
Discurso de Incorporación de Marisol Peña Torres como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
Señor Presidente de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile, Profesor Dr. José Luis Cea Egaña y respetados miembros de la misma; distinguidas autoridades que hoy nos acompañan; apreciados Presidente y Ministros del Tribunal Constitucional; queridos familia y amigos presentes.
Aún me pregunto qué consideraciones que, sin falsa modestia, yo no aprecio, llevaron a los miembros de número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile a honrarme con la distinción de ser uno más de ellos. En los últimos años, he seguido, con gran interés, la actividad intelectual de la Academia y el aporte al pensamiento, la reflexión y los desafíos para nuestra Patria que de ella emanan. Incluso, he utilizado muchos artículos, incluidos en la Revista Societas, como base de mis explicaciones docentes como de mis investigaciones. Pero jamás me imaginé formando parte de este selecto grupo de intelectuales que, sin duda, constituye un referente para nuestras autoridades como para los integrantes de la sociedad civil en general.
Por ello, mis primeras palabras son de una profunda gratitud hacia los miembros de la Academia que han visto en mi trayectoria profesional y docente el mérito suficiente para posibilitar mi incorporación a ella. Al Presidente de la Academia, Dr. José Luis Cea Egaña, un especial agradecimiento por el afecto con que me comunicó dicha incorporación, seguramente, como reflejo de una trayectoria común en la Universidad, en la que hemos compartido preocupaciones y alegrías, pero también la satisfacción de hermosos proyectos como la puesta en marcha del primer programa de postgrado en Derecho Constitucional de Chile. Y, por supuesto, un agradecimiento especial a mis padres, de quienes todo lo aprendí en la vida, especialmente, a mi madre que hoy me acompaña también de otro modo. Y, ciertamente, a mis hijos, por quienes todo desvelo, como toda satisfacción, cobra sentido.
No puedo dejar de destacar, en este momento, la figura de doña Adriana Olguín de Baltra, cuyo sillón –el número 17- pasaré a ocupar, desde este momento, en la Academia.
Resulta una extraña coincidencia –por qué no decirlo- que, en tiempos en que arrecian demandas provenientes de diversos sectores de la sociedad civil destinadas a frenar situaciones de abuso y de violencia contra la mujer, nos reunamos hoy para incorporar a una de ellas a esta prestigiosa Academia y, nada menos, que en reemplazo de otra mujer que fue pionera en la defensa de nuestros derechos.
Luz Adriana Margarita Olguín de Baltra Büche fue, como sabemos, la primera mujer latinoamericana en ocupar el cargo de Ministra de Estado en las postrimerías del gobierno de don Gabriel González Videla. Previamente había estado a cargo de la Oficina de la Mujer y, junto a otras dirigentas como Amanda Labarca, había jugado un decisivo rol al impulsar el derecho de sufragio de la mujer en las elecciones generales desde la Federación Chilena de Instituciones Femeninas (FECHIF). Lo anterior se une a otras importantes responsabilidades que cumplió en el Colegio de Abogados, sin perjuicio de la asesoría que prestó al Consejo de Defensa del Estado en la década de los sesenta.
Pero fuera de estos roles públicos y conocidos, quisiera detenerme en algunos aspectos que, tal vez, han sido menos difundidos de la personalidad de doña Adriana. Desde luego, el título de su tesis de Licenciatura, “Las lagunas de la ley y el arbitrio Judicial” que, junto a su examen de grado, le permitieron titularse con distinción máxima en la Universidad de Chile. El solo título de su investigación revela que se trataba de una mujer visionaria, pues hoy, la labor del juez ha cobrado inusitada importancia ante la creciente judicialización de los conflictos y, obviamente, una de las interrogantes que despierta esa tendencia es cómo frenar la posible arbitrariedad de los juzgadores. Por otra parte, la técnica legislativa, muchas veces, no es capaz de lograr una norma depurada y comprensible, produciendo lagunas que, ciertamente, el legislador no ha buscado, pero que deben abordarse en función de una tutela judicial efectiva de las personas así como de sus naturales anhelos de justicia.
