
Discurso de Incorporación de Daniel Mansuy Huerta como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
Señor Joaquín Fermandois, Presidente del Instituto de Chile
Señor Jaime Antúnez, Presidente de la Academia de ciencias sociales, políticas y morales
Señor Carlos Peña, Miembro de la Academia de Ciencias sociales, políticas y morales
Señores Académicos de número
Querida familia, queridas amigas y queridos amigos
Es un inmenso honor ser recibido hoy como miembro de número de la Academia de Ciencias sociales, políticas y morales del Instituto de Chile; y es también un honor reemplazar en esta institución al académico José Zalaquett. No tuve el privilegio de conocer personalmente al profesor Zalaquett, pero siempre seguí con atención sus reflexiones y contribuciones al debate público. Me llamaban la atención varios rasgos de su personalidad, no muy frecuentes en nuestras discusiones: su libertad de espíritu a la hora de pensar, su capacidad para dudar de sí mismo y nunca dar por sentados sus puntos de vista, su inalterable respeto por los argumentos contrarios, su vastísima cultura, su honestidad intelectual y su inclaudicable defensa de los derechos humanos. Sobra decir que, en muchas ocasiones, no compartí las posiciones que defendía, pero eso no me impidió reconocer en su modo de argumentar un auténtico modelo de racionalidad pública, por lo que me honra —y lo digo muy sinceramente— sucederlo en la Academia. Y, aunque lamento no haberlo conocido, dos de sus alumnos —Constanza Toro y Patricio Hidalgo— publicaron un espléndido libro de conversaciones con él, titulado Idealista sin ilusiones. Ese libro, hasta donde me resulta posible advertir, refleja muy bien su personalidad, sus amplios intereses y también sus dotes pedagógicas. En ese texto, además, José Zalaquett manifiesta su admiración por una figura que también ha sido muy importante en mi formación intelectual: Albert Camus. El profesor Zalaquett valoraba de Camus su disposición a tomar distancia de sí, que guarda estrecha relación con el tema que elegí tratar en esta ocasión. Vaya entonces, mi más sentido homenaje a la memoria del académico José Zalaquett, que me sirve de introducción a las ideas que quiero proponer a la consideración de los presentes.
“Si eso es justicia, prefiero a mi madre”. La célebre frase pronunciada por Albert Camus bien puede leerse como una suerte de declaración de principios: el escritor franco-argelino no está interesado por una justicia que no incluya a su madre. La afirmación es plenamente coherente con la posición que invariablemente sostuvo Camus en años especialmente revueltos y en polémicas particularmente duras. El autor de El extranjero nunca abandonó esta convicción bien asentada, que funge de ancla de aquello que podríamos llamar su ética política. En lo sucesivo, intentaré explicar el sentido y alcance de esta aseveración de Albert Camus.
Desde luego, el primer paso para comprender lo que nuestro autor quiso decir es atender al contexto inmediato. Estamos en Estocolmo, el 12 de diciembre de 1957, son las cinco y media de la tarde. Dos días antes, Camus había recibido el premio Nobel de literatura. Ese 12 de diciembre, en una de las actividades vinculadas con el galardón, Camus se enfrasca en una discusión con un activista que defendía la independencia de Argelia. El militante le reprocha al escritor su largo silencio sobre el conflicto y su nulo apoyo a la lucha por la autonomía. Recordemos que, en aquellos años, Argelia era una colonia francesa. En todo caso, no era una colonia cualquiera, pues los franceses la sentían como parte indivisible de la nación. Convivían en Argelia unos siete millones de nativos, de religión islámica, con cerca de un millón de franceses. Gran parte de estos últimos tenían un profundo arraigo en el lugar, pues llevaban allí varias generaciones. Camus forma parte de la comunidad francesa, pero su origen ayuda a comprender la ambigüedad de la situación. Su padre murió en la Primera Guerra cuando él era muy pequeño; y su madre, que tenía un grado elevado de sordera y no sabía leer ni escribir, se ganaba la vida haciendo aseo. Dicho de otro modo, nuestro escritor proviene de un entorno extraordinariamente humilde.
