Discurso de incorporación a la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales pronunciado por José Zalaquett Daher el día 19 de julio de 2011.
Sr. Presidente de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile, profesor José Luis Cea Egaña; colegas Miembros de Número de la Academia; señoras y señores.
Me honra dirigirme a ustedes con ocasión de mi incorporación a esta Academia. Sean mis primeras palabras una expresión de sincero agradecimiento a mis colegas Miembros de Número por la confianza que han depositado en mí al sumarme al seno de esta respetada institución, en la que pasaré a ocupar el sillón del distinguido hombre público don Mario Ciudad Vásquez, cuya memoria evoco en esta ocasión con respeto. Mis agradecimientos también a mi amiga y Académica de Número, profesora Lucía Santa Cruz, por su generosa disposición a presentarme en esta ceremonia.
Este discurso de incorporación lleva por título “La Etica de la Responsabilidad: Variaciones sobre un tema de Max Weber”. Mediante este epígrafe he procurado significar tres cosas: La primera es la perenne importancia que tienen las cuestiones de ética política, las que en los tiempos que corren cobran ribetes de urgente actualidad. La segunda es el reconocimiento de la deuda intelectual que los actores políticos contemporáneos mantienen con la figura señera de Max Weber, principalmente en razón del iluminador discurso que éste pronunciara en la Universidad de Münich, en 1919, títulado “La Política como Vocación”. La tercera es destacar que, a la manera de la forma musical “tema con variaciones”, las grandes ideas, como lo es la distinción entre dos criterios opuestos de ética política que formulara Weber, suelen generar, a partir de los comentarios que suscitan y las prácticas que inspiran, fecundas derivaciones que las enriquecen y complementan, siempre a partir de su núcleo originario.
En lo que sigue, procuraré desarrollar cada uno de estos tres aspectos.
La Ética Política
Para referirme a la ética política comenzaré por reiterar algunas precisiones que tuve ocasión de formular en una exposición ante esta misma Academia, no hace mucho. La primera de ellas es que moral y ética no son conceptos sinónimos, aunque el uso les ha hado una connotación de equivalencia que acataremos. Valga dejar constancia, no obstante, que la moral, en particular la llamada moral normativa, se ocupa de formular normas generales de conducta, interpretarlas y aplicarlas. La ética o filosofía moral, en cambio, supone una mirada teórica o doctrinaria sobre tales actividades normativas. Si quisiéramos extender por analogía esta distinción al plano del derecho, deberíamos pensar, por una parte, en la figura del legislador o del juez y, por otra, en la del jurista.
Declaremos, para continuar, en qué sentido hablamos de “ética política”. A mi entender, esta expresión se refiere a un conjunto de principios, normas y criterios sobre la justicia, corrección y/o bondad de las instituciones políticas, de las políticas públicas y de la conducta de los agentes públicos. Se podría decir que estos tres aspectos se condensan en el último de ellos, esto es, la conducta de los agentes públicos, porque en definitiva es a las personas que cumplen tales funciones a quienes toca administrar las instituciones, así como concebir, acordar, organizar y ejecutar las políticas públicas.
El florecimiento moderno de la ética política, es decir la filosofía moral aplicada a los asuntos públicos, tuvo lugar en Occidente, bien se sabe, a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Desde entonces y hasta bien avanzado el siglo XIX, la mayoría de los pensadores de lo que podríamos llamar la filosofía “dura”, se ocuparon de cuestiones éticas relativas a la justificación de la vida política organizada, la legitimización del poder político y las relaciones entre éste y las personas, entre otras materias de esa índole. Hacia fines del siglo XIX, sin embargo, las grandes mentes filosóficas se vieron atraídas otra vez por tópicos de orden metafísico, alentadas en parte por las nuevas avenidas hacia el conocimiento que prometían ciencias relativamente nuevas, como la psicología y la antropología, además de los avances experimentados en el seno de antiguos saberes, como las matemáticas y las ciencias del lenguaje. Dado que se generó así un relativo vacío de deliberación filosófica sobre el campo de la política y las instituciones públicas, quienes pasaron entonces a ocuparse de reflexiones teóricas de relevancia ética sobre estas materias, fueron politólogos de la talla de Max Weber o sociólogos como Emile Durkheim. Sin embargo, en los últimos cuarenta años y a partir de la publicación de Teoría de la Justicia, de John Rawls, en 1971, muchos de los más señeros filósofos han vuelto a concentrarse en temas de ética política.