Por otra parte, y tal como se desprende de las Memorias del Presidente González Videla, doña Adriana tuvo un rol significativo en algunos acontecimientos políticos de su período como en el “Complot de las Patitas de Chancho”, en el año 1948, cuando, incluso antes de ser Ministra, acompañó a la hija del Presidente a San Bernardo a comprobar, en terreno, la existencia de un principio de motín gestado por suboficiales de la Aviación.
Fue, en suma, una mujer que marcó rumbos por su inteligencia, capacidad de trabajo, compromiso y valentía. Baste recordar aquí algunas palabras de la declaración que pronunciara con ocasión de la denegatoria del indulto a un condenado a la pena de muerte mientras se desempeñaba como Ministra de Justicia. Dijo doña Adriana, en esa oportunidad, que: “La muerte, aunque impuesta por la Justicia, merece profundo respeto. Merece respeto también el justo dolor de la familia del reo” agregando que: “Una sensiblería mal entendida, que mueve a algunos espíritus a la conmiseración hacia los delincuentes, con olvido total de las víctimas de los delitos, sólo sirve para estimular a los malhechores y alarmar justamente a la opinión pública.”
No tuve la suerte de conocer a esta mujer de larga y fructífera vida, pero estoy consciente de la responsabilidad que conllevará reemplazarla. Por lo mismo, mi tributo hacia ella es el solemne compromiso que adquiero, a partir de este momento, de seguir sus pasos en el aporte decidido hacia el bien de Chile y, especialmente, hacia la apertura de posibilidades a tantas mujeres chilenas que hoy se preparan con esfuerzo a servir a nuestra Patria desde los más variados ámbitos.
Quisiera explicar, a continuación, por qué he elegido el tema de la identidad constitucional como motivo de mis reflexiones de esta tarde.
La palabra “identidad” ha cobrado progresiva importancia en el último tiempo. Se habla, por ejemplo, del “derecho a la identidad”, facultad inherente a toda persona, emanada directamente de su dignidad, que le permite conocer el lugar que ocupa dentro de la sociedad, o que responde a la pregunta “¿de dónde vengo?”, más allá de cualquier reduccionismo que lo identifique con la mera inscripción del apellido de los progenitores en un registro.
Asumo aquí un concepto de identidad, que se aleja de la perspectiva meramente individualista –de la sola mismidad- para abordarla, más bien, desde una mirada de alteridad donde la identidad del sujeto resulta de su interacción con procesos sociocomunicativos. Por eso se sostiene que la identidad es histórica, en cuanto el sujeto se inserta dentro de un proceso que se ha venido construyendo a través del tiempo. Pero, a la vez, es situacional, porque no pasamos a formar parte de un proceso neutro sino que de uno perteneciente a una determinada cultura. De allí que se haya señalado que “cultura e identidad pueden ser entendidas como caras de una misma moneda, aun al punto de ser confundidas”.
La identidad pasa, pues, a identificarse con el ethos, con aquello que resulta definitorio del ser y que permite distinguirlo de otro. Y, ciertamente, la identidad es un concepto dinámico o en movimiento, porque esa definición de lo esencial del sujeto se construye en base a sus experiencias, a sus aciertos y fracasos así como a las interacciones con los otros. Ese conjunto de elementos se amalgaman en una unidad de significado constituyendo la columna vertebral de lo que denominamos la identidad.
Y es esta noción de identidad la que me interesa explorar en relación con el desarrollo de lo que, desde el último tercio del siglo XX, se ha conocido como la “identidad constitucional”. Se trata de un concepto impulsado e instalado por los Tribunales Constitucionales europeos a raíz de las dinámicas propias del proceso de integración en ese continente, y que ha llamado profundamente mi atención.
