Destacado abogado, académico y político. Colaboró e integró generosamente en diversas instituciones como Ministro de Estado, Rector de la Universidad Austral, Director de la UNESCO y Senador. Sin duda, tuvo una vida generosa y rica en obras. Destaca las múltiples referencias a su vínculo con el Padre Alberto Hurtado, incluida una última conversación con él en su lecho de muerte.
Publicada en Revista Societas Nº 12, 2010
Cuando fue recibido en la Academia, el 20 de junio de 1984, Juan de Dios Vial Larraín resumió la trayectoria del académico William Thayer como “una vida generosa y rica en obras”. La entrevista a continuación es un vivo testimonio de lo acertada que fue esa descripción. No sólo lo corroboran los múltiples cargos de responsabilidad pública que ocupó, como Ministro de Estado, Rector de la Universidad Austral, Director de la UNESCO y Senador, entre otros, sino la enorme cantidad de instituciones a las que se integró, colaborando generosamente con ellas. William Thayer ha sido un testigo calificado del siglo XX, tan dramático en experiencias políticas fracasadas y tan rico en orientaciones espirituales que llenan de esperanza al siglo XXI. Su sabiduría ha crecido con el paso de los años, la que unida a la notable lucidez de su memoria le permiten ofrecer una visión única y equilibrada del desarrollo del socialcristianismo chileno, de su crisis y de su aparente ocaso. Incansable y ameno conversador, la entrevista ha sido un instrumento para registrar hechos e impresiones que no estaban escritos y eran desconocidos. Destacan, entre ellos, las múltiples referencias a su vínculo con el Padre Alberto Hurtado, incluida una última conversación con él en su lecho de muerte.
–¿Qué espera usted de esta entrevista?
WT: Desearía que apuntara a aquellas cosas en que, creo, tuve una experiencia cuya divulgación ilustre a los demás. La vida encierra momentos en que nos corresponde algún papel, o somos testigos de situaciones o hechos interesantes para otros que no pudieron conocerlos o nosotros los conocimos mejor. Así, por ejemplo, soy un año mayor que la OIT y me ha cabido una relación bastante intensa y variada en el mundo del trabajo. Diría que mi aporte específico al tema de las relaciones laborales no proviene de ser el que más leyó, escribió, oyó o estudió sobre él, sino uno de los que tuvo mejores oportunidades de conocerlo desde variadas perspectivas: como empleado público y particular, empleador, abogado –independiente y dependiente–; asesor de sindicatos grandes y pequeños, negociador colectivo, columnista, miembro y dirigente de la Acción Católica; militante político, funcionario judicial, ministro del Trabajo, Previsión y Justicia; rector universitario; senador y partícipe en organismos o torneos vinculados a trabajo y educación: OIT, UNESCO, ICARE, USEC, ASICH, mutualidades de empleadores, cajas de compensación, confederaciones de trabajadores y empleadores; congresos, seminarios; conferenciante, profesor en colegios y liceos. Fui profesor en universidades chilenas y extranjeras, consultor e informante en temas laborales, previsionales, constitucionales o educacionales, y colaborador cercano, por varios años, del Padre Hurtado, hoy San Alberto Hurtado, en sus quehaceres de Acción Católica y de apostolado en el mundo sindical. Estas experiencias sumadas me autorizan para dar un testimonio válido y, por las diferentes perspectivas, presumiblemente objetivo y difícilmente fanático.
Con estas aclaraciones, me atrevo a ser entrevistado sobre mi vida.
–Ud. mencionó que es un año mayor que la OIT. ¿Por qué aparece en ese momento, 1919, y no antes? ¿Qué cosas maduraron en la conciencia colectiva para que los gobiernos dieran este paso? ¿Cuándo oyó Ud. por primera vez hablar de la OIT?
WT: La idea de una organización internacional del Trabajo maduró, fundamentalmente, por la importancia que durante la guerra de 1914-1918 tomó el mundo obrero masivamente, contándose los muertos y heridos por millones. Los líderes de las grandes centrales sindicales advirtieron que debían ser considerados en los tratados de paz, ya que habían sido protagonistas en la guerra. De ahí nació la consigna incorporada a la letra y espíritu del conjunto de documentos llamado, Tratado de Versalles: Sin justicia social no hay paz internacional. Como homenaje y recuerdo, la Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos (CISC) regaló a la OIT un gran mural que representa al trabajo. En el se distinguen, entre otros, a Tessier y Serrarens, presidente y secretario general, a quienes tuve el honor de conocer.