Se hace necesario, por último, concluir estas consideraciones preliminares con una última precisión, que distingue tres dimensiones de la moral: normativa, autónoma y positiva. Entendemos por “moral normativa” el conjunto de principios, normas y criterios de conducta que deriva de alguna doctrina, de una determinada escuela filosófica o de la pluma de algún pensador señero. Así, podemos hablar, por ejemplo, de la moral cristiana, islámica, aristotélica o kantiana.
El término “moral autónoma” alude al conjunto de normas que nos damos a nosotros mismos con el objeto de guiar nuestra conducta. Estas difícilmente serán por entero originales; lo común es que la moral personal se identifique con alguna corriente de moral normativa o bien se forme a partir de distintas fuentes normativas, amén de algunos criterios o principios personales.
Por último, la “moral positiva o vigente” sería el conjunto de normas morales que prevalece en un lugar y tiempo determinados. Quien estudia la moral positiva no es el experto en materias normativas, sino el sociólogo, el historiador o el antropólogo.
Avanzando algo más en el análisis de este punto, permítanme agregar que desde la perspectiva de la moral normativa, esto es, la que brota de alguna escuela doctrinaria o del pensamiento de algún distinguido pensador, se suelen distinguir dos grandes corrientes. Una se inclina a juzgar una determinada conducta como justa o correcta si conduce a un fin bueno. Esta vertiente se denomina genéricamente teleológica y dentro de ella se pueden situar, específicamente, las tendencias o líneas llamadas consecuencialistas o utilitaristas. La otra, que se conoce como vertiente deontológica, afirma que la cualidad moral de un acto no se determina a partir de si éste contribuye o no a un fin bueno, sino en la medida en que constituye el cumplimiento de un deber (correlacionado, por cierto, con derechos de otros). El gran filósofo deontológico sería Kant y su sucesor moderno más celebrado, John Rawls. En cambio, la moral aristotélica y la tomista estarían, de acuerdo con esta distinción, entre las de carácter teleológico.
Lo dicho no significa que una u otra corriente sea más o menos estimable. Simplemente, es ilustrativo explicitar, en un comienzo, estas distinciones conceptuales. Al formularlas, hemos empleado algunos términos, como, por una parte, lo justo o correcto, que se refiere al juicio moral sobre un determinado acto u omisión y, por otra, un fin bueno, que se refiere a las consecuencias últimas de los actos u omisiones. Ahora bien, hay quienes están convencidos acerca de qué debe ser considerado como últimamente bueno y también opinan que lo correcto es aquello que contribuye a tal fin bueno. Entre ellos, algunos, pese a abrigar una certeza personal respecto de lo bueno y lo correcto, piensan que estas materias no son susceptibles de discusión racional. Otros no sólo están persuadidos acerca de lo que es últimamente bueno y también de lo que es correcto (que es lo que conduciría a un fin bueno) sino que creen o bien que es posible racionalmente persuadir a los demás sobre este punto, o bien que se trata de una verdad revelada que no admite discusión. Entre estas últimas personas encontramos a muchos de quienes abrazan una fe religiosa y están convencidos de que lo últimamente bueno consiste en la realización del plan divino y que, por tanto, es menester ajustarse a lo que consideran como la ley natural que dimanaría de dicho designio.