Pues bien, en 1957, cuando Camus recibe el Nobel, su madre, su hermano, sus sobrinos y muchos de sus amigos viven en Argelia, que está convertida en un polvorín. En efecto, algunos grupos independentistas han decidido recurrir al terrorismo —produciendo de modo directo la muerte de víctimas inocentes— con el objetivo de forzar una negociación con la metrópolis. Este problema, dicho sea de paso, tenía envenenada a la vida pública francesa y, de hecho, terminó por tumbar en 1958 a la cuarta república, y precipitando el regreso del General de Gaulle a la vida pública (que sería quien desataría el nudo pocos años después, después de la muerte de Camus en 1960).
En cualquier caso, la pregunta que surge naturalmente a partir de las acciones terroristas es la siguiente: ¿cómo juzgar el empleo de esos métodos contra una potencia colonial que se niega a conversar respecto de una eventual salida? El joven activista interpela a Camus por su actitud silenciosa frente al conflicto, por su poca solidaridad con quienes exponen su vida luchando por la ansiada independencia. En el fondo, quiere forzarlo a que se defina: ¿apoya el combate por la libertad de los argelinos, o está del lado de los explotadores y poderosos? ¿Está con el curso de la historia o está contra ella? En el fragor de esa discusión, Camus pronuncia la frase que nos ocupa. En lo esencial, afirma lo siguiente: en este mismo momento, mi madre podría estar en el transporte público; y, en este mismo momento, ustedes, los independentistas, podrían estar poniendo una bomba en el transporte público y, por ende, podrían matar a madre. Camus remata: si eso es justicia, prefiero a mi madre.
La frase fue simplificada y repetida hasta la saciedad por los medios, y causó gran polémica. ¿No confirmaba Camus, con su afirmación, sus sentimientos pequeñoburgueses y su desprecio por la Justicia universal, con mayúscula? ¿No requiere el advenimiento de la sociedad fraterna que estemos dispuestos a pagar algunos costos personales? Formuladas hoy, estas preguntas podrían, eventualmente, parecer un poco fuera de lugar. Sin embargo, no lo eran en la escena intelectual francesa de la postguerra, dominada por distintas variantes del marxismo, que no tenían mayores dificultades ante el precio asociado a la venida de un mundo mejor.
De hecho, las reacciones no se hicieron esperar. El director de Le Monde y Simone de Beauvoir, entre otros, criticaron duramente la tesis de Camus. ¿El motivo del reproche? Preferir la vida de su madre a la libertad de diez millones de argelinos. Desde una perspectiva utilitaria, qué duda cabe, Camus estaba profundamente equivocado.
Con todo, la frase está lejos de ser una salida de libreto, una improvisación, o el simple resultado de una discusión acalorada con un joven especialmente incisivo (que, por lo demás, habría de convertirse más tarde en un ferviente admirador del Nobel). Muy por el contrario, Camus sabe perfectamente que la afirmación lo enfrenta con buena parte de la intelligentsia del momento. Este punto es importante: Camus es un hombre solo, su voz es solitaria. Sin embargo, y este es el fundamento de su posición, nunca estuvo dispuesto a transigir con determinadas modas por más fuertes que fueran los vientos en favor de ellas.
De hecho, el episodio de Estocolmo sólo vino a confirmar un viejo quiebre entre Camus y la intelectualidad parisina. Ese quiebre había sido precedido, a su vez, de una fascinante aventura común, durante la guerra, la aventura de la Resistencia. En aquellos años, Camus era un joven escritor venido de la periferia que ya había alcanzado cierta notoriedad. Desde ese lugar, participó activamente en el combate clandestino contra los nazis, y se integró a variados círculos intelectuales. Quizás el mejor testimonio de esa etapa son sus conocidas editoriales en Combat, periódico que reunió a una pléyade de plumas descollantes. En esos textos, un joven Camus (había nacido en 1913, y al iniciarse la guerra tenía veintiséis años) dejaba ver con nitidez sus convicciones. Una de ellas guarda relación con el vínculo entre los problemas políticos y los problemas morales. Según él, no es posible desconectar completamente ambas dimensiones, y esa es una de las grandes enseñanzas del horror nazi.
