Discursos de incorporación

“En Occidente Después del Muro: sombras y esperanzas”

jaime antunez

Discurso de Incorporación de Jaime Antúnez Aldunate como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

Acto realizado en el Salón de Honor de la Pontificia Universidad Católica de Chile el 1º de agosto de 1995.

Expreso mi alegría y agradecimiento por el honor que los distinguidos miembros de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile han hecho a mi persona, en sesión del 26 de octubre de 1994, nombrándome titular de uno de los dos sillones nuevos creados para numerarios de esta corporación, los números 35 y 36. Saludo al Presidente de la Academia, Don Francisco Orrego Vicuña, quien preside este acto, como asimismo al Dr. Juan de Dios Vial Correa rector y al cardenal Carlos Oviedo Gran Canciller -ambos miembros del Instituto de Chile- que encabezan la mesa en esta sesión realizada en el Salón de Honor de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Asimismo, y muy particularmente, saludo al ex Presidente de la República, Don Patricio Aylwin Azocar, quien ha tenido la bondad de honrarnos con su personal compañía hoy.

Mi presentación buscará bosquejar qué sucede en el ámbito de la cultura a partir de 1989, año de la caída del Muro de Berlín. Es decir, cuáles son las corrientes sociales, políticas y morales prevalecientes en nuestro mundo a partir del momento en que cesa la confrontación ideológica que conocimos en algún momento con el calificativo de “guerra fría”. Es innegable que dicha situación condicionó por largas décadas los diferentes espacios de la cultura, como es también notorio que su desaparición repentina los afecta hoy de diversos y profundos modos. La “guerra fría” terminó y con ello los problemas de la vida moderna, hasta cierto punto ocultos por décadas, han quedado al desnudo y se presentan, diríamos, con un rostro inmensamente más complejo que aquel que parecía querer reducirlos, simplificadamente, a dos dimensiones del plano político.

Estas reflexiones servirán acaso de modesta contribución al mejor entender de los pros y contras de esa modernidad a la cual se nos convida a incorporarnos como nación, materia relativamente próxima a la cuestión de las modernizaciones que a oportuna propuesta de su presidente, don Francisco Orrego, ocupa actualmente a la Academia. Tendré como referencia básica entrevistas realizadas a relevantes figuras del pensamiento o textos de los mismos, o de otros autores, publicados y comentados durante los últimos seis años, bajo mi dirección, en las páginas de Artes y Letras de “El Mercurio”.

¿Hacia dónde vamos?

La primera gran temática que se detecta en las personalidad entrevistadas es la cuestión del sentido.

Pareciera que hemos perdido de vista la finalidad. “Admitámoslo, aunque sea murmurando palabras que sólo nosotros podamos oír -nos dirá Solzhenitsyn en su discurso de despedida Occidente-: en este vértigo de nuestra vida, a la velocidad del relámpago, ¿para qué estamos viviendo?”.

Enfatizando que se trata de un fenómeno en caso alguno exclusivo de su país, el escritor francés Louis Pauwels -por tantas décadas vinculado al gran periódico “Le Figaro” y director del conocido Le Figaro Magazine- constata que la actual es una de las pocas sociedades en la historia donde no se definen las metas, la razón de ser, el proyecto. La esperanza, a veces en el pasado deformada por el utopismo, se ve hoy, según él, ausente en unos y en otros, lo mismo en las derechas que en las izquierdas. “Si hoy día se interroga a las personas, incluidos los intelectuales y los hombres de reflexión, planteándoles lo siguiente: ¿por qué existe esta sociedad, hacia dónde va, cuál es su proyecto, cuál es su promesa, hacia qué actitud del hombre se dirige, cuál es el modelo humano que puede definir?, se verían realmente en aprietos para responder”, dice. Y agrega: “ésta me parece ser una de las consecuencias de la caída del mito socialista, del mito marxista”.

El interrogante de dónde apoyarnos en el constante cambio de los tiempos se ha vuelto, con seguridad, más apremiante por la caída de las ideologías. Así lo registran varios de nuestros autores. Tras el quiebre del “socialismo real” se percibe en la intelligentsia occidental un sentimiento de desorientación. Pareciera como si el marxismo hubiese operado antes, en medio del torbellino, como lo único sólido, y de allí el flirteo de esa intelligentsia con el mismo. Pero derrumbados los muros, también el propio marxismo ha resultado ser una forma de nihilismo, nihilismo que hoy penetra cada vez más en estratos sociales que en sí no se plantean cuestiones filosóficas.

“El consumismo, el hedonismo, todas estas cosas de que tanto se habla, son las expresiones superficiales de algo mucho más profundo: el nihilismo, es decir la negación de la existencia de cualquier valor superior, porque se niega la existencia de esas realidades”, se dirá con ocasión de la Conferencia de Santo Domingo. En definitiva, la crisis del marxismo no fue un fenómeno en exclusiva concerniente a los países de Europa Central y Oriental y que afectara sólo marginalmente a un Occidente encargado ahora -como se deja muchas veces sentir- de sostener la extensión en el Este del “modelo occidental”. Tampoco el fracaso del marxismo ha sido sólo el de dicha ideología, sino también el de quien lo engendró, esto es, el de gran parte del pensamiento occidental y en particular de la Ilustración. Su derrota tuvo, por consiguiente, profundas consecuencias que interrogan a toda la cultura occidental, en la que nosotros como nación chilena, aún con nuestras peculiaridades y tiempos propios, estamos indudablemente inmersos.