Por otra parte, hay quienes afirman que no es posible dirimir de modo racional lo que es últimamente bueno, aunque ellos personalmente puedan tener firmes creencias sobre ese punto. Estas personas, por lo general, postulan que hay innumerables concepciones de lo bueno y que debe reconocerse que existen, por tanto, múltiples posibles planes de vida. Tales personas son escépticas respecto de la posibilidad de que lo que es últimamente bueno sea una materia susceptible de resolución racional, pero no son necesariamente escépticas acerca de que lo justo o correcto pueda ser determinado racionalmente. De hecho, entre quienes piensan que efectivamente es posible establecer racionalmente qué es justo, se encuentran tanto Kant como Rawls.
Confieso adscribir a este último campo. Admito que abrigo convicciones personales firmes sobre la bondad de determinados objetivos últimos, pero pienso que no puede darse una discusión racional acerca de qué es un fin bueno. Siempre habrá una tensión en los debates sobre metas finales entre, por una parte, las personas de fe (sea ésta de base religiosa o ideológica) y, por otra parte, quienes carecen de tales formas de fe. Sí creo, firmemente, que es posible hacer un esfuerzo para, racionalmente, determinar los principios de lo que es justo o correcto. Tarea difícil, ciertamente, pero, en mi opinión, susceptible de ser abordada con éxito.
Habiéndome ocupado del primero de los tres puntos que me he propuesto abordar, paso a referirme al segundo, esto es, a la noción de la ética de la responsabilidad expuesta por Max Weber en su conferencia de enero de 1919, titulada “La Política como Vocación”. Ésta fue dictada en circunstancias históricas muy especiales. El 8 de noviembre de 1918, tres días antes del cese de fuego que marcó el cese de la Primera Guerra Mundial y la derrota de Alemania, se proclamó en ese país una República que reemplazaría al régimen imperial. El Kaiser Guillermo II abdicó poco después. Tuvo lugar a partir de entonces un período de intensa efervescencia política, que duró hasta el 11 de agosto de 1919, cuando se estableció la República de Weimar. En esta etapa de diez meses de gran agitación, se formaron consejos de obreros y soldados y se llegó a pensar que la revolución que anticipó Karl Marx echaría raíces, apropiadamente, en una nación industrial avanzada, como Alemania, antes que en Rusia.
Max Weber participó en el consejo de obreros y soldados de Heilderberg, desde su propia perspectiva política que buscaba aunar las ideologías políticas social-demócrata y liberal.
A poco de comenzar esta Revolución Alemana, Weber dictó en la Universidad de Münich la conferencia que comentamos, invitado por la Federación de Estudiantes Libres de dicha universidad. Frente a tal auditorio juvenil, en circunstancias inconmensurablemente más fogosas que las de la célebre revuelta estudiantil de mayo de 1968, en Francia, Weber, hombre sabio e íntegro, quien en esos días estaba pronto a cumplir 55 años de edad y se hallaba viviendo en lo que sería el penúltimo año de su vida, habló de política y de responsabilidad. Confieso que todavía releo “La Política como Vocación” con un sentimiento de emocionado respeto por su figura como pensador valiente y ciudadano ejemplar.
El contenido de la conferencia que dictó Max Weber en esa ocasión es fundamentalmente conceptual, como era de esperar de su autor, aunque repleto de referencias relativas a la política de su tiempo, las que hoy no son fáciles de seguir, salvo para los estudiosos de la historia alemana de esa época. No obstante, en la última parte de su lectura, Weber introduce su famosa distinción entre la ética de la responsabilidad o Verantvortungsethik y la ética de los fines últimos o Gesinnungsethik (esta última también ha sido traducida como la ética de la convicción o de la convicción política). Esta parte de la conferencia de nuestro autor ha mantenido una duradera inteligibilidad.
Resumiré lo fundamental de la concepción de Max Weber, según la entiendo, en los siguientes ocho puntos:
Primero: No es apropiado sostener que la ética y la política no tienen nada que ver entre sí. Si bien hay quienes viven de la política, a Weber interesa quienes viven para la política y, por tanto, están guiados por un norte ético, en lugar de flotar en la deriva moral del mero oportunismo.