En aquella época trabó estrecha amistad con Jean-Paul Sartre y su entorno. Sin embargo, una vez finalizada la guerra, emergieron fuertes tensiones entre quienes habían luchado unidos contra los invasores. Esto debe explicarse a la luz de la situación global, pues el mundo se dividió en dos campos, el soviético y el occidental. Como sabemos, salvo honrosas y escasas excepciones, los intelectuales franceses decidieron apoyar la cruzada de la Unión Soviética en su tránsito a la sociedad justa. En rigor, y como bien ha explicado François Furet, la revolución rusa, y su prolongación soviética, fue vista por muchos como la legítima continuación de la revolución de 1789. La izquierda francesa no vaciló: entre el imperialismo norteamericano y la promesa socialista de justicia, optó sin remilgos por la segunda. El curso de la historia era prístino para quien quisiera comprenderlo.
En este preciso punto, Camus escoge la heterodoxia. En efecto, el escritor se niega sistemáticamente a pensar bajo el peso de esa dicotomía. El origen del desacuerdo camusiano puede rastrearse en sus textos publicados en Combat, durante la guerra. En ellos, Camus pregona una ética particularmente severa: la regeneración política exige hablar con la verdad, siempre y en todo lugar, y no transigir en función de conveniencias más o menos pasajeras. La libertad, dice, consiste sobre todo en no mentir. Es libre quien no miente, quien no engaña a otros y, sobre todo, no se engaña a sí mismo.
Si la experiencia hitleriana dejó una lección, es la siguiente: el mal no se puede combatir con más mal. Lo que no puede ocurrir es quienes lucharon con coraje contra el nazismo terminen pareciéndose a sus peores enemigos. Esa sería, según Camus, una tragedia, y una manera de repetir la historia. Por lo mismo, una vez que la intelligentsia toma partido en masa por el campo soviético, Camus enfrenta una dificultad que le impide sumarse al coro: los métodos de Moscú no son demasiado distintos a los métodos empleados por los alemanes durante la guerra. Hay en Rusia asesinatos indiscriminados, campos de concentración y un nulo respeto por las libertades públicas. ¿Cómo avalar todo aquello y, al mismo tiempo, permanecer fiel a la memoria de la Resistencia?
Estas son las preguntas en torno a la cuales Camus medita una y otra vez en los años posteriores a la guerra, y que lo conducen a escribir un ensayo que fija su posición. Así, en 1951 publica L’homme revolté, que ha sido editado en español como El hombre rebelde, traducción que no es demasiado precisa: el término francés alude a la revuelta más que a la rebeldía. En cualquier caso, debe decirse que el libro no es la obra de un filósofo, y de allí algunos vacíos teóricos, que fueron notados por el riguroso profesor que era Raymond Aron, con quien había coincidido en Combat.
Camus tuvo alguna formación filosófica, pero evidentemente no es un filósofo profesional, sino un autor de ficción en diversos formatos, de ensayos y de textos periodísticos. Y, sin embargo, sus intuiciones no lo traicionan. En el libro mencionado, Camus elabora una tesis de la revuelta que no coincide con aquello que normalmente identificamos con revolución. Para Camus, la revuelta tiene legitimidad, y surge allí donde nos enfrentamos a la injusticia. No obstante, esa revuelta, para ser fiel a su espíritu, no puede desplegarse de cualquier manera, sino que debe atenerse a ciertas condiciones mínimas, en ausencia de las cuales pierde su pertinencia.
Por de pronto, la revuelta no debe perder de vista sus fundamentos: ¿qué busca proteger el hombre que se rebela contra la injusticia? En este punto, Camus admite la existencia de algo así como una naturaleza humana: “¿por qué rebelarse si no hay nada permanente que merezca ser preservado?”, se pregunta nuestro autor. Este primer punto lo deja lejos de su generación, que tiende a mirar con distancia la idea misma de una sustancia permanente. Esto conduce a Camus a rehabilitar otra noción que el progresismo imperante en su época había querido condenar a los basureros de la historia: la idea de límite. Es llamativo la frecuencia con la que este término, y otros conexos, vuelven una y otra vez en la pluma de Camus. Según él, es imposible comprender lo humano sin atender al concepto de límite; y esto es especialmente cierto en lo referido a nuestras acciones.