El trabajo obrero era manual, de baja jerarquía y subestimado en tiempos de paz. Todavía se habla de fuerzas de la producción y de fuerzas del trabajo, como si la tarea de los empleadores fuera producir y la de los trabajadores, sólo trabajar. Así se llegó a crear una especie de subcultura o anticultura, en donde el trabajador termina por convencerse que si es la empresa la que produce y el trabajo no es productivo, el acto distintivo de los trabajadores es la huelga o el paro, o sea, dejar de trabajar.
Guardadas las distancias, comparemos dos condiciones: la de un líder máximo sindical (por ejemplo Clotario Blest, durante la mitad del siglo XX) y la de una máxima autoridad de Gobierno, en el ámbito laboral, como es el Ministro del Trabajo (por ejemplo, yo mismo, entre 1964 y 1968). Blest era un líder de experiencia en el mundo sindical, pero nunca fue empleador, director de empresa, parlamentario o ministro. En la Conferencia General de la OIT tenía asiento dentro de la representación laboral. El Ministro del Trabajo encabezaba la delegación nacional, representando al Estado de Chile (no sólo al Gobierno).
La OIT ha sido siempre tripartita: Estados, Trabajadores y Empleadores. Es asimismo tripartito el Consejo de Administración. Pero el Director General, Jefe de la Oficina (Bureau) de la OIT es un funcionario técnico de alta preparación y experiencia administrativa. Informa a la Conferencia y al Consejo, pero no vota en ellos, como es habitual en la estructura de poder o mando administrativo de las empresas, entendiendo por tales las comprendidas en la definición del artículo 3º, inc. 3º del Código del Trabajo.
Cuando fui nombrado ministro, muchos trabajadores me decían “compañero” y los falangistas esperaban que, como había sido abogado de los trabajadores, debía ser Ministro de los Trabajadores. Para ello, habría sido necesario reformar la OIT y firmar un nuevo Tratado de Versalles, cuya Parte XIII instituyó la OIT como tripartita. Al crearse Naciones Unidas, en 1945, la OIT fue reconocida dentro de su estructura. Es de advertir que la Liga de las Naciones, creada al término de la Primera Guerra Mundial, desapareció y fue reemplazada por Naciones Unidas. En cambio, la OIT se mantuvo esencialmente como tal.
–Aunque nos anticipemos a otros temas, ¿Ud. conoció bien a Clotario Blest? ¿Qué imagen tiene de él? Algunos lo admiran hasta el día de hoy, como un gran líder, como un héroe y llegan a decir que era un santo. ¿Qué experiencia tuvo con él?
WT: Tuve bastante cercanía y contacto con él, por ser yo asesor de sindicatos, profesor de derecho del trabajo y seguridad social; Ministro del Trabajo y Previsión; directivo de cajas de compensación y de mutualidades de accidentes del trabajo; hombre de Iglesia; socio de Eduardo Long (asesor de la CUT) y amigo que conocía rasgos importantes de la vida de Blest. Pero yo era un moderador, porque Blest buscaba una solución distinta: establecer la República Sindical Chilena y la impulsaba mediante una revolución, sin importar mucho por cual vía se iba a llevar a los trabajadores organizados al poder. Blest era profundamente cristiano y religioso, entregado al sindicalismo sin ninguna ambición personal. Sólo quería entregar su vida al servicio de los trabajadores organizados, sin sentirse limitado por la ley o la Constitución, pero sí, por su conciencia moral. Para mí era un líder, un iluso, un revolucionario y un santo, atributos no fáciles de armonizar.
–¿Se dejó entonces influenciar por la corriente sindicalista?