Tampoco, nos dice Max Weber, es adecuado sostener que un mismo código de principios morales deba regir tanto para la política como para, por ejemplo, las relaciones amorosas, familiares o comerciales. Agreguemos que bien puede ser que un principio “madre”, por ejemplo, la célebre máxima de conducta kantiana, pueda ser válido para todas las “esferas vitales”, como las llama Weber (hoy no diríamos “esferas vitales” sino “ámbitos”, “campos” o “contextos”). Sin embargo, si se consideran las normas de conducta más precisas que pueden derivarse de un principio moral “madre” o “cúspide”, pronto se advierte que éstas variarán dependiendo de la esfera vital de que se trate. Piénsese, por ejemplo, en cómo se modula (digo “modula”, no “debilita”) la obligación moral de actuar honestamente, en el sentido específico de decir la verdad, dependiendo de si ésta se aplica a las relaciones de amistad, comerciales o políticas.
Segundo: El ámbito de la política se caracteriza al menos por dos elementos: uno es que las autoridades estatales detentan o pretenden detentar el monopolio legítimo de la fuerza en una sociedad organizada; el otro es que para alcanzar el poder o mantenerse en él, el político precisa del apoyo de la gente (con todas las limitaciones propias de los seres humanos) así como de un aparato organizado de seguidores y colaboradores, que podrán ser muy leales e idealistas, pero suelen moverse también por incentivos de poder, prestigio y otros beneficios. En una de las variaciones sobre este tema de Weber que enunciaremos más adelante veremos que a estas dos características propias del ámbito de la política que nuestro pensador menciona, pueden agregarse otras.
Tercero: El político puede orientar su conducta de acuerdo a una de dos máximas: la ética de los fines últimos o la ética de la responsabilidad. La primera supone actuar teniendo como guía sólo las propias convicciones políticas. Si fracasa en su intento por realizar, sus objetivos, el político que así obra culpará a la gente, porque no tuvo la claridad o el coraje para seguirlo, al destino o la Providencia, pero no atribuirá sus reveses a su propia falta de perspicacia y de responsabilidad. La segunda máxima se refiere a la actuación del político que procura alcanzar un determinado resultado pero obra tomando en consideración las eventualidades de la vida real (incluyendo la esperable respuesta de la gente) y las probabilidades de éxito.
Cuarto: La distinción de Weber no quiere decir que quien abraza una ética de los fines últimos esté falto de sentido de responsabilidad, ni que quien se guía por una ética de la responsabilidad carezca de objetivos elevados. Se trata, más bien, de una cuestión de énfasis; del criterio ético principal que inspira la acción del político.
Quinto: La ética de la responsabilidad no excluye la pasión. Por el contrario, la supone. Tampoco prescribe que no debe procurarse lograr lo que es (aparentemente) inalcanzable. Weber nos recuerda que lo posible no puede obtenerse si no se intenta lo (supuestamente) imposible una y otra vez.
Sexto: La ética de la responsabilidad es una máxima de acción moral para guiar la acción de los políticos en quienes la ciudadanía ha depositado su confianza. No corresponde extenderla a los funcionarios públicos, quienes, en un Estado moderno en forma, deben ejecutar obediente y eficazmente las decisiones adoptadas por los gobernantes (“sin pasión ni deliberación”, nos dice Weber). Tampoco cabe juzgar necesariamente conforme al criterio de la ética de la responsabilidad, las acciones de quienes no tienen el carácter de agentes públicos.
Séptimo: El político, nos dice Weber, en palabras que resuenan como un eco distante de otras que escribiera Maquiavelo, debe estar dispuesto a sacrificar su propia alma en el cumplimiento de su deber público. No debemos entender, por cierto, esta afirmación en el sentido religioso que consideraría enteramente vano ganar el mundo si se pierde el alma, sino en la connotación de que existen circunstancias en las que el político, para utilizar una expresión común en la cultura anglosajona, debe “hacer lo que hay que hacer”, aunque ello contraríe sus intereses o sus normas generales de conducta moral.