La acción del hombre no debe olvidar nunca que opera en un mundo contingente y limitado: según Camus, es imposible alcanzar en este mundo la justicia absoluta. Si la justicia absoluta es imposible, entonces nuestras decisiones no pueden arrogarse un poder absoluto. Esto último implica que sólo podemos buscar justicias parciales y, en consecuencia, nuestras acciones deben ajustarse a esa realidad. La noción de límite, dicho sea de paso, también sirve para comprender la estética camusiana, que responde al mismo patrón: Camus cultiva una escritura limpia, nítida y ordenada, y sus principales fuentes de inspiración remiten al clasicismo francés. Como puede verse, su ética y su estética forman un conjunto coherente.
Ahora bien, la discrepancia que está en el trasfondo de la ruptura de Camus con su generación guarda relación con la historia. Nuestro autor se niega a someterse a una necesidad histórica que, en último término, podría justificar todas las atrocidades imaginables en nombre de un futuro esplendoroso. Para Camus, liberar al hombre de todo límite para luego encerrarlo en una necesidad histórica implica convertirlo en esclavo de fuerzas que no maneja. Además, esa visión supone siempre cierta omnisciencia del político y del intelectual que justifica al político: hay alguien que conoce el curso de la historia, y que, en función de esa gnosis, puede determinar quiénes están del lado correcto o incorrecto de la progresión. Por lo mismo, la noción camusiana de límite también se aplica a nuestra capacidad de conocer. Esto lo conduce a valorar la modestia intelectual: nunca podemos estar seguros de lo que decimos, no tenemos conocimiento cierto de casi nada, y menos aún del futuro.
En último término, para el premio Nobel la divinización de la Historia es incompatible con la democracia. Esta última se caracteriza por un hecho elemental: quienes participan de la discusión deben estar dispuestos a aceptar que su contradictor puede tener razón. Incluso del error, dice Camus, hemos de aprender. El arte de la conversación supone esa apertura a las razones del otro, que no puede ser instrumental ni impostada.
Camus dio ejemplo de esta disposición en su famosa discusión con François Mauriac a propósito de la caridad, en la que terminó reconociendo que estaba completamente equivocado, y que Mauriac tenía toda la razón (la discusión, dicho sea de paso, remite al modo de tratar a los colaboracionistas: Mauriac alegaba clemencia, y Camus, en un primer momento, pedía la más estricta justicia, para terminar reconociendo más tarde que su contradictor estaba en lo correcto). Camus quiere dialogar con quienes piensan distinto, y ese ejercicio se vuelve imposible desde una teodicea histórica que pretende poseer, de una vez y para siempre, la clave de comprensión de los asuntos humanos. En esas condiciones, el diálogo es simplemente imposible: no hay discusión ni contraste de argumentos si uno de los interlocutores pretende hablar desde la posición del profeta.
Con todo, el argumento más poderoso, y más atingente a algunas de nuestras discusiones, guarda relación con los medios. Si el fin justifica los medios, si para lograr un mundo mejor podemos acometer cualquier acción, entonces la única regla válida es aquella dictada por la eficacia: vale todo aquello que funciona. Camus no quiere conformarse con una tesis de ese tipo, que no puede sino terminar avalándolo todo. Su aproximación es algo distinta: según él, los medios no pueden separarse de los fines. Una formulación resume bien su posición en esta cuestión: es posible, dice, que el fin justifique los medios, pero eso obliga a plantear al mismo tiempo la pregunta inversa: los medios también deben justificar el fin. La pregunta no es tanto si el fin justifica los medios, si no más bien si acaso los medios justifican el fin, si los medios están a la altura del fin. No es posible perseguir fines elevados con medios inmorales pues eso implica corromper los objetivos nobles.