Por ello es que mis reflexiones de esta tarde se originan en una mirada atenta de dicho proceso, del cual tuve la oportunidad de compenetrarme a raíz de una beca que me fuera conferida, hace años, por el Colegio de Abogados, para estudiar el Derecho Comunitario aplicado a Iberoamérica. Una de las principales lecciones que extraje de ese curso fue que dicho proceso, que se caracteriza por la primacía del Derecho Comunitario frente a los ordenamientos jurídicos nacionales, pudo desarrollarse, desde mediados del siglo XX, debido al trauma causado por los efectos devastadores de las dos Guerras Mundiales que golpearon tan fuertemente a ese continente, sin perjuicio de sus efectos en el resto del mundo. Así, el anhelo de preservar la paz, obtenida a base de un costo tan alto, fue el que permitió –y sigue permitiendo- que Europa siga transitando por un camino común, pese a las crisis y a las particularidades que reinan en su interior.
Sin embargo, el entusiasmo inicial por la integración que discurría por buena senda en lo económico empezó a experimentar ciertos frenos cuando se trató de avanzar en la integración política y, también, en la integración jurídica. Prueba de ello lo constituye el fracaso en la aprobación de la denominada “Constitución europea” y, también, la reciente salida del Reino Unido de la Unión Europea cuya implementación aún está por verse.
En este escenario, el entusiasmo inicial de las Cortes Constitucionales europeas por el modelo integrado empezó a toparse con ciertas dificultades provenientes de lo que podríamos llamar “los sacrificios” que dicho modelo importaba desde el punto de vista constitucional.
Es aquí donde surge el concepto de la “identidad constitucional” como un “contralímite” al derecho comunitario. Se trata de un límite que deriva, por un lado, del artículo 4, párrafo 2 del Tratado de la Unión Europea, por el cual ésta se obliga, precisamente, a respetar la identidad nacional de los Estados miembros. Pero, por otro lado, adopta una versión constitucional en la medida que los jueces constitucionales europeos han venido delimitando las competencias jurisdiccionales entre el Tribunal de Justicia de Luxemburgo y los tribunales nacionales, impulsando a que estos asuman ciertas decisiones resistiendo a la primacía, hasta entonces, incondicionada del derecho comunitario.
El contralímite constituido por la noción de “identidad constitucional” va adoptando forma cuando, desde fines de los años sesenta del siglo pasado, la Corte Constitucional de Italia y, más tarde, el Tribunal Constitucional Federal de Alemania, postulan que la primacía del ordenamiento comunitario no resulta incondicionada sino que está subordinada a los principios fundamentales del ordenamiento y a los derechos inalienables del ser humano. Esta construcción jurisprudencial es fruto, sin duda, de la preocupación por salvaguardar la esencia normativa de la Constitución del Estado frente a un proceso que se sigue construyendo a través del tiempo. Por lo mismo, puede sostenerse que se trata de una forma de ir adaptándose al necesario cambio que ha experimentado Europa como consecuencia del desarrollo del proceso de integración.
Ahora bien, más allá del debate doctrinal que pudiera acarrear el concepto de “identidad constitucional”, como expresión del resurgimiento de posturas dualistas en materia internacional o de la incuestionable subsistencia del ámbito soberano de cada Estado, me parece que lo rescatable de la idea del “contralímite” dice relación con la posibilidad que se reservan las jurisdicciones constitucionales europeas de modelar el cambio en función de la protección de ciertos elementos de las respectivas culturas y que se encuentran encarnados en las Cartas Fundamentales. La idea de las “cláusulas de eternidad” a que se refiere Peter Häberle apunta precisamente a ello.
Como ha sostenido el Bundesverfassungsgericht, aunque la transferencia de soberanía haya sido prevista por una norma constitucional, ésta tendría que ser interpretada conforme a las demás disposiciones constitucionales y, al menos, mientras el ordenamiento europeo no garantice un nivel equivalente de protección de los derechos fundamentales y un adecuado estándar democrático de sus decisiones, dicha transferencia no podrá, en ningún caso, desnaturalizar la “identidad de la Constitución” de la República Federal alemana, que representa un límite insuperable para cualquier cambio en el sistema constitucional. Ese límite abarca, por cierto, los derechos fundamentales garantizados por el ordenamiento constitucional, pero también el respeto a las estructuras fundamentales de la Carta.