Octavo: El heroísmo del político, si se puede hablar de tal virtud, no consiste en actitudes “flamígeras” (en palabras de Weber), sino en el cumplimiento cotidiano del deber. Si el político actúa de acuerdo al criterio de la ética de la responsabilidad, sabrá tomar decisiones difíciles, pero también advertirá cuándo es preciso detenerse y reconocer “hasta aquí llego; no puedo seguir más allá”. Sólo una persona así constituida, nos dice Max Weber, tiene de verdad vocación política.
Conviene aclarar que la distinción entre ética de la responsabilidad y ética de la convicción no se corresponde necesariamente con la dicotomía entre moral teleológica o consecuencialista y moral deontológica que anunciamos previamente. Un político puede sentir el deber de cumplir con un mandato de tipo deontológico o bien con uno de carácter consecuencialista, pero, consciente de la maraña de factores políticos que inciden en la probabilidad de llevar adelante uno u otro designio, actúa responsablemente para maximizar sus probabilidades de éxito. A la inversa, puede tomar medidas impulsado solamente por sus convicciones morales (sean éstas de carácter deontológico o teleológico), sin atender mayormente a las circunstancias que inciden relevantemente en el resultado, y terminar por ver frustrada la posibilidad de conseguir lo que se proponía. Conviene recordar que Max Weber fue un cientista social, en un período histórico en que su disciplina estaba en creciente desarrollo, y, por tanto, tenía en consideración el conjunto de factores que inciden en la posibilidad de realizar determinados fines, sobre todo en el campo político. Ello marca un cierto contraste con épocas precedentes, en que tomaron cuerpo las principales posiciones filosóficas de corte deontológico o teleológico, cuando se carecía de la visión disciplinaria de las ciencias sociales.
En tiempos recientes, el concepto de Max Weber de la ética de la responsabilidad ha adquirido notable actualidad. A propósito del proceso de democratización que se inició en todo el globo a partir de los años ochenta del siglo XX y continuando en la década siguiente, el cual tuvo como efecto el fin de la mayoría de las dictaduras militares en América latina, así como de las dictaduras comunistas en Europa Central y Oriental, amén de otras transformaciones políticas análogas en diferentes latitudes, algunos destacados gobernantes hicieron mención expresa a dicho concepto. Tal fue el caso del Presidente Patricio Aylwin, en Chile, y de Václav Havel Presidente de Checoslovaquia, luego de la llamada revolución de terciopelo en ese país y antes de la escisión de Eslovaquia.
Durante el período de democratización que comenzó en todo el mundo hace casi tres décadas ha emergido también un nuevo campo de teoría y práctica que ha llegado a ser conocido con el nombre (inapropiado, a mi juicio) de Justicia Transicional. Se trata de la tarea de forjar un sistema justo y sustentable, ojalá plenamente democrático, luego de un período de gobierno autoritario o totalitario y/o de conflicto armado interno, lo cual ha producido un legado de violaciones de los derechos humanos y/o crímenes de guerra. Distintos académicos que escriben sobre estos temas también han evocado la distinción de Weber entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción o de los fines últimos.
Luego de expresar algunas consideraciones sobre ética política y de delinear el concepto de la ética de la responsabilidad, paso ahora al tercer y último punto que me he propuesto abordar en esta ocasión, esto es, el de algunas “variaciones” sobre el tema de Weber.
La primera variación está inspirada en la imagen del barco rompehielos. Enfrentado con aguas congeladas, este tipo de buque avanza abriendo grietas en la capa flotante de hielo, lo que le permite, gradualmente, mayores avances. El ejemplo que quisiera traer a colación me es cercano. Se trata de la conformación, por parte del Presidente Patricio Aylwin, de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, poco después de que él asumiera el mando de la Nación, luego de casi diecisiete años de gobierno militar en Chile, los que dejaron una secuela, hoy ampliamente reconocida, de masivas violaciones de los derechos humanos.