Sobrevivencia

Una de las primeras preguntas, en consecuencia, que debamos quizá hacernos, es la de si esa crisis o fracaso del marxismo, que marcó el fin de la década de los ochenta, supuso efectivamente su extinción y, si así fue, en qué sentido puede ello afirmarse.

“Pienso que las tendencias ideológicas fundamentales del marxismo han sobrevivido a la caída de la figura política que han tenido hasta ahora”, indica el Cardenal Ratzinger, en entrevista realizada a fines de 1993.

La explicación más acabada de esta severa afirmación la encontramos, entretanto, en el documento final emitido por el Sínodo de los Obispos de Europa, reunido en Roma en diciembre de 1991, al cual Artes y Letras consagró un amplio trabajo de cobertura. Se expresa así:

“Después del derrumbamiento del comunismo, existe aún la posibilidad ideológica de pensar al hombre fuera de la cultura, encerrándolo completamente en la esfera de la economía. Esta hipótesis la promueve la ideología que podríamos llamar del occidentalismo o de la sociedad de consumo, o de la sociedad permisiva. Para ella, la identidad del hombre se define exhaustivamente por lo que compra o consume, por la satisfacción de sus necesidades materiales y por sus tendencias al goce. Para ella, las naciones no tienen significado ni futuro: sólo son fragmentos del mercado mundial. Se trata de una ideología que se declara con orgullo pragmática o antiideológica, pero que no obstante sigue siendo una ideología: un intento de reducir al hombre a una sola dimensión, para poderlo controlar y manipular más fácilmente. Es una ideología que se pone a sí misma al nivel de la teoría, pero que se impone en la práctica, pues ya está encarnada en modelos de comportamiento, de trabajo y de consumo, de organización del tiempo libre, en las cosas mismas que invitan al hombre a no plantearse el problema de su identidad y de su destino.

“En cierto sentido, a través de esta ideología el marxismo sobrevive a sí mismo. En efecto, dicha ideología, aunque se proclame a menudo antimarxista, mantiene la negación de los valores espirituales y la reducción del hombre a la esfera de la economía, limitándose a abolir la idea de revolución y la de una sociedad futura, en la que desaparecería la alineación de la anterior”.

Dichas consideraciones resultan por su parte coherentes con lo que se observa en el acontecer de los países del ex bloque socialista. Si es cierto que el sentir común ha sido por más de un siglo que el liberalismo era un enemigo directo del marxismo, en este período poscomunista se ha podido observar a la mayor parte de los viejos comunistas convertirse allí espontánea y rápidamente al liberalismo, y considerar este paso como algo obvio sin más y no problemático.

Si antes hubo rivalidades -explica el pensador esloveno Anton Stres- se trataba no más que de hostilidades dentro de una misma familia, como las de dos corrientes históricas que tiene las mismas raíces. “El liberalismo y el marxismo son dos hermanos gemelos nacidos ambos del racionalismo de las luces”, afirma. Aunque la justicia social parecía constituir un vínculo muy profundo entre el catolicismo posterior a la “Rerum Novarum” y el socialismo marxista, pondera, el denominador común del marxismo y del liberalismo es mucho más real, y consiste en limitarse a perspectivas puramente inmanentes, a una visión del hombre y de la sociedad basada en factores exclusivamente materiales.

Levantándose sobre los mecanismos del mercado, en el ámbito práctico, el liberalismo establece un contraste radical, es cierto, frente al sistema de control burocrático central que implantaban los sistemas marxistas. Pero existe también una filosofía radical del mercado, en la que predomina un pensamiento mecanicista materialista, y en la cual la libertad del individuo se transforma en parte integrante de un sistema global mecánico que funciona forzosamente y que tiene leyes ciegas, dirá en la entrevista ya mencionada el Cardenal Ratzinger.

Algunas consecuencias tangibles

Esta suerte de convergencia de los pragmatismos aparentemente contrarios, es materia de amplias consideraciones en un número apreciable de autores. La variedad y originalidad de sus enfoques propiciaría por sí misma un gran ensayo. La prudencia nos obliga en este caso a la somera enumeración de apenas algunos efectos tangibles que se indican:

  1. Se vive hoy en el triunfo del economicismo total. Casi todo valor que no pueda traducirse al lenguaje del sistema económico tiende a desaparecer. Según Robert Spaemann, junto con anunciarse la muerte definitiva de Karl Marx, paradójicamente es posible, y quizás por primera vez, rescatar en la práctica algunos de sus postulados. “Me refiero a la descripción de la sociedad moderna como sociedad de mercaderías, en la cual todos los valores se convierten en valores de cambio”, dice. Y concluye: “En una civilización como la nuestra, donde cada valor es una mera variable o función de cambio, se busca un equivalente para todas las cosas y, por consiguiente, en semejante situación, las obligaciones constituyen un elemento foráneo”.
  2. Ese mecanicismo-materialista, sea que provenga de una u otra vertiente ideológico-política, enfoca la transformación modo mecánico del mundo, sin dejar espacio a la transformación de la persona misma. Los efectos de esto no tardan mucho en dejarse ver.
  3. A pesar de la generosidad de que dan muestras muchos sectores de la juventud, la mayoría padece -sobre todo en el mundo desarrollado- de falta de ideales que encaucen sus vidas, desilusión y perplejidad. A las falsas esperanzas engendradas por los mesianismos temporales acunados en la “filosofía de las luces” -el marxismo primero y el nacionalsocialismo como expresión más vulgar- ha seguido un vacío. La proliferación de las sectas y el desarrollo de la drogadicción no son ajenos a este fenómeno, afirman autorizadas opiniones.
  4. Desvanecidos los compromisos de carácter permanente, el tiempo se vive más bien de manera instintiva, como sucesión de instantes fugaces, y no humanamente, como participación en un proyecto de vida, y sobre todo con vistas a lo eterno. Es el tributo a una racionalidad volcada desmedidamente hacia los datos empíricos, sin preocupación por el fin ni la esencia de estos. El hombre moderno se inclina al orbe de lo tangible, desechando el metafísico como si fuera una ilusión. El devenir, los hechos históricos, los grandes objetivos, las grandes proyecciones, pierden sentido, porque no tienen ningún punto de referencia. La vida, al margen de las grandes tradiciones culturales y de la convivencia con la verdad como un anhelo permanente y natural del espíritu, hace así al hombre de hoy experimentar a menudo una gran soledad.
  5. Bajo la precaria superficie del optimismo y de la fe en el progreso, el miedo se va convirtiendo, principalmente en los países modernos y desarrollados, en un estado de ánimo dominante: Miedo de lo que los hombres pueden hacerse a sí mismos y al mundo, miedo al sin sentido, al vacío de la vida humana, miedo al futuro, a la sobrepoblación, a la guerra, a la enfermedad y a las catástrofes. Miedo, en fin, a la dimensión oscura e imprevisible de un mundo que el hombre ya no atribuye a un Logos que ama, sino al juego del azar y al triunfo del más fuerte.

Rasgos criteriológicos

Detengámonos sucintamente en algunos de los rasgos criteriológicos que condicionan este proceso.

Es cierto que muchos contemporáneos comienzan a sentir la insuficiencia del progreso científico y tecnológico, de las ciencias humanas, como la psicología y la sociología, para no hablar de la política, en cuanto capaces de generar felicidad. De ahí una determinada apertura, aunque vaga y preñada de ambigüedades, hacia la trascendencia, hacia un algo íntimamente vinculado con la ética, pues se siente una necesidad de la misma. Es éste quizás también el origen de un cierto revivir, desde las profundidades, de una búsqueda religiosa, hasta ahora de consecuencias sociales muy diversas y hasta contradictorias. Aunque a tientas, puede decirse que el hombre contemporáneo parece inclinarse al redescubrimiento de lo sagrado. Las nuevas generaciones se muestran en este sentido más abiertas y sensibles frente a realidades que sus padres parecían rechazar.

Con todo, sigue prevaleciendo en general una honda desconfianza en la razón y sobre todo en la capacidad de la razón de hallar la verdad.

Según Stanislav Grygiel, no hay filosofía, porque la razón en realidad no escucha ni obedece al ser de las cosas; en otras palabras, porque la domina una mentalidad para la cual no existe la verdad. Porque, en fin de cuentas, podríamos agregar, vive un estado de salud moral que es exactamente el contrario de esa virginidad de la inteligencia indispensable para aprehender esa verdad, como gustaba de afirmar André Frossard, autor largamente conocido a través de las páginas de Artes y Letras.
De manera más coloquial, con verbo hispánico, pero con no menos énfasis conceptual, lo dirá Julián Marías: “Creo que hay una crisis de pensamiento. Creo que el pensamiento se usa poco. (… ) La filosofía ha consistido siempre en sus preguntas. Filosofar es hacerse ciertas preguntas radicales, inevitables si uno quiere saber a qué atenerse, cómo vivir. Cuando las cuestiones radicales se abandonan y los hombres no se preguntan por ellas, por supuesto han dejado de hacer filosofía. Lo grave no es esto, sino que la vida humana se queda sin raíces; y cuando esto sucede de verdad, ni siquiera nos damos cuenta”.

La razón debe recuperar nuevamente su integridad, éste es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo.

Entre tanto, son diversas y dignas de mencionarse las consecuencias de esta situación criteriológica que se registran en el ámbito de las ciencias propias de nuestra Academia.

Lo privado y lo público

Se proclama, en primer lugar, el repliegue de lo público en aras de lo privado, identificado con el “encanto”, o tal vez con lo lúdico. Efectivamente, a la caída de las ideologías ha seguido la despreocupación respecto de los problemas comunes y el refugio en la privacidad.