Camus está dispuesto a llevar muy lejos esta idea, y pone en cuestión la historia —y la identidad— de izquierda francesa. En efecto, y aquí puede apreciarse su coraje intelectual, no teme controvertir el hito sagrado de su propio mundo —siempre se consideró de izquierda— que es sin duda la revolución de 1789. A ojos de nuestro autor, la Revolución francesa no ha de convertirse en modelo ni en ejemplo digno de ser admirado y emulado, precisamente porque los métodos empleados no estuvieron a la altura de los fines. Camus llega a decir, a propósito de la decapitación de Luis XVI, que fue “un gran escándalo el haber presentado como un momento cúlmine de nuestra historia el asesinato público de un hombre débil y bueno”.
La Revolución asesinó, e hizo gala de ello, a un hombre débil y bueno: ¿no hay allí un signo evidente de corrupción? ¿Cómo explicar entonces la fascinación de las izquierdas con el momento revolucionario que, como decía Clemençau, debe ser aceptada o rechazada íntegramente, en bloque?
Las tesis expuestas en L’homme revolté, tienen una correspondencia literaria en la obra de teatro Los justos, donde Camus pone en escena una dura división en una célula terrorista rusa de 1905 sobre la legitimidad de los medios, a partir de una pregunta crucial: ¿un revolucionario está autorizado a asesinar niños inocentes si eso sirve para obtener los fines? ¿Puede alguien que busca la justicia convertirse en homicida sin traicionar su propósito? ¿Qué límites debe tener la acción revolucionaria para ser fiel a su hambre de justicia?
Recordemos, para ilustrar el contraste, las conclusiones de Sartre al enfrentarse a las mismas preguntas. Para el autor de El ser y la nada, oráculo progresista de la postguerra, “no hay código ético para la acción si no se ha postulado antes una libertad absoluta, lo que quiere decir que la moralidad está determinada por el combate del hombre contra aquellos que limitan la libertad del hombre”. Sigue Sartre: “Es la historia la que determina la ética”; lo que, en lenguaje simple quiere decir: quienes están del lado correcto de la historia —los socialismos reales— están autorizados a todo.
Como puede verse, Camus se distancia radicalmente de todo historicismo y de toda complacencia con la Unión Soviética: nada justifica sus crímenes. En la vieja discusión respecto de la naturaleza de los dos totalitarismos, Camus no está lejos de afirmar que, en algún sentido, el totalitarismo soviético es más bajo que el nazi, precisamente porque traiciona sus ideales elevados, mientras que el hitlerismo nunca pretendió poseer ideales elevados.
Hay que situarse bien en el momento: en 1951, la crítica a Moscú era bastante tímida. Todavía no ocurría el levantamiento húngaro de 1956, y pocos tenían plena conciencia del horror que se vivía al otro lado de la cortina de hierro. Aquí reside la valentía de Albert Camus: está dispuesto a pagar el costo de la soledad por decir lo que cree correcto, por no callar lo que estima correcto. Dado que Camus era un hombre muy sensible, esto no debe haber sido nada de fácil. Sin embargo, nunca perdió la conciencia de sus deberes: si un intelectual no está dispuesto a decir lo que piensa, su trabajo carece de auténtico valor. Si todos van en una dirección que parece equivocada, al intelectual le asiste el deber de decirlo. El pensador no debe plegarse al movimiento del mundo —o, más bien, al aparente movimiento del mundo— sino mirarlo con distancia crítica. Nada de esto es abstracto, pues fue precisamente a partir de L’homme revolté que se produjo la legendaria disputa con Jean-Paul Sartre. No puedo detenerme ahora en los detalles de la discusión entre quienes habían sido cercanos, pero baste decir que fue durísima, y muy dolorosa para Camus.
La ruptura entre ambos intelectuales y, más generalmente, entre Camus y la izquierda de su tiempo, puede explicarse de muchos modos. Con todo, me interesa examinar brevemente un aspecto de su pensamiento, que es revelador de la naturaleza del desacuerdo. Decía antes que Camus se resiste a abandonar la idea de límite: el hombre es, ante todo, un ser limitado y contingente, que no tiene todas las respuestas y que, por tanto, debe ceñir su acción a ciertas reglas. Esto lo convierte en un personaje que no comulga con una de las versiones más relevantes de la modernidad, inaugurada por el gesto de Maquiavelo en El Príncipe. El florentino, en efecto, busca emancipar al hombre de toda limitación y de toda regla, pues éstas constituyen un obstáculo para la acción. En muchos sentidos, todas y cada una de las ideas que Camus combatió a lo largo de su vida son herederas de Maquiavelo: el marxismo, la tradición revolucionaria, el nihilismo inspirado en Nietzsche, el existencialismo sartriano, y la lista podría seguir.