Esta doctrina jurisprudencial se ha expandido, en estos últimos años, por Europa siendo asumida, también, por otros Tribunales Constitucionales como los de Polonia y Bélgica a propósito de la orden de detención europea.
A partir del análisis de este proceso es que he llegado a preguntarme si ¿es posible considerar la noción de identidad constitucional como un límite al cambio de la Carta Fundamental en nuestro Chile? Y me formulo esta pregunta en momentos en que la necesidad de un cambio constitucional parece haberse instalado en nuestra sociedad más allá de la presentación de proyectos de reforma más o menos omnicomprensivos.
Y es que la reforma constitucional representa la modificación de ese compromiso que, al decir de Karl Loewenstein, asume la sociedad en un momento histórico determinado para enfrentar su destino. En consecuencia, toda Constitución nace con una perspectiva de perdurabilidad la que no debe confundirse con la idea de un instrumento pétreo.
La tensión se produce porque la Constitución requiere irse adaptando a la evolución que la misma sociedad va experimentando. Y ello es necesario porque, de lo contrario, la Carta pierde legitimidad favoreciendo la atrofia de la conciencia constitucional y transformándose, por último, en una “mera hoja de papel” como postuló Lasalle en su famosa conferencia pronunciada en el año 1862.
El punto radica, entonces, en cuándo y cómo proceder a una reforma constitucional, especialmente, al cambio de la Carta como un todo.
Respecto del “cuándo”, la respuesta la tiene la propia sociedad democrática a través de un debate serio y con altura de miras que privilegie la idea de la Constitución como compromiso fundamental destinado a proyectarse en el tiempo por sobre la mera reacción a la coyuntura. La historia de Chile muestra, no obstante, una señal diferente, pues si consideramos tan solo los casos de las Constituciones de 1833 y de 1925, podemos ver que la primera surge al término de la Batalla de Lircay y con el propósito de impulsar un gobierno situado por encima de teorías y banderías, capaz de asegurar la paz interior. La Carta de 1925, entretanto, fue el resultado de la crisis de la forma parlamentaria de gobierno y del predominio de los partidos como articuladores del juego político estableciendo un nuevo contrapunto entre el Presidente y aquellos.
Hoy me interesa detenerme en un aspecto del “cómo” enfrentar el cambio constitucional en forma compatible con el respeto a la identidad constitucional chilena.
Pero, previo a ello, quisiera intentar distinguir la expresión “identidad constitucional” de lo que más bien correspondería a la “tradición constitucional” que ha sido objeto de creciente atención en los últimos años en nuestro país. Por un lado, por constitucionalistas como Pablo Ruiz-Tagle, Patricio Zapata y José Francisco García, pero también, por historiadores como Gabriel Salazar.
La lectura de esos autores refleja que la tradición constitucional se forma con el aporte de distintas corrientes intelectuales que se van confrontando y, a la vez, complementando acerca del rol que juega el derecho en la sociedad y, particularmente, el Derecho de la Constitución. En ello influyen: a) el contexto político e intelectual en los distintos momentos históricos, el que va determinando los distintos roles que debe jugar la Constitución; b) las ideas políticas predominantes en esos mismos momentos (conservadurismo, liberalismo, socialcristianismo); y c) los procedimientos a través de los cuales la tradición se transmite de generación en generación.
En consecuencia, el concepto de identidad constitucional que ha motivado mi análisis no se identifica con la transmisión de una o más concepciones sobre el rol que debe jugar la Constitución en base a determinadas ideas que resultan predominantes en momentos históricamente identificables.