Puede afirmarse que en este sentido se está ante una especie de onda expansiva que debilita la vida pública, y que contribuye poderosamente a que los valores absolutos, imbricados en ella y que deberían constituir el eje de la vida social -la gloria de la patria, por ejemplo, la justicia o cualquier otro valor metahistórico distinto del puro bienestar de los ciudadanos- tiendan a desvanecerse. Esto, por otra parte, es coherente con el hecho de que cada vez más los individuos y los grupos postulen sus valores privados como públicos. Temporales y relativos por naturaleza, la sociedad los adopta por un tiempo y luego los cambia por otros con grave perjuicio para sus propios y más sólidos fundamentos.

El asunto, como se verá luego, está estrechamente relacionado con la privatización de lo moral.

Pérdida de las identidades

Paradójicamente, este vuelco sobre sí mismo coincide con una suerte de mundialismo, con una tendencia general y dominante que busca dar por superadas las identidades. Tiene ello que ver con el apagamiento de la memoria, recurso de la razón sin el cual no puede haber tampoco cultura y continuidad en la misma. Es, que duda cabe, un rasgo muy propio de una sociedad que vive una suerte de dependencia de los medios de comunicación, que se nutre más del impacto del instante que de las reservas de pensamiento que le provee su razón.

Muy diversos autores, pertenecientes a tendencias muy encontradas, como Lyotard, representante del posmodernismo, o el dominico Cottier, teólogo de la Casa Pontificia, han abordado desde diferentes ángulos este asunto de la disolución de las identidades. Louis Pauwels ve en ello un cebo artificial, una gran ilusión que afecta a una razón sometida al proceso de angostamiento al cual ya hemos aludido. Nos dirá a este respecto: “La grandeza y la nobleza del hombre consiste, junto con ser atraído por lo universal, en encontrarse profundamente arraigado y dotado de peculiaridades muy específicas. Los hombres necesitan una identidad inscrita en la tierra. Por lo demás, sólo así pueden contemplar el cielo…”.

Agnosticismo y Relativismo

Si es que los hombres contemplan o no contemplan el cielo, y sobre todo si es que quieren o no contemplarlo, es también otra de las cuestiones que aparecen en esta secuela de consecuencias a que se somete por su estado la razón moderna.

Como muchos nos dejan constancia, el racionalismo, el espíritu de las “luces”, aunque parezca sorprendente, ha desembocado en el agnosticismo de la razón, poniendo al hombre a merced de sus simples sentimientos y emociones. Esta situación se debe, según se dijo, en parte al abandono de la racionalidad, y también a la reducción de la misma al ámbito de determinadas ciencias, donde la abundancia de lo empírico suplanta la claridad de lo esencial.

Desanclados de valores supremos cuyo conocimiento certero no se reconoce, se impone a menudo el criterio de que todo es equivalente, nada es mejor ni peor. En otras palabras, de que nada es más o menos verdadero. Es este relativismo el que inspira a Robert Spaemann, respecto de la nuestra, el apodo de “civilización de la hipótesis”. Sus consecuencias en el ámbito de la juventud y en el plano de la educación son a su juicio devastadoras.

El arrastre de este particular fenómeno no queda, por supuesto, tan sólo allí. Tal abandonado de la verdad en aras de la simple opinión – mi opinión, tu opinión- suerte de abandono en la defensa del intelecto, lleva también consigo infinidad de consecuencias sociales y políticas.

Habría que decir, por de pronto, que cuando la inteligencia no arraiga sobre la realidad, sólo quedan las preferencias, y en consecuencia la voluntad es todo. Ello, entre tanto, supone olvidar la lección que nos dejan los grandes hechos políticos de este siglo. Entregar la heredad de la inteligencia es allanar el camino al totalitarismo, al que Mussolini definía precisamente como la feroce volontá. La voluntad de poder, sin ningún respeto a la verdad.

Democracia y Consenso

El ciclo epistemológico en cuestión no será ajeno, según se ve, a temas como la democracia y el consenso, sobre todo en su expresión contemporánea.

“Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas” y se desconfía de cuantos están convencidos de conocer la verdad y de poder adherir a ella con firmeza, advertía en 1991 Juan Pablo II en su encíclica Centesimus annus.

Dicho valor humano y moral esencial no era por cierto puesto en duda en los orígenes de la democracia. La cuestión de cuáles constituían los valores fundamentales y quién debía protegerlos, no suponía un problema. Ni siquiera se planteó en la primera democracia americana como asunto constitucional, porque existía un cierto consenso cristiano básico -protestante- absolutamente indiscutido. Este principio se nutría de la convicción común de los ciudadanos, convicción que estaba fuera de toda polémica. ¿Pero qué pasa si ya no existen tales convicciones? ¿Es que es posible declarar, por decisión de mayoría, que algo que hasta ayer se consideraba injusto ahora es de derecho y viceversa?

Cuatro años después de la Centesimus annus, en marzo de 1995, el mismo Juan Pablo II vuelve sobre este asunto con mucho más énfasis que antes, en su encíclica sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana, la Evangelium vitae. Deteniéndose en la cuestión de las “convicciones de la mayoría”, recalca que “la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad”, pues“el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve.” Y advierte: “para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge (… ) descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona”.