En este plano, el caso de Camus tiene evidentes parentescos con el de George Orwell. El autor de 1984 también provenía de la izquierda, y también se enfrentó con ella al no estar dispuesto a guardar silencio respecto de los crímenes del estalinismo. Orwell aludía a la idea de decencia común para dar cuenta de su crítica: hay cosas que nadie debería estar dispuesto a hacer, por más que haya siempre intelectuales dispuestos a ofrecer justificaciones.
Hay cosas que nadie debería hacer. Otro modo de explicar esta convicción camusiana es el siguiente: la moral no puede ser simplemente externa o colectiva, ni aplicable anónimamente sobre el mundo. Las exigencias morales son, en primer lugar, exigencias personales. Si queremos un mundo más justo, entonces nuestro primer deber es ser justos. No podemos exigirle al mundo disposiciones que no estamos dispuestos a practicar: eso es caer en un facilismo demasiado ráìdo. Para Camus, “la justicia muere desde el instante en que se vuelve una comodidad, cuando deja de arder, y deja de ser un esfuerzo sobre sí mismo”. La gran victoria contra el enemigo, arguye Camus a propósito del combate contra el nazismo, “debe obtenerse sobre nosotros”. En muchos sentidos, Camus busca recuperar el lenguaje de la virtud: la acción es sobre todo algo que permanece en el agente, que tiene efectos sobre el agente, y esa dimensión no es menos importante que las consecuencias de nuestra acción en el mundo. Más que estructuras determinadas, más que reformas de tal o cual tipo, la justicia requiere de hombres justos. De allí que Camus, por ejemplo, afirme que la castidad le da un sentido al mundo: es la exigencia sobre nuestras propias acciones, sobre nuestras propias actitudes, la que dota de sentido a la vida humana. Sin embargo, la virtud es frágil, y el hombre está siempre expuesto al vicio. En este plano, y aunque coquetea en alguna de sus obras con tesis pelagianas, Camus sabe que no somos plenamente inocentes, y también sabe que nadie es completamente culpable. De este modo, hace suya aquella vieja enseñanza de Montaigne, según la cual todo hombre porta en sí la entera condición humana. Esta es una faceta de la modestia a la que aludimos antes, que nos impide situarnos sin más en el campo de los “buenos”, expulsando el mal fuera de nosotros.
Decía antes que la discrepancia de Camus con su generación guarda relación con los fundamentos mismos de cierta modernidad. Desde luego, no pretendo sostener que Camus no fue un moderno, porque en muchos sentidos sí lo fue. Empero, su modernidad es singular. De hecho, una vez se le preguntó respecto de su adhesión a la modernidad, y su respuesta no deja de ser llamativa: “no estoy seguro de ser moderno”, dijo. La réplica es interesante, porque el auténticamente moderno no suele admitir lugar a demasiadas dudas, pues prefiere seguir el imperativo de Rimbaud: es indispensable ser absolutamente modernos. Sin embargo, la novedad implícita en la promesa moderna no ejerce todo su poder de seducción sobre Camus. Hay algo que le impide entregarse por entero, y ese algo, como él mismo lo dice, es su madre.
La actitud camusiana no puede sino recordar una anotación de Roland Barthes en su diario: “de un momento a otro, me dejó de interesar ser moderno”. Barthes, el gran estructuralista y adalid de todas las modernidades posibles, escribe esas líneas luego de la muerte de su madre. Su pena era tan profunda, que su vista dejó de estar orientada exclusivamente hacia adelante. En Camus, ocurre algo análogo. El apego a su madre le impide ser absolutamente moderno, le impide obedecer a Rimbaud. La madre lo ata a un lugar, a una tradición, a un recuerdo, y ese vínculo lo conduce a valorar el mundo. Valorar el mundo implica la necesidad de proteger el mundo, y proteger el mundo exige que admitamos la existencia de límites.