Dado que la dictadura militar llegó a su fin mediante un proceso político, no por haber sufrido una derrota militar, el nuevo gobierno estaba sujeto a respetar las reglas del juego dentro de las cuales había alcanzado el poder, incluyendo las restricciones políticas e institucionales que llegaron a ser denominadas, en círculos académicos, “enclaves autoritarios” y que sólo se superaron, en su gran mayoría, con la reforma constitucional de 2005.
En esas circunstancias iniciales, el Presidente Aylwin enfrentó la demanda proveniente de muchos de quienes lo apoyaban y de las agrupaciones de familiares de víctimas, de promover la derogación o anulación de la llamada ley de amnistía de 1978, de modo que se pudiera hacer justicia respecto de los crímenes políticos cometidos por agentes del Estado en el pasado reciente. Si Patricio Aylwin hubiese atendido dicha demanda y enviado un proyecto de ley al Congreso en tal sentido, la realidad de entonces indicaba que no contaba con los votos en el Parlamento, debido a la existencia de senadores designados; había, además, otros previsibles obstáculos institucionales o jurisdiccionales. De haber promovido dicho proyecto de ley, a despecho de todo ello, el Presidente Aylwin encaraba de seguro una tramitación prolongada del mismo, culminando con toda probabilidad en una derrota parlamentaria, malgastando, en dicho proceso, buena parte del capital político del que gozan los gobiernos en su primer tiempo. En lugar de ello, Aylwin optó por comenzar con la develación de la verdad de lo ocurrido. Es cierto que la frase con que resumió su aproximación al tema: “toda la verdad y la justicia en la medida de lo posible”, demostró no ser muy feliz desde el punto de vista “comunicacional”, como se dice hoy día, aunque encerrase un contenido de responsabilidad política.
En todo caso, lo central es que el presidente Aylwin decidió empezar por la conformación de la Comisión de Verdad y Reconciliación, con una composición paritaria entre personas que habían apoyado al régimen militar (aunque no condonado sus violaciones) y quienes se habían opuesto a él.
El rigor del informe de dicha comisión y el hecho de que fuera aprobado unánimemente por personas de dispares persuasiones políticas, sacudió a la opinión pública chilena, incluyendo a quienes fueron partidarios del gobierno militar. Tal circunstancia contribuyó a crear un clima dentro de país que permitió, más adelante, sucesivos pasos en pro de la verdad, el reconocimiento de la misma, la construcción de una memoria social, las reparaciones que se han instituido y la justicia que se ha impartido.
No interesa especular si en su momento el presidente Aylwin previó o no que esta medida inicial abriría, crecientemente, tantas otras posibilidades de enfrentar el pasado de violaciones de derechos humanos en los años siguientes. Baste consignar que, en resumen, esta primera “variación” del tema de la ética de la responsabilidad” se expresa en la lección de que, enfrentado con obstáculos mayores, el político debe preferir el curso de acción que prometa avances graduales y sucesivos.
La segunda variación que quisiéramos mencionar en esta oportunidad podría resumirse en la expresión siguiente: “de cara a la imposibilidad material de cumplir un mandato moral, es preciso, al menos, no condonar el estado de cosas que reprobamos”. Esta “variación” se inspira en los primeros años de la transición a la democracia en Argentina, luego de la elección de Raúl Alfonsín a la presidencia de ese país, en 1983, una vez que la derrota de los militares argentinos en la guerra de Las Malvinas facilitara el fin de la dictadura castrense que gobernó dicha nación desde 1976. Sería injusto criticar al gobierno de Alfonsín, el primero en intentar enfrentar sistemáticamente los dilemas hoy conocidos como de “justicia transicional” y quien, por tanto, no podía beneficiarse de la experiencia comparada, por los errores de cálculo que cometió, apreciados éstos desde la ventajosa perspectiva del paso del tiempo. Comoquiera que sea, el hecho es que el Presidente Alfonsín estimó, equivocadamente, que la derrota sufrida por los militares argentinos fuera del territorio continental de ese país y la consiguiente desmoralización que experimentaron, le concedía un espacio de acción más amplio y prolongado que aquel con el que efectivamente terminó contando. En el curso de un par de años, recuperada la cohesión corporativa que habían perdido luego de la guerra de las Malvinas, los militares argentinos, quienes mantenían en el territorio continental de su país el monopolio de la fuerza bélica, impulsados por una motivación de defensa grupal, crearon un clima de tensión política que provocó que el presidente Alfonsín terminara auspiciando, en 1986 y en 1987, sendas leyes conocidas como de “punto final” y de “obediencia debida”.