Muchos son los que creen que la formalidad democrática (felizmente instalada en casi la totalidad de los espacios del globo más gravitantes en lo político), preserva de manera indefectible contra cualquier género de despotismo. Tal optimismo recuerda, en el fondo, la profética acusación lanzada por el escritor inglés T.S. Eliot a los hombres modernos: “Siempre están soñando sistemas que les hagan innecesario el esfuerzo de ser buenos”. Y no ha sido Eliot el último ni tampoco el primero en advertir acerca de lo mismo. También Tocqueville, uno de los más lúcidos teóricos de la democracia, advertía a mediados del siglo XIX acerca del carácter totalitario que puede tener un régimen democrático basado en el ideal de la felicidad individual, estructurado desde las necesidades de subsistencia y reproducción, con olvido de la exigencia que brota del carácter específico del ser hombre, aquella del sentido, sobre la que ya hablamos.

La democracia de nuestros días se asienta sobre un cuerpo social en buena medida falto de consistencia, donde los individuos viven desarraigados de un patrimonio común de valores, de un tejido de referencias que la experiencia histórica se ha ido encargando de cuajar. Mientras este individuo aislado se hace muchas veces la ilusión de que razona independientemente, en realidad es presa de los modelos ideales, traídos y llevados por la propaganda. El mismo Tocqueville se preguntaba por las garantías contra esa sutil tiranía que puede convivir con las formas democráticas, y se respondía que había que buscarlas en las “circunstancias y costumbres, antes que en las leyes”. Dicho de otra forma, el esqueleto jurídico e institucional de la democracia debe estar habitado por una experiencia verdaderamente humana.

Desde la estabilidad de una democracia con sólidos fundamentos en el derecho natural, pasando por la crítica ejercida prolongadamente por el positivismo, se llega hoy a un discurso del consenso, cuestión problemática que no da garantías a la justicia.

Después de preguntarse si acaso de veras se sientan todas las personas humanas en torno a la mesa en la cual se construye el consenso o si acaso quedan fuera de ella precisamente las que más necesitan ser escuchadas (los más débiles, los que no tienen voz, los niños aún por nacer, y otros), el teólogo Carlo Caffarra nos dice: “No nos ilusionemos, hoy sabemos muy bien con qué rapidez se crea un consenso: basta estar en posesión de los medios de comunicación social. Por consiguiente, una visión de este tipo conduce a una situación en la cual se impone y construye lo social quien tiene más poder económico, precisamente lo que estos pseudodemócratas, llamémoslo así, decían querer evitar”.

Medios de Comunicación

Asunto recurrente en quienes se ocupan del desarrollo que siguen las corrientes culturales en este contexto, es el de la incidencia que en ellas tienen los medios de comunicación.

Aludimos ya a este fenómeno al mencionar la disolución de las identidades como un hecho actual de la cultura, y al impacto de la inmediatez que sufren las distintas instancias sociales por vía de los mismos medios.

Cuestión directamente conectada con ésta es la trivialización de la realidad a que contribuyen muchos medios, algunos por la destrucción sistemática de la diferencia entre lo normal y lo anormal, o entre la realidad y la ficción.

Digno de mencionarse también en este considerando es el tema de la fama y el del envilecimiento -como armas incontrarrestables que usan los medios, con fuerte repercusión en la cultura- hecho que ocupa las reflexiones de varios entrevistados, entre ellos Julián Marías.

La fama está vinculada a la exaltación que los medios hacen de determinadas figuras, no a su valor o merecimiento, dice Marías. En el plano intelectual, acota, se ve esto también con nitidez. “Es sobremanera improbable que cuando se comenta la figura o la obra de un autor se haga la menor referencia al contenido de verdad de sus doctrinas o escritos. La ambición intelectual en sentido estricto no trae a cuenta; no es estimada -más bien al contrario-; la circulación, las menciones constantes, el elogio automático, se consiguen, al revés, mediante la renuncia a las cuestiones de verdadero alcance; sobre todo a las que ponen en juego la verdad”.

Esta pseudocultura de la imagen y del artificio poluye particularmente, en opinión de muchos, al espectro político. A causa del mismo mecanismo ya descrito en relación a la vida intelectual, se tiende ahora como nunca a privilegiar a la figura conocida a través del juego publicitario bien explotado, por sobre la figura reconocida. Para usar un símil que no ofenda a nadie, por cuanto se refiere a otro país, repito lo que escuché a un político francés: De Gaulle era reconocido; Bernard Tapies es conocido…

Pero, “hay además una especie de propósito bastante bien organizado de envilecimiento” -señalará el mismo Julián Marías, respecto de la acción de los medios-. “Yo me acuerdo que Gabriel Marcel hablaba de las técnicas de envilecimiento. Murió en 1973, pero lo había dicho mucho antes. Ya sucedía entonces, pero esto se va perfeccionando. Yo creo que hay las gentes, unos de modo muy deliberado, otros por inercia, por seguir la corriente, que están tratando de producir una especie de desmoralización general”, comenta. “En consecuencia de lo cual, es evidente, categorías tales como lealtad, fidelidad, patria o amor verdadero pasan a ser realidades que se miran con desprestigio”.