Diría, más bien, que la identidad constitucional supera el marco meramente normativo para identificarse con una forma de ser que se irradia en la Constitución en cuanto compromiso fundamental de la sociedad que asume su pasado, confronta su presente y proyecta su destino. Por ello, la identidad constitucional, aunque se refleje en cláusulas expresas de la Carta Fundamental, las trasciende en cuanto identifica lo perenne, lo indeleble, aquello que nos distingue por ser expresión de la misma cultura.
No escapa a mi consideración que, en esta misma Academia, se han desarrollado interesantes debates sobre la identidad chilena. Son varios los destacados intelectuales como Joaquín García-Huidobro y Jorge Larraín, que se han preguntado en un lenguaje parecido al de Waldron, ¿qué nos une por encima de aquellos asuntos que suscitan los naturales desacuerdos? Ésta parece ser una pregunta clave que ha ocupado especialmente la atención de los sociólogos, los filósofos y, también, de los historiadores. ¿Cómo olvidar que el propio Alain Touraine se preguntaba “Vivir juntos: ¿iguales o diferentes?” aludiendo a las dinámicas propias del proceso de globalización que, por un lado, acercan a las poblaciones del planeta pero, por otro, acentúan la conciencia de aquello que las distingue.
Ciertamente, no ambiciono explorar aquí la naturaleza del carácter chileno que, tan acertadamente, describiera Hernán Godoy, ni la existencia de los diversos discursos identitarios que puedan haber surgido al interior de nuestra nación como lo planteaba Jorge Larraín. Tampoco pretendo inmiscuirme en el debate acerca de qué fue primero, la Nación o el Estado, porque es claro que ambos ya se han consolidado.
Así, concentrada sólo en la “identidad constitucional chilena” seguiré el modelo europeo para referirme a los principios generales que informan nuestro ordenamiento básico y que se han enraizado en nuestro ethos colectivo.
Y, en esa línea, observo que las distintas miradas convergen en destacar que el régimen republicano fue el que, a costa de avances y retrocesos, se ha ido consolidando como el que mejor se aviene con nuestra forma de ser. ¡Cómo no recordar aquí la frase de don Luis Galdámez quien, refiriéndose precisamente a la forma republicana de gobierno en Chile, sostenía que se presentaba como “la más adecuada para la felicidad común!”
El chileno es respetuoso de la autoridad, pero de la autoridad controlada, de aquélla que participa de la alternancia en el poder y que está sujeta a un régimen de responsabilidad claro y transparente. Pensemos que el solo prestigio de O´Higgins, en los albores de la Independencia, no fue suficiente para sostener un régimen que se estructuraba sobre la base del poder omnímodo del Director Supremo. Como él mismo sostuviera, el 5 de abril de 1818, las facultades que habían acompañado su designación tenían “como única traba los dictados de su conciencia”. De esta forma, las críticas que despertara la Constitución de 1818 tuvieron que ser asumidas en la Carta de 1822, la que intentó contrapesar el poder del Director Supremo a través de la instauración de un Congreso bicameral, cuya mitad se originaba en la elección popular y ya no en la sola voluntad del gobernante, sin perjuicio de crear una Corte de Representantes entre cuyas funciones se encontraba la de cuidar el cumplimiento de la Constitución.
La transformación de la Contraloría General de la República desde un tribunal de cuentas al potente órgano fiscalizador que es hoy representa, asimismo, un reflejo de esta tendencia a reforzar el sentido republicano de nuestra organización, donde la Administración reconoce la existencia de límites que circunscriben su actuar.
Por lo tanto, tenía razón Jorge Huneuss cuando destacaba, en pleno siglo XIX, que el régimen republicano estaba profundamente enraizado en el ethos nacional y ello había encontrado sus raíces en la misma Independencia.
Un segundo principio estructurador de la identidad constitucional chilena está representado por el régimen democrático. Todo indica, en este sentido, que las interrupciones democráticas experimentadas a lo largo de nuestra historia sólo han llevado a valorarla aún más, pues la afectación de derechos fundamentales como la libertad de expresión, el derecho de reunión y la libertad de asociación así como del derecho de participación aletargan a la sociedad civil, neutralizan a la sociedad política y restan legitimidad al proceso de toma de decisiones del Estado en períodos no democráticos.