Una tercera variación basada en las ideas que expresó Max Weber en 1919, consiste en agregar elementos que singularizan el campo de lo político, además de los que él enunciara, esto es, que se trata del ámbito del monopolio legítimo de la fuerza dentro de una sociedad organizada y que para acceder al poder y/o mantenerse en él, el político debe contar con el apoyo de los electores (es decir, ni ángeles ni demonios, sino seres humanos, los cuales pueden, en ocasiones, elevarse por encima de sí mismos, aunque no sostenidamente) y debe contar, también, con un aparato estructurado de seguidores y colaboradores. Añadiendo a esta concepción inicial, se podría decir que, además, la esfera de lo político supone con frecuencia adoptar decisiones que atañen a todos, no solamente a personas o grupos determinados; o bien que las decisiones sobre políticas públicas son normalmente más complejas y de más lenta ejecución o maduración que las que se adoptan en distintas otras esferas.
Hemos recordado previamente que las normas morales más específicas (más allá de alguna norma “madre” o “cúspide” que pudiera tener aplicación universal) deben ser apropiadas a la “esfera vital” de que se trate. Esto no significa, por cierto, que para determinados ámbitos exista una especie de moral más diluida, sino simplemente que ésta debe ajustarse a la naturaleza de los mismos. En razón de lo anterior, caracterizar más pormenorizadamente la esfera de lo político es relevante para definir el contenido más preciso del código moral que le sería aplicable. Por ejemplo, la opinión corriente que atribuye un valor, digamos, más “matizado” (aunque lejos de ser nulo) a las normas morales sobre promesas o sobre reserva en la esfera política, que el que se les asignaría en el ámbito de las relaciones afectivas o inter-personales, se hace cargo, intuitivamente, del hecho de que el mundo de la política tiene características que le son muy propias.
Una cuarta variación apunta a la debida consideración que debe tener el político de la conducta probable de la ciudadanía, cuando propone leyes o políticas públicas determinadas. A este respecto siempre me ha parecido razonable que, en lo que toca al funcionamiento de la economía, el mundo político se cuide de sopesar los incentivos que pueden inducir a los individuos a actuar de cierto modo o abstenerse de proceder de alguna otra manera, a partir de la reacción esperable del promedio de las personas. No imagino un actor político moderno confiando en superar la pobreza mediante un ferviente llamado a todos a compartir generosamente la mitad de sus bienes y ganancias. En contraste, no puede dejar de ser extraño que tratándose de materias que tocan a lo que actualmente se denomina “temas valóricos”, como, por ejemplo, la prevención del embarazo adolescente, no son pocos los actores políticos que proponen medidas que parten de la base de que la gente debería actuar conforme a las convicciones que ellos defienden, antes que tratar de anticipar cómo las personas se comportarán efectivamente.
Una quinta variación se refiere a la expansión contemporánea de la noción de actores políticos. Desde al menos la década de los años sesenta del siglo XX, se ha venido desarrollando, crecientemente, una serie de movimientos y acciones de parte de lo que se conoce como el mundo no gubernamental o la sociedad civil, en torno a temas de interés público, pero sin necesariamente buscar acceso al poder político. En inglés se conoce este tipo de activismo como “issue politics” o política en torno a temas específicos. A este respecto, son conocidos el surgimiento internacional y la evolución de acciones ciudadanas en torno materias como los derechos humanos (a partir de los años sesenta), el medio ambiente (desde los años setenta) o la transparencia pública y el combate a la corrupción (que comenzaron en los años noventa).