Aun cuando el tema sea expresado por pensadores de un mundo como el europeo, con las peculiaridades características que asume allí el momento cultural, la advertencia es sin duda también válida para el contexto latinoamericano y local.

Efectos en el Arte

El arte no puede dejar de ser un terreno donde se manifiestan las señales de esta hora crítica para la cultura. Más aún, es uno de sus barómetros más sensibles.

Hay un malestar en la esfera de la cultura, dirá Octavio Paz, que se observa tanto en el campo de la pintura como de la literatura: comercialización de unas y otras, proliferación de modas literarias y artísticas de corta duración. “La pintura y la novela se han convertido en productos dependientes de la moda -expresará- la primera a través del fetichismo del objeto único y la segunda por el mecanismo de la producción en masa”.

Sin perjuicio de la búsqueda de nuevas y genuinas expresiones de arte, no puede dejar de entenderse -en la línea del problema que se plantea- la plena validez de las apreciaciones y juicios del conocido crítico Philip Jodidio. Para él, una especie de movimiento voluntario vació repentinamente al arte de todo aquel contenido humano, emocional, religioso e histórico que lo envolvía y que constituía su fundamento e interés hasta la primera mitad de este siglo. Todo sucede como si hubiese dejado prácticamente de tener lugar entre la gente del arte la pregunta esencial para el creador planteada en el título del cuadro de Gauguin que cuelga en el Museo Fine Art’s de Boston: “¿De dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos?” En el arte, casi siempre reflejo de la sociedad que lo crea, estas interrogantes espirituales perennes no pueden por cierto ser muy frecuentes cuando lo que predomina en la atmósfera general son los problemas vinculados al consumo. Prevalece entonces un arte frío, que no persigue la emoción sino la intelección o el desconcierto para escandalizar, terreno en el cual pronto se conecta con una lógica publicitaria de la sorpresa y la transgresión. Vuelve también aquí a esbozarse el problema ya abordado de la pérdida de la memoria y de las identidades, ahora a través de las “imágenes nuevas” de órbita computacional, sin ninguna carga cósmica, meramente internacionales e intercambiables.

Hay asimismo, nos explica Jodidio, una especie de aprisionamiento -a veces voluntario, a veces indeseado- que sufren los artistas por el sistema impuesto por el mercado, el cual ha llegado a estereotipar las vanguardias al punto de transformarlas en algo así como lo que fueron los pintores “pompiers” en el siglo XVIII. A consecuencia de este vacío, declara, el arte moderno ha muerto.

Desde una perspectiva muy comprometida con la modernidad, sorprenden también los agudos juicios críticos emitidos a este respecto por el escritor Mario Vargas Llosa. En la sociedad actual se ha desacralizado la literatura hasta convertirse únicamente en producto industrial, dice. En una sociedad volcada sobre las necesidades inmediatas, se han abolido el interés por el pasado y la preocupación por el futuro. “Víctima de este presentismo ha sido lo sagrado, realidad alternativa, cuya razón de ser desaparece cuando una comunidad, contenta o descontenta con el mundo en el que vive, acepta a éste como el único posible y renuncia a la alteridad de la que las creaciones literarias eran emblema y alimento. En una sociedad así puede haber libros -concluye- pero ha muerto la literatura”. Despojados de su carácter mítico, transformados en una mercancía sometida al frenético vaivén de la oferta y la demanda, en la que “un libro es un producto y un producto elimina a otro, incluso del mismo escritor”, se llega indefectiblemente al imperio de la banalidad. El gran escritor, cuya vocación apuntaba más allá del círculo de sus lectores, y cuyo esfuerzo y entrega miraba a la posteridad, tiende a desaparecer completamente del escenario.
Suenan en este sentido con un alto grado de realismo las palabras de Lyotard: “debemos decir que hoy el arte se ha convertido en un producto de consumo difundido, en algo que podemos llamar la estetización en masa de la vida, la cultura del narcisismo”.

Que estas constataciones no nos cubran entre tanto de desesperanza. Plinio el Viejo, en el siglo I a.C., dice ya que la pintura romana es un ars moriens, un arte que muere. El arte, en su historia, ha sufrido muchas muertes provisorias, ciclos de vida, muertes seguidas de un nuevo renacer. Puede suponerse que se vive un agotamiento conceptual de la obra material, una especie de agotamiento intelectualista del impulso emotivo. A lo mejor ello mismo impulsa el retorno al estilo, a la emoción y a la misma concepción clásica del oficio.

Una Moral para la superficie

Una documentada y aclaradora conferencia de don Bernardino Piñera, reproducida en Artes y Letras a fines del año pasado, citando autores muy actuales, configura lo que es el talante moral del hombre contemporáneo en el cual tiene curso el proceso que nos ocupa. No se divisan soluciones éticas de amplia aceptación; prevalecen los criterios de corte individual, las soluciones privatistas. Se desarrollan formas que vagamente podría llamarse “éticas”, adaptadas a los usos y costumbres de un mundo acomodado, perfectamente identificables con lo que se ha dado en llamar la mentalidad “light”: narcisismo; desconexión de la sociedad; preocupación por sí mismo, por la propia salud, por el cuerpo, por la apariencia; goce prudente y a su vez moderado de la vida; vida centrada en el momento presente, que mira más hacia los lados que hacia adelante o hacia atrás; temor por la vejez, el dolor; angustia por el pensamiento de la muerte; vida y muerte sin amor.