Y si hoy asumimos que los derechos fundamentales son más que un límite al ejercicio del poder para erigirse como los parámetros de legitimidad que nuestra sociedad le exige a los detentadores del poder tendremos que llegar, inevitablemente, a la conclusión de que ello sólo es posible en la democracia que tanto nos ha costado construir.
No creo, sin embargo, que, a estas alturas, pueda sostenerse que el régimen representativo es el que mejor se aviene con la identidad constitucional chilena. Ello podría ser así en un simple repaso histórico de nuestras Cartas Fundamentales, pero, en realidad, no puede soslayarse el hecho que, por lo demás, afecta a casi todas las democracias del mundo, en orden a que se ha resentido la confianza que, según Hegel, debe existir entre el representante y sus electores. Como resultado de ello, y de la progresiva importancia que han ido adquiriendo los movimientos de la sociedad civil, junto a las mayores exigencias de accountability, resulta un hecho claro que las expresiones de democracia semi-directa han venido a constituir un apropiado complemento para lo que algunos denominan la “crisis de la democracia representativa” y que en, ningún caso, pueden conducir a su desaparición.
Un tercer principio fundamental de nuestro ordenamiento parece identificarse con la dinámica del régimen presidencial de gobierno que cada cierto tiempo se ha visto cuestionado, pero que sigue emergiendo como la alternativa que más se aviene con nuestra forma de ser colectiva. Y es que el chileno ha demostrado que por, sobre todo, aprecia una autoridad revestida de los poderes necesarios para ordenar a la sociedad y, especialmente, al juego político.
Es cierto que el régimen presidencial puede tener un resabio monárquico, pero si así fuera no hay que olvidar que el monarca se erige como el símbolo de la unidad del reino. Y, desde esa perspectiva no es en sí mismo criticable sino en cuanto sea irresponsable políticamente, porque hoy está claro que toda autoridad debe responder ante el pueblo.
Así, en los comienzos de nuestra independencia, al gestarse las Constituciones de 1833 y 1925, y también la de 1980, la opción constitucional se inclinó por el régimen presidencial. Y eso que siempre nos ha rondado el ejemplo del parlamentarismo europeo prescindiendo de su adaptabilidad a las condiciones particulares de Chile.
Pareciera, así, que si de identidad se trata es el gobierno presidencial el que reiteradamente ha estado en el centro de nuestro modelo constitucional. Y si se temiera la excesiva concentración de poder en el Presidente de la República, la alternativa no pasa, a mi modo de ver, por inclinarse hacia el parlamentarismo sino que por fortalecer el principio de separación de funciones con adecuados checks and balances donde sea precisamente el Congreso el contrapeso fundamental.
Otro principio básico de nuestro ordenamiento y que integra, por lo mismo, la identidad constitucional chilena está constituido por la forma unitaria de Estado que mereció el calificativo de “indivisible” en la Gran Convención Preparatoria de la Constitución de 1833. La existencia de un poder central que se proyecta a través de las distintas unidades territoriales ha sido una constante de nuestro devenir histórico con la salvedad del llamado “ensayo federal” del año 1826 y personalmente lo atribuyo al sentimiento de unidad que ha primado sobre el de la diversidad.
No quisiera ser objeto de malinterpretaciones en este punto. Defiendo e impulso la descentralización territorial, funcional y también política, o la misma existencia de “territorios especiales”, pero sin que nos planteemos la existencia de unidades administrativas separadas, algunas de las cuales serían de difícil supervivencia atendidas las significativas diferencias existentes entre ellas.