WT: No lo diría así. Clotario mismo fue principal influencia sindicalista en Chile desde la segunda década del siglo XX. Era empleado fiscal –fundó la ANEF–[1] y discípulo del Padre Fernando Vives, el mismo director espiritual que tuvo el Padre Hurtado. Curiosamente, éste recuerda al Padre Vives como su gran inspirador y también lo reconoce como tal Clotario, al que le dejó un crucifijo en su testamento. Sin embargo, no se pueden concebir concepciones de servicio al trabajador más diferentes. Dos personas, de una profunda fe religiosa, tras un objetivo similar, pero siguiendo estrategias incompatibles en puntos clave. La historia haría bien en cotejar con profundidad la similitud de los intentos, la diferencia de los medios usados y la magnitud de los resultados entre Hurtado y Blest.
El Padre Hurtado perseguía, ante todo, hacer realidad –no sólo predicar– el mensaje de Cristo en el mundo obrero. Para eso luchó por la libertad sindical y creó la ASICH (Acción Sindical y Económica Chilena). Tenía una visión muy positiva del sindicalismo, no sólo como respaldo a la negociación colectiva, sino que como escuela de formación de líderes. Precisamente, fundó la ASICH como un centro de asesoría y servicios sindicales y una escuela de formación de líderes obreros; no como una Confederación de Sindicatos Cristianos, lo cual debía provenir de una libre decisión de los sindicatos confederados y no de un acuerdo entre el Papa y el Padre Hurtado. En cambio, establecer un centro de servicios y formación cristiana y profesional de líderes obreros, como la ASICH, era parte de la misión de la Iglesia, para lo cual el Padre Hurtado recibió el respaldo de Pío XII y a cuyo éxito consagró principalmente sus desvelos entre 1947 y su fallecimiento el 18 de agosto de 1952.
–¿Supo usted de un caso de espionaje internacional en que se quiso envolver a la ASICH?
WT: Sí. Pensando en la libertad sindical, el Padre Hurtado trajo a Chile, hacia 1951, para encargarle el Departamento de Formación Social al entonces representante para América Latina de la Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos (CISC), el sociólogo húngaro Jorge Kibedi Barsi, quien había estado en Chile cuando aquí se reunió el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas, a comienzo de los años cincuenta. Yo estuve presente, invitado por Pax Romana, pero no recuerdo haber estado con Gastón Tessier y Jorge Kibedi, líderes de la CISC, a quienes entonces no conocía. Ellos hablaron con Ramón Venegas, como correspondía, pues era el presidente de la ASICH, organismo filial de la susodicha Confederación.
Hacia 1952 debí dejar mi estudio profesional para trabajar como asesor jurídico a tiempo completo en la ASICH, por dos hechos dramáticos, que se sumaron: enfermedad terminal del Padre Hurtado y, casi paralelamente, por inhabilitación escandalosa del encargado de formación social de la ASICH, el citado Jorge Kibedi. La acusación no era ni de faldas ni de dinero, sino nada menos que de ser espía comunista al servicio de Moscú. El golpe hería de muerte a la ASICH, al prestigio del Padre Hurtado, gravemente enfermo; a la CISC y a todos los que trabajábamos cooperando con ellos. Nunca olvidaré cuando me llamó angustiado por teléfono el Secretario General de la ASICH y gran dirigente bancario Roberto León Alquinta, quien me pidió en nombre del Padre Hurtado y de su obra, que cerrara mi estudio y me fuera a trabajar a la ASICH haciéndome cargo de enfrentar la acusación, sancionar al o a los culpables y llevar un aliento de paz al moribundo Padre Hurtado. Sinceramente declaro que no fue de mi parte un acto de generoso desprendimiento ni nada parecido. Fue una necesidad absoluta que cayó sobre mí y habría sido una deslealtad ignominiosa rechazarla, pues la tarea me incumbía con nombre y apellido y agradezco a Dios y al hoy San Alberto Hurtado, haberme dado las luces suficientes para entenderlo con la misma claridad con que lo veo hoy, 57 años después.
Costó años desentrañar la calumnia internacional. El Padre murió sin conocer aquí el final del proceso. Más aún, cuando lo visité me expresó estar amarrado por sigilo sacramental. Me expresó que confiaba en mi criterio moral y profesional, sin poder aconsejarme acción ni omisión alguna respecto del caso. Dos días antes de su muerte tocamos el tema con el Padre, por si de su lado había novedades. ¡Nada! El santo, llorando, me alentaba a seguir la voz de mi conciencia y mi experiencia, pues él tenía los labios sellados para el asunto, sin poder ni por un gesto brindarme una orientación. Kibedi lo visitó poco después: llanto y silencio.