Frente a los problemas que asaltan al hombre de hoy, dicha mentalidad reacciona buscando paliativos inmediatos, tratando de aliviar las consecuencias negativas, pero no yendo a las causas. Estamos frente a una ética que se entiende como un mero código de circulación: mientras se está dispuesto a corregir la superficie, no hay interés por cambiar el fondo de las cosas. Cesare Cavalleri destacará la incongruencia de una sociedad como la europea actual, que se escandaliza frente al hurto, pero que se siente satisfecha con realidades como el aborto y la eutanasia, cuya legalización considera que son “conquistas civiles”. Es decir, el interrogante moral, en sentido estricto, ha ido vaciándose progresivamente: antes que preguntarse sobre la índole moral de lo que se hace -¿es buena o mala mi elección, es justa o es injusta?- la pregunta que prevalece, con indudable incidencia en el oscurecimiento de la conciencia moral, es si acaso dicha elección es útil o agradable.

Numerosos autores identifican este estado de cosas de manera no exclusiva, pero predominante, con el cuadro político-cultural que se precipitara después de la caída del Muro de Berlín, período histórico al que adscribimos el desarrollo de nuestro tema. Para el Cardenal Paul Poupard, Presidente del Pontificio Consejo de Cultura, como con el ateísmo marxista ayer, se hace hoy, con otro estilo, del régimen dominante, el centro del cual proviene el orden ético y axiológico, en una perspectiva en que la autonomía moral es pensada en términos de independencia total. Anton Stres, por su parte, analizando las consecuencias sociales que hoy se derivan para los pueblos del Este de Europa de un estado de cosas en que la moral fue sometida por largas décadas a las exigencias de la revolución marxista, observa allí una situación que caracteriza como un materialismo en el cual “saber qué es la verdad acerca del hombre y acerca de su vida tomada en conjunto, se sustituye conscientemente por el problema de saber sacar el máximo partido de la vida”.

Pauwels cree que una cierta angustia difusa y esa pérdida de finalidades y de sentido moral -angustia que en buena medida disfrazan los medios- produce en el hombre de hoy algo que va a traducirse probablemente en un sobresalto y en un deseo de volver a los valores. “En los tiempos que se avecinan, el gran problema para los occidentales consistirá en la redefinición de una moral”, afirma. Y agrega que no sabe si ello pasará por la religión. Es conveniente en todo caso recordar, de nuestra parte, que la historia humana no registra, desde la más remota antigüedad, la existencia de ninguna moral consistente y perdurable carente de un sustrato religioso.

En este sentido, el sobresalto de los valores de que habla el escritor francés, debería ser identificado, creo yo, con el gozo y con la alegría, superadores de esas angustias y tristezas difusas que aprisionan al hombre contemporáneo. Lo cual supone, en todo caso, superar también importantes dificultades en el entender de la cuestión moral por parte de éste. Ha sido muy fuerte el influjo de la ética kantiana del deber. Kant, en efecto, criticó duramente la moral orientada a la felicidad, considerándola egoísta, con lo cual oscureció en la mente de muchos el diseño amoroso del Creador. Es necesario recuperar la justa visión de la moral, centrada, a la vez que en el ejercicio de la virtud, en la bienaventuranza.

La Libertad

Si bien y verdad se nos presentan a lo largo de estas reflexiones con un nexo indisociable, otro tanto sucede entre éstos y la libertad.

Constituye la libertad, vista así, la antítesis de aquella otra libertad, absolutizada en clave individualista, que se nos ofrece corrientemente. El cierre a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, da lugar a una emancipación que vacía hoy a la libertad de su contenido y que la autodestruye. Las consecuencias sociales de este fenómeno son asimismo bien evidentes: la autonomía absoluta deteriora la convivencia, llegándose en casos hasta la negación del otro, considerado muchas veces como enemigo de quien defenderse.

Frente al espejismo de esa falsa autonomía, responsable de tantas tragedias y fracasos, es preciso recuperar para este siglo que termina -insistirán connotadas figuras del pensamiento- la fecundidad de la verdadera libertad.

“Lo que funda el carácter del ser humano -expresa Poupard- es estar tocado por el bien, sentirse obligado frente a él. Si se vuelve indiferente al bien, si inclusive lo rechaza, el hombre abandona su carácter fundamental, se deshumaniza, se hace literalmente caótico, peligroso para sí mismo y para los demás.” En cambio, el hecho de reconocer el bien y de realizarlo produce la experiencia de libertad más íntima.

Particular interés reviste en este sentido el aporte que nos entrega Alexander Solzhenitsyn, cuya idea de la libertad fue sintetizada en trabajo publicado a comienzos del presente año en Artes y Letras.