Por lo tanto, creo que Chile ha internalizado la forma unitaria de Estado dentro de su ethos colectivo, porque quiere seguir proyectándose como una unidad indivisible. Sin embargo, nuestra sociedad civil, más consciente y participativa, exige situarse como “partner” de las autoridades locales y regionales, para asegurar que las decisiones que se adopten, aunque congruentes con las políticas nacionales, vayan efectivamente dirigidas a responder a las necesidades propias de cada comuna o región. Ello abre enormes desafíos entre los cuales me parece digno de destacar que las normativas destinadas a impulsar los procesos de descentralización contemplen siempre los recursos necesarios para su implementación, pues de lo contrario, seguirá ocurriendo que un aumento de jueces de policía local en una comuna se mantendrá como una aspiración programática, porque no existen los recursos para habilitar su sede de funcionamiento o para dotarlo del personal necesario.
Finalmente, la identidad constitucional chilena parece configurarse en torno al respeto al principio de legalidad. Bernardino Bravo Lira ha sostenido, con razón, que Chile se estructuró como Nación independiente rescatando una trilogía que venía del Derecho Hispánico: Dios-Patria-legalidad.
Y es que en anhelo por sujetar los actos del poder al imperio del derecho puede observarse como una constante a través de nuestra historia. Dos ejemplos me parecen ilustrativos en este sentido: cuando el Presidente de la República debía enfrentar, en pleno siglo XIX, una situación de emergencia no prevista por la Constitución se dictaban leyes que le conferían facultades excepcionales. En pleno siglo XX, por su parte, la necesidad de que el Ejecutivo abordara crecientemente la regulación de materias propias de ley llevó a constitucionalizar la figura de los decretos con fuerza de ley a partir del año 1970.
Chile se ha desarrollado, pues, en la cultura de la sujeción y del respeto por la ley pese a todos los interregnos en que vimos quebrantarse este principio.
En ese sentido, el principio de legalidad y su expresión más amplia que es el principio de juridicidad se han incorporado al ser nacional como el necesario marco de toda actuación pública.
Un cambio constitucional, por ende, debiera respetar la forma republicana y democrática de gobierno, el régimen presidencial y la forma unitaria de Estado en el marco propio de un Estado de Derecho donde el corazón se encuentra en el respeto al principio de legalidad. Todos estos principios fundantes se encuentran enraizados a tal punto en nuestra cultura que forman parte indiscutible de la identidad constitucional chilena. Por lo mismo es, a partir de ellas y no en contra, desde donde se debe trabajar cualquier eventual cambio constitucional que pretenda no lesionar la conciencia constitucional y nuestro propio ethos.
No es del caso alargar esta exposición, pero quisiera agregar que así como la identidad constitucional chilena se ha construido en torno a ciertos principios fundantes, también ella se encuentra conformada por determinados derechos fundamentales que han jugado un rol decisivo a la hora de conformar nuestro sistema constitucional. Entre ellos destaco, especialmente, el derecho de propiedad, la libertad de enseñanza, la libertad de trabajo y la libertad religiosa.
Cada uno de ellos ha sido fuentes de importantes desacuerdos y tensiones a lo largo de la historia chilena que, en algunos casos, se proyectan hasta nuestros días, pero en cada uno de esos procesos aprecio la profunda valoración del chileno por su libertad, por el reconocimiento al esfuerzo personal y la valoración que merece su espiritualidad.
Ello explica que cada uno de estos derechos haya ido experimentando un progresivo fortalecimiento en el devenir constitucional chileno a partir de bases que están profundamente enraizadas en el ser nacional y que no imagino pudieran ser debilitadas de cara a un cambio constitucional.
Somos lo que somos, hasta cierto punto, unos constantes imitadores de modelos foráneos, pero tal vez ha llegado la hora de que enfrentemos nuestro futuro conscientes de qué es lo perenne o lo indeleble, aquello que le debemos a nuestros antepasados y que también merecen nuestros descendientes.
Para ello no necesitamos cláusulas pétreas en nuestra Constitución sino que asumir lo que somos, con nuestras propias circunstancias –como diría Ortega y Gasset-, porque ellas son las que han delineado nuestra identidad, la misma identidad que clama por no ser atropellada en un futuro cambio constitucional.