Yo me hice cargo de investigar y resolver el caso. Pedí cuanto testimonio pude dentro y fuera de Chile, y me formé la conciencia jurídica y moral de que era una calumnia muy bien urdida y que sin que nadie asumiera la responsabilidad de acusar, yo fallé a su favor. Kibedi , inocente, ante el derecho y la moral, viajó a Canadá asumiendo trabajos ajenos al mundo sindical. Transcurridos sobre veinte años, el ex presidente de la ASICH, quien había exigido la salida de Kibedi sin poder formular cargos, por hallarse también ligado por un secreto profesional, lo visitó para comunicarle que por fin podía expresarle que la persecución había sido una calumnia, propia de fuentes totalitarias; que lamentaba y se condolía por sus sufrimientos, pero todos habían sido atrapados por una intriga internacional. Kibedi, que había vivido la resistencia a la ocupación sucesiva de Hungría por nazis y comunistas, se alegró de la información y sin otra recriminación siguió su vida, bendiciendo a los que lo ayudaron, pero sin maldecir a los que le hicieron perder todo, incluso su honra. No maldijo ni buscó revancha. ¿Pura virtud? Creo que no. El sufrimiento lo hizo virtuoso, pero la experiencia del horror totalitario lo hizo cauto y no vengativo.
–Volvamos a los años 1936-1952 en que el Padre Hurtado desarrolla su apostolado en Chile, ¿cuál era la situación de los obreros?
WT: Simplemente no podían sino representar la más baja categoría dentro del mundo laboral. De hecho eran analfabetos en un gran número. Pero lo peor consistía en que si el obrero se cultivaba y capacitaba, dejaba de ser obrero; entraba a ser empleado particular; se incorporaba a otro régimen y otro ambiente. Era obrero mientras era inculto y en su trabajo predominaba el esfuerzo físico. Si predominaba el esfuerzo intelectual, abandonaba “la clase obrera”; dejaba de ser “proletario” y se “aburguesaba” como empleado, según el lenguaje marxista. En esa época la inmensa masa era obrera –15 obreros por cada empleado particular a comienzos de los años treinta– estaba destinada fatalmente a ser inculta si quería seguir siendo clase obrera. Saber leer y escribir, cultivarse y capacitarse profesionalmente le hacía “abandonar la clase explotada”. Todo obrero especializado reclamaba pronto la calidad de empleado, lo que le daba acceso al sueldo vital y a la asignación familiar de los empleados particulares, de montos tres veces mayor que el salario mínimo y la asignación familiar obrera. La jurisprudencia y leyes especiales reconocieron la calidad de empleados a los choferes, grueros, maquinistas, caldereros, electricistas, etc. Diría que una de las razones por las que Blest, que nunca fue obrero, vestía con frecuencia el overol obrero, era por solidaridad con ellos. Así lo recuerdo en la sala de espera del Ministro de Justicia, en un encuentro sorpresivo, porque nunca lo habría hecho esperar.
Blest creó un grupo de acción social muy selecto, integrado por quince miembros, llamado Germen, para el que escogió como emblema el mismo de los comunistas: “la hoz y el martillo”, pero con la cruz de Cristo clavada al medio. ¡Típico de su devoción que unía la revolución social y el mensaje de Cristo! Más que apolítico, Blest era apartidista y revolucionario. Por eso provocó una grave crisis en la Liga Social –movimiento social cristiano no político, fundado por el Padre Vives– al jugarse por el apoyo a la revolución socialista del 4 de junio de 1932, que encabezaron Marmaduke Grove (socialista), Eugenio Matte (masón y “napista”), Carlos Dávila (ibañista) y el general Puga. Ese movimiento derrocó al gobierno constitucional de Juan Esteban Montero elegido, a su vez, a raíz de la caída del primer Gobierno de Ibáñez (1927-1931).
Cuando entraron a regir el DL 2.200 (1978) y, en 1979, la legislación del Plan Laboral (Decretos Leyes 2.756 y 2.758, de 1979) se acabaron las diferencias laborales entre empleados y obreros. Al año siguiente, con los decretos leyes 3.500, 3.501 y 3.502 se eliminaron también las diferencias previsionales. Desde entonces sólo hubo trabajadores en Chile.