Hoy en día, como hemos podido comprobar en nuestro país y en otras latitudes, las manifestaciones políticas masivas sobre diversos asuntos públicos cobran progresivamente más vigor y ponen crecientemente en entredicho las formas tradicionales de representación y participación política en una democracia. La necesidad de este involucramiento más activo de parte de la ciudadanía, estaba ya implícita en el concepto más que doblemente centenario de democracia moderna, el cual pone énfasis en la soberanía popular. Por ello, no deja de ser destacable que tal involucramiento ciudadano comience a materializarse crecientemente en un período como el actual – que puede llamarse de cambio de época- el cual augura transformaciones “copernicanas”, como gustan decir algunos académicos, en aspectos como la organización político-estatal, las relaciones internacionales y el papel de la ciudadanía.
Hemos mencionado anteriormente que en “La Política como Vocación”, Weber se refiere al criterio ético que debe guiar la conducta del político. Pues bien, el curso de los acontecimientos parece estar ampliando el concepto de actor político, más allá de las autoridades estatales elegidas popularmente y de quienes buscan, mediante la acción de partidos políticos, alcanzar dichas posiciones de poder. Al actor político así concebido, que incluiría al ciudadano activamente comprometido por temas de interés público, no debería bastarle postular un “qué”, esto es, un determinado objetivo o demanda, si no va acompañado de un “cómo”, es decir, de una proposición sobre los caminos para lograrlo. No obstante, aunque aceptásemos expandir el concepto de actores políticos para incluir a todas las personas o grupos activamente interesados en temas públicos, pienso que sería llevar las cosas a un extremo exigir a los jóvenes y adolescentes que adhieran a los postulados de la ética de la responsabilidad. Ello no implica, por supuesto, que condonemos lo que en lenguaje corriente se podría considerar “actitudes irresponsables”, tales como actos de violencia o vandalismo. Lo que quiero decir es que hasta que los jóvenes de hoy no se hagan pleno cargo de sus propias vidas y de las de otros, carecen, por definición, de mayores responsabilidades. Por ello, pueden permitirse pedir y reclamar sin necesariamente asumir el deber de señalar el “cómo”. En su mejor expresión (que no siempre se manifiesta en la práctica) tal actitud de los jóvenes puede constituir una clarinada de alerta sobre un problema largamente postergado e imprimirle un saludable sentido de urgencia.
Con todo, sí creo que cabe exigir responsabilidad al ciudadano activo en asuntos públicos que por su edad u otros factores no debería eximirse de proponer un “cómo”, aunque no fuere detallado, más allá de una simple demanda por un “qué”. Por ejemplo, bien puede ser que un determinado proyecto de desarrollo energético tenga un impacto medioambiental que se estime muy perjudicial. Una actuación responsable, sin embargo, supone no solamente una oposición sin más, sino también hacerse cargo de ciertas interrogantes ineludibles, entre ellas las siguientes: ¿puede corregirse el proyecto?; ¿cuáles serían las consecuencias esperables si no se realiza?; ¿hay alternativas factibles, en oposición a meramente deseables?
Podríamos seguir formulando variaciones sobre el tema de Max Weber de la ética de la responsabilidad, pero no quisiera abusar de su amable atención.
Permítanme concluir, entonces, diciendo que si bien las ideas éticas de Weber reconocen sus raíces en un tiempo y lugar determinados, su vigencia se continúa renovando a partir de otras muchas experiencias y reflexiones. Y agregar que el ejemplo de este gran pensador, lúcido y honesto como pocos, con profunda vocación académica y política, que pone el acento en los deberes y en la responsabilidad, desdeñando los fulgores, es de una dramática actualidad ética y pública.
Sean mis palabras de cierre una reiteración de los agradecimientos que expresé al comienzo de esta ya larga intervención, los que se han vuelto aún más vivos en razón de la paciencia y amabilidad con que me han escuchado. Muchas gracias