y efecto entre las victorias inglesa y alemana sobre Bonaparte y Napoleón III y la superioridad del universitario inglés y del maestro de escuela prusiano.  

Yo creo en esa vinculación y en el milagro de la capacidad formadora de los institutos en que enseñaban los docentes aludidos en la reflexión.  

Estoy —sí— con el maestro de *El espectador* cuando dice: “si un pueblo es políticamente vil, no se espere nada de la escuela más perfecta”.  

Eso es claro. Si los valores y fueros humanos son destrozados, si no existe un ambiente espiritual que permita una serena receptividad de lo que se enseña, no habrá escuela que permita domeñar la insanía.  

Es, precisamente, por eso que el Estado no puede abandonar su deber de siempre: el de mantener un sistema de educación que, acaso recordando a Dewey, ataque la inseguridad del hombre y lo incorpore a la vida de la democracia, que es la vida social lograda a cabalidad.  

**Señores académicos, señoras y señores:**  

He llegado a este recinto tras haber sufrido la extrañeza de quien se siente llamado de improviso al disfrute de una honra con la que jamás soñó. Nadie necesita recordarme que no había ganado en mis años largos ni siquiera el derecho a suponer que vendría aquí. Pero, estoy. Y eso es un hecho ya consumado, como un temblor.  

Quiero agradecer. Para ello, desearía contar con la fortuna de Neruda que encontró en el Arno: “las viejas palabras que buscaba la boca”. Así, acá, en algún caudal nuestro podría yo coger las expresiones que denotaran con alguna cercanía mi gratitud.  

Por ahora, sólo expreso mi reconocimiento y prometo mantener encendidos en la intimidad, los candelabros de mi emoción.