Pero detengámonos un instante en la figura de su madre: era sorda, hablaba muy poco, no sabía leer ni escribir. Estaba encerrada en su silencio y, de hecho, nunca supo realmente hasta donde había llegado su hijo. No quiso instalarse en Francia, pues estaba habituada a la ciudad donde siempre había vivido. Enviudó joven y, a partir de ese momento, quedó sometida a la ley implacable de su propia madre, la abuela de Camus, que dirigió la vida de toda la familia con mano de hierro, en un contexto de dura pobreza.
Los escasos testimonios de Camus sobre su madre expresan un amor infinito, pero siempre asociado a un dolor: “amo a mi madre con desesperanza, siempre la amé con desesperanza”, “cuando mi madre no me estaba mirando, nunca pude mirarla sin lágrimas en los ojos”. Era un amor adolorido, mediado por la pobreza y el silencio; era un amor marcado también por la inevitable distancia de Camus respecto de su origen.
Camus accedió a un mundo distinto porque uno de sus profesores descubrió sus talentos, y persuadió a su madre y su abuela para que lo autorizaran a proseguir sus estudios en lugar de aportar económicamente a un hogar pobre. Cuando eso ocurre, cuando Camus empieza a atisbar un horizonte distinto, intuye que está abandonando algo, y que está contrayendo una deuda imposible de pagar, tal como relata en su novela póstula, El primer hombre: “una inmensa pena de niño le apretaba el corazón, como si supiera ya que estaba dejando el mundo inocente y cálido de los pobres”. Camus no puede romper ese vínculo —difícil y atormentado— sin dejar de ser él mismo. Es su cable a tierra, es su conexión inmediata con la realidad. De allí que su frase sobre la justicia tenga un sentido muy profundo: no puede perseguirse la sociedad fraterna si se desdeña la modesta particularidad de cada vida humana (Vassili Grossmann). Camus no tiene derecho a olvidar ese dato elemental —que Sartre y sus acólitos descuidan con tanta facilidad— porque conoce demasiado bien esa realidad, cuya pobreza extrema no la priva de valor. La miseria no lo conduce a la revuelta indignada, sino a una revuelta que incluye dosis relevantes de gratitud. Camus es, ante todo, un agradecido.
En cualquier caso, Camus es explícito en lo que concierne a la pobreza. Hablando de su madre, dice que, al verla, siente que pertenece a una estirpe noble, una estirpe que no envidia. Camus pudo ser feliz, muy feliz, en un mundo lleno de carencias materiales. En el origen de su actitud vital hay un sí, hay una apertura a recibir lo que el mundo le entrega. Por lo mismo, las alegrías de la vida no remiten sistemáticamente a la Historia, y no pueden sacrificarse en ese altar. Existe la historia, existe la gran historia, pero también existe “la simple dicha, la pasión de los seres, la belleza natural”. Incluso en la sociedad perfecta, dice Camus, los hombres necesitarán de amor, de equilibrio, de modos de vida, en definitiva, de motivos para ser felices. Nací pobre, dice Camus, bajo un cielo feliz, en una relación de afinidad con la naturaleza, y no de hostilidad. Concluye: “no empecé por la angustia, sino por la plenitud”. Esa armonía inicial no le impidió pensar profundamente el absurdo ni la falta de sentido ni los horrores del siglo XX: Camus enfrentó cada uno de esos fenómenos sin velar la mirada. No obstante, esa armonía inicial sí le permitió comprender que el mundo vale más que cualquier abstracción. Quizás su gran enseñanza puede sintetizarse en una de sus frases: el desafío fundamental consiste, según él, en “servir la dignidad del hombre a través de medios dignos en medio de una historia que no lo es”. En definitiva, la madre de Camus lo salva de las tinieblas nihilistas. Nunca deberíamos pensar el mundo ni la justicia sin considerar atentamente a la madre de Albert Camus.
Muchas gracias por su atención.