Punto de partida en el planteamiento del escritor ruso es la distinción entre libertad interior y libertad exterior. Es en la primera donde radica la capacidad de decidir sobre las propias acciones y la responsabilidad espiritual de las mismas. La segunda, definida como social, es un medio auxiliar para facilitarnos cumplir nuestra misión en la tierra.

Entendiendo la libertad interior como un don de origen superior, subraya que es tarea nuestra custodiar dicha libertad y hacer lo posible por reconquistarla en el momento en que pierda consistencia o se difumine.

Como se recordará, una de las más dolidas quejas que Solzhenitsyn hizo a Occidente a los pocos meses de su exilio, fue la de no comprender éste el significado de la libertad: “Pensáis que en el fondo la libertad se consigue de una vez para siempre, y por eso os permitís el lujo de despreciarla”, señaló. A lo cual añadiría más adelante un consejo: “Limitar sus exigencias es el paso más importante y prudente que puede dar el que ha conseguido su libertad. Y es además el camino más seguro para alcanzar la libertad misma”. Destaca así la necesidad de “autolimitarse” para poder liberarse de las necesidades de poseer y afirmarse, de manera ilimitada, que dominan a la sociedad actual. Es un primer paso y manifestación de la tensión que apunta hacia la libertad espiritual. “La satisfacción espiritual no está en poseer algo, sino en negarse a poseerlo; es decir, en limitar nuestras exigencias” dirá.

Cuestión clave representa para Solzhenitsyn conjugar verdad y libertad. Para ello el primer paso es liberarse de la mentira, es decir, luchar contra la “no verdad” que oprime al hombre y lo “falsifica”, asunto que en su enfoque no se limita a los trastornos del poder soviético y que tiene franca incidencia en su discurso a Occidente. La función del escritor en la sociedad, dirá, es la de “luchar contra los conceptos equivocados, contra las imágenes falsas, contra el mito, contra la ideología hostil al hombre; luchar por la memoria…”.

Su lucha por la libertad apunta a un horizonte final de liberación. Sólo allí podrá verdaderamente conjugarse el verbo “vencer” en términos de libertad. Y para esto no se nos ha dado una generación, ni un siglo, ni una época, sino toda la historia. En la obra de Solzhenitsyn la auténtica liberación del hombre se realiza más como esperanza que como cumplimiento. Es, en definitiva, una conquista espiritual animada por la esperanza en un renacer de alcance escatológico.

La riqueza del aporte hecho por el premio Nobel ruso en esta materia, habrá necesariamente de medirse en contraste con esa libertad entendida como un elemento hechizo, que circula hoy como moneda corriente y con pretensiones de exclusividad.

Nuestra Esperanza

La cercanía a una frontera simbólica entre siglos, incluso milenios, pareciera hoy de suyo convidarnos a definiciones mayores. Y además, ¿quién no desea llegar a esa cita con entusiasmo y verdadera esperanza?

En relación a todo lo expuesto aquí, conviene desde luego decir que el reconocimiento cabal y sincero de realidades críticas no tiene por qué entenderse como concesión al pesimismo. El pesimismo no tiene sentido. El optimismo, por su parte –dado que todo lo abordado es altamente problemático- no puede tampoco figurársenos como una carta segura. En la disyuntiva, atengámonos entonces a lo que dice Schiller, cuando afirma que el hombre andará por un camino extraviado mientras “siga creyendo en una edad de oro en la que triunfará lo bueno y lo noble: lo bueno y lo noble, en efecto, libran incesantemente una batalla, pero el adversario no se rendirá nunca”.

Cosa muy distinta, entre tanto, es la esperanza, dimensión humana sin la cual el hombre no puede en realidad vivir. No engaña nunca a nadie, pues es ajena tanto al optimismo como al pesimismo. El futuro de la esperanza no se confunde con el futuro de los futurólogos. El hombre equilibrado marcha al encuentro de lo desconocido sin esperar muchas garantías ni hacerse especiales ilusiones de este mundo.

En la misma medida en que las ilusiones ideológicas han copado en estos dos últimos siglos, a través de una confianza absoluta en realidades temporales, el espacio de la esperanza, la recuperación de la misma será difícil y dolorosa. Pero la experiencia acumulada forzará a redescubrir ahora que las causas temporales son, a pesar de todo, relativas, por estar insertas en el tiempo, y que la verdadera esperanza trasciende lo temporal. Más que por cualquier otra razón, el fracaso de los socialismos reales que ha marcado este fin de siglo ha sido un gran beneficio para la humanidad, porque ha demostrado de manera fulgurante cómo cae en el vacío un sistema sin referencia a valores supremos, sin la aceptación del ser de las cosas.
Quedan, es cierto, quienes piensan en la posibilidad ideológica de construir la existencia personal y social sobre la base de la plena autonomía individual. Apoyados en el mismo fundamento falso que sus antecesores, podemos augurar respecto de ellos una caída semejante.

No considero aventurado terminar señalando que en el momento en que se agota el ciclo racionalista que ha dominado ya por algunos siglos en Occidente, aparece ahora con nitidez ante nuestros ojos la elección entre las variables del nihilismo por una parte, y, por otra, el redescubrimiento del genuino fundamento cristiano de nuestra cultura.