A mi juicio, la sociedad chilena no fue consciente de la amargura íntima que sentía el obrero como tal. Como fui abogado de tantos sindicatos de obreros y de empleados, pude comparar los sentimientos –conscientes e inconscientes– de unos y otros, y del sentimiento de menosprecio que envenenaba el alma del proletariado chileno. El anhelo de dejar de ser obrero era muy fuerte y generaba una actitud de rebeldía, una sensación de rabia, de cosa injusta y que el marxismo y los sectores más cultos y pudientes no entendieron y, por lo mismo, no supieron neutralizar.
–¿Qué efectos sociales o económicos ocasionó la depresión de 1929?
WT: La viví como niño de 10 o 12 años, un poco inconscientemente. Así le ocurrió a la mayoría de los chilenos, que atribuyó a errores del gobierno de turno las consecuencias en Chile de un problema mundial, enredadas con las críticas constitucionales y políticas referidas a don Carlos Ibáñez y su equipo.
La crisis, que estalló en Estados Unidos en 1929, azotó al mundo durante el período comprendido entre ese año y la Segunda Guerra Mundial, que puede considerarse el peor de la economía chilena durante el siglo XX[2]. Sus efectos se sintieron acá especialmente por los años 31 y 32. Yo tuve que dejar de ser alumno de los Padres Franceses y pasé a serlo del Liceo de Viña, porque mi familia no pudo seguir pagando una educación particular.
–¿Cuántos años alcanzó a estar en el Liceo?
WT: Desde segundo a sexto año de Humanidades (1932-1936). El cambio de la enseñanza particular a la del liceo fue una experiencia importante. No se alteró la calidad de la docencia recibida (salvo en idiomas), pero fue notable el cambio de ambiente. Por ejemplo, uno de mis compañeros del Liceo, al que le decíamos “el burro Cancino” llegó a mi casa el sábado siguiente o subsiguiente, con el pedido de la carne para la semana. Lo vi llegar y me escondí. No sentía ningún problema porque en mi casa vieran que era amigo del repartidor de la carne, pero temía –bien o mal– avergonzarlo a él. Ese episodio me marcó. No era esperable tal tipo de experiencias en los Padres Franceses. Sin embargo, esa diferencia social no pesaba entre los alumnos del Liceo, al que asistíamos juntos con Waldo, el hijo de nuestra nana. El estatus lo otorgaban el deporte, las notas y la manera de ser. “El califa Villalobos” era bajo, moreno y feo, pero fuera de serie como boxeador. Todos lo respetábamos. El “chueco Bueno” (su apellido) era rey del fútbol. El “burro Cancino” venció al fuerte “pipo López” en una memorable pelea, previamente concertada. Yo sorprendí a la cátedra venciendo al gato Sepúlveda en pelea con guantes, durante la clase de Gimnasia. Pero “El monje Elizalde” me derrotó sorpresivamente pocos días después. En 1933 fui el único en obtener dos diplomas deportivos, pero mi “fama principal” se debía a que salía a vacaciones en noviembre por ser eximido en todos los exámenes, junto con los “repitentes”, que por flojos tampoco daban exámenes.
–¿Qué otro hecho llamativo recuerda de su época de colegial?
WT: Mi padre se había formado una buena situación económica, pero un insignificante accidente doméstico de mi hermana Laura se complicó y la puso a las puertas de la muerte. Para salvarle la vida, debió jubilar, trasladarse a Viña, muy cerca del mar; liquidar bienes, distanciarse de los archivos y grandes bibliotecas de Santiago, donde investigaba historia de Chile junto a su hermano Tomás.
Me daba cuenta del esfuerzo que hacía mi familia, en los Padres Franceses, para mantenerme a tono con mis compañeros de curso, que eran todos de buen pasar. Para el 12 de octubre –mi cumpleaños– los invitaba “a tomar té”. Los más de ellos me llevaban como regalo un libro de la Colección Araluce, editados en Barcelona. Generalmente consistían en resúmenes para niños de obras famosas. Así supe de El Quijote, La Odisea, La Ilíada, Ben Hur, Marco Polo o el Rey Arturo. En el Liceo, en cambio, no había fiestas de todo el curso, salvo “la despedida del 6º año”. Nunca advertí problemas de resentimiento social, ni de mis compañeros ni de mis profesores. Se vivía un pluralismo no estratificado ni fanático, que fue muy definitivo en mi vida. Gozaba de cierta consideración por mis notas y el prestigio cultural de mi padre historiador, lo que bien apreciaban el Rector y el profesorado.
Los cuatro años en los Padres Franceses me hicieron miembro activo de la Iglesia y me proporcionaron una formación cristiana, que agradezco, mantuve y defendí de adulto. Me aferré a ella, pues en el Liceo teníamos clases de religión una vez a la semana, como un ramo técnico. Por eso fue de gran ayuda mi incorporación a la Acción Católica parroquial desde el 5º al 6º año de Humanidades, cuando ya también en el Liceo se suscitaban debates políticos y religiosos.
En 1937 ingresé al Curso de Leyes de los Sagrados Corazones y a su respectivo centro de Acción Católica, que presidía Jorge Barudy. A través de ese centro me inscribí en un retiro para universitarios que dirigiría un jesuita, recién llegado de Europa, llamado Alberto Hurtado. Fue mi primera relación con el Padre Hurtado, cuya influencia –llamémosla así– empezó entonces y no se extinguió jamás. Se acrecentó con su muerte y su canonización.
–¿Qué influencia tuvo la enseñanza de los Padres Franceses o del Liceo en que haya escogido estudiar Derecho?
WT: Ud. toca el tema de mi vida: la vocación, porque esa pregunta me la hice para mí y para todos mis compañeros. ¿Por qué algunos entramos a estudiar Derecho? ¿Por qué otros prefirieron medicina, ingeniería, historia, veterinaria, arte o pedagogía? En aquellos años la formación en la Acción Católica (AC) siempre bordeaba el problema vocacional. En el centro AC, de la parroquia de Viña nos reuníamos todos los lunes, temprano después de comida y revisábamos capítulo a capítulo el Silabario del Cristianismo, de Monseñor Olgiati. Su texto –clásico en Chile y en Roma– más los comentarios del R.P. Félix Ruiz de Escudero y las discusiones entre los miembros del centro parroquial e invitados especiales, actualizaron y enriquecieron los conocimientos de mi infancia en los Padres Franceses, llenaron los vacíos de la escasa enseñanza religiosa del Liceo y nos interesaron por las responsabilidades vocacionales, profesionales, familiares y sociales que deberíamos asumir. En aquella época ser de la Acción Católica era quizá más comprometedor que serlo de un partido político o de un club deportivo. Se asumía un compromiso en virtud del cual sabíamos que algunas cosas se hacían y otras no se hacían porque se era de la Acción Católica.
–¿Cuándo conoció la Acción Católica?
WT: La primera vez que oí hablar de ella fue en el segundo año de Humanidades (1932), recién ingresado al Liceo. Mi profesor de religión era un teniente cura de la parroquia de Viña del Mar, don Daniel López de Aréchaga. Unos cinco o seis alumnos habíamos decidido fortalecer la enseñanza religiosa recibida en nuestra casa o en el colegio anterior. Don Daniel oficiaba misa en una parroquia de Concón y lo acompañábamos a veces. Un día nos dijo que le gustaría tener un subcentro de Acción Católica en el Liceo. Nosotros habíamos entrado a la Congregación Mariana, que nos sirvió de preparación a la Acción Católica. El subcentro nunca se concretó, pero en el Centro de la Parroquia aprendimos lo que era la Acción Católica, a la cual me incorporé. Supe, entonces, que la había fundado Pio XI en 1922 y que el Episcopado la estableció formalmente en Chile, en 1931. La rama juvenil masculina la presidió un joven llamado Eduardo Frei Montalva, unos ocho años mayor que yo. En la AC fui bastante activo y asumí la misma presidencia que Frei, diez años después, en 1941. Frei fue en 1939 mi profesor de Derecho del Trabajo. Me impresionó como muy culto, de inteligencia superior y un líder extraordinario de la juventud, pero no un sabio en el ramo que recién enseñaba, aunque lo preparaba a conciencia.
–Se ha dicho que el P. Fernando Vives ejerció una influencia muy fuerte sobre el P. Hurtado, Clotario Blest y otros jóvenes católicos, alejándolos de la vida política. ¿Qué hay de cierto en ello?
WT: Algo hay de cierto. El Padre Vives tuvo un marcado distanciamiento de los partidos políticos y dejó esa huella en don Oscar Larson, Alberto Hurtado, Clotario Blest, Julio Philippi, Jaime Eyzaguirre y otros discípulos. En realidad, sabiendo que sus huestes de jóvenes católicos no tenían más destino político que el Partido Conservador, pues no se divisaba otra alternativa y éste no respondía al ideal social que ellos profesaban, no los indujo a la militancia política temprana. La estrategia del Padre Vives fue distanciarse de los partidos políticos e impulsar la Liga Social. Esto molestaba a los conservadores, a la Jerarquía de Santiago y fue también determinante de los “exilios” del Padre Vives. Obviamente, en esa época no tan lejana de 1925, cuando se separó la Iglesia del Estado, inquietaba que un voto más o un voto menos en el Congreso pudiese decidir la aprobación de la ley de divorcio vincular, de Registro Civil, de Cementerios Laicos y otras iniciativas que menoscababan la situación tradicional de la Iglesia y el derecho canónico. Faltaban treinta años para que S.S. Juan XXIII convocara al Concilio Vaticano II (1962-1965). Por otra parte, la defensa que el Partido Conservador hacía de “los derechos de la Iglesia” era pétrea y constituyó una fortaleza inexpugnable para la apertura de visiones más renovadas del quehacer social y apostólico. En 1934, todo cambió sustancialmente. Se conoció la Carta del Cardenal Pacelli, después coronado como Pío XII, que garantizaba la libertad de afiliación partidista a los católicos en cualquier tienda que ofreciera garantías a la Iglesia. Se abría camino a un Partido Corporativo Popular o a la Falange y el PDC.
–Un pequeño paréntesis, ¿había una atracción en la Falange nacional hacia la Falange española? ¿Cuáles fueron sus primeros juicios críticos en política?
WT: A mi entender, hubo en algunos atracción por la Falange española porque el mundo buscaba soluciones totales. La época que me tocó vivir fue muy interesante, pero propicia para que se dispararan posiciones extremas, aunque yo fui siempre un hombre moderado y, como se conceptúa hoy, pluralista. Era de las pocas personas que no tenía problemas con la ANEC ni con el Centro de Acción Católica de la Universidad Católica, que eran rivales. Estaba en la Falange pero no era anticonservador. Pensaba que ellos tenían una posición distinta, pero vagamente pensaba lo que ahora veo con la perspectiva de la distancia: si se tiene la responsabilidad del gobierno de un país, no es posible desentenderse de que gobernar es aplicar la doctrina pertinente y posible en un lugar y momento determinados. Por eso es un principio inamovible la irretroactividad de la ley penal. Cuando no se tienen responsabilidades de mando y se actúa sólo en función de un ideal doctrinario, se suele ser más duro con aquellos que, en alguna medida, incumplen la doctrina. Por eso, siempre fui cauto en atacar a un movimiento o partido que hacía el intento de servir al país haciendo un buen gobierno. Curiosamente, es la misma idea que recoge Gisela Silva en su notable recopilación de citas de don Jorge Alessandri. Como joven diputado, decía en la Cámara en octubre de 1926: “No deseo criticar los actos del Gobierno: generalmente es muy fácil criticar; es mucho más difícil actuar. Por eso me inclino siempre, cuando se trata de actos del Gobierno, tiendo a juzgarlos con benevolencia”[3].
Este problema se me hizo patente cuando fui llamado por Frei a los ministerios de Trabajo y luego de Justicia. Por ese entonces tenía cuarenta y seis años y veía clara la diferencia entre aspirar a ser un buen católico en el Ministerio y ser un buen Ministro (saber mi oficio).
–¿Tenían estos movimientos sociales de avanzada una vinculación con la universidad? Porque los gremialistas y la Falange eran movimientos que nacieron en la Universidad Católica. También nació ahí el milenarismo. ¿Qué importancia tuvo?
WT: Largo tema. Con las dos universidades hubo complejas vinculaciones. La juventud laica-liberal y la socialista, simpatizaba con un marxismo algo de salón, pero era muy activa. Se agrupó en la FECH, que era una especie de consorcio de radicales y socialistas, proyectado en cualquier sentido, menos el Partido Conservador y la derecha. Se asentaba en la Universidad de Chile. El Partido Radical era centrista y el Partido Demócrata lo que hoy llamaríamos de centro izquierda, pero en él se albergaban los revolucionarios que más tarde militarían en alguna de las agrupaciones que en 1933 se integraron al gran Partido Socialista unificado, incluyendo la NAP. Los comunistas hacían su camino dentro de la FOCH (Federación Obrera de Chile), inicialmente una organización mutual, fundada por el conservador Pablo Marín Pinuer en 1909. Fue un éxito de afiliación, pero penetrada a la larga por el socialismo, el marxismo, el anarquismo y el comunismo, más las tensiones generadas por la primera guerra mundial, la revolución soviética y el boom del salitre, se transformó desde 1921 en una central revolucionaria, Sección Chilena de la III Internacional Comunista, que había fundado Lenin en Moscú, en 1919.
Los movimientos que podríamos llamar izquierdistas, en general, no proponían soluciones completas y concretas como alternativa al “sistema establecido” (establishment), en gran medida –pienso– porque no tenían experiencia de “gobierno”, como ocurría con los partidos históricos. El modelo de la izquierda era la URSS, aparecida sólo en 1917, y para imitarla había que aplicar mucha imaginación y elevarla al Olimpo de las utopías. Por eso, las agrupaciones izquierdistas se unían en la común reticencia, molestia, rechazo, ataque y críticas a lo establecido, que identificaban con “el mundo conservador”. Les ayudaban para ello las grandes críticas filosóficas de Occidente: Descartes, Kant y Marx, todos más famosos por lo que criticaron que por las respuestas que dieron a sus propias críticas, muy lejos en ello del realismo aristotélico y la filosofía del sentido común. Pero aprovechaban la gran ventaja de seducir a la juventud por la validez de las fallas y defectos invocados, siempre fáciles de exponer e ilustrar con ejemplos palpables e impactantes, que la viabilidad de la sociedad actual mejorada. Así, los partidos que se formaron a comienzos o mediados del siglo XX unían a sus juventudes en críticas despiadadas a lo actual e ilusiones atrayentes de un futuro, con escenarios resueltos por el brillo de la oratoria y las emociones del fanatismo.
Por otro lado, la Constitución de 1833 establecía la mayor edad ciudadana a los 25 años, para los solteros y 21 para los casados (art.8º). La de 1925 fijó sin distingos la mayor edad ciudadana a los 21 años (art.7º). Sólo en enero de 1970 se concedió el derecho a sufragio a los 18 años. Hubo, pues, durante largas décadas, una brecha importante para los egresados de la enseñanza secundaria que les exigía esperar entre 3 y 7 años para ser ciudadano con derecho a sufragio. Algunos más precoces, como Pancho Bulnes, egresaron del sexto de Humanidades a los 16 años. De ahí que todos los partidos políticos rondaban, como gavilanes cazando palomas, tras la adhesión temprana de futuros votantes.
Pienso que en este marco se inserta también el “milenarismo”, el cual atrajo especialmente al grupo de desilusionados de la política encabezados por Jaime Eyzaguirre –el milenarista epónimo–, el padre Juan Salas Infante, párroco de San Juan Evangelista, Julio Philippi y su madre, doña Sara Izquierdo de Philippi. Gravitaban en torno a Jaime y ese grupo, distinguidísimos amigos o discípulos como Armando Roa, Gabriel Cuevas, el genial y versátil Mario Góngora, Juan Borchers y otros. Yo fui cariñosamente “pastoreado” y alguna vez me invitaron a conversar del tema. Recuerdo una larga mañana con Jaime Eyzaguirre, que me hizo impactantes confidencias sobre su fe religiosa y su visión del milenarismo. Otra vez, creo que en la tarde, estuve en San Jorge un fundo en Pirque, invitado al “sancta sanctorum” del milenarismo. “Presidía” doña Sara Izquierdo, “asesorada” por el R.P Osvaldo Lira (ss.cc) y asistían Julio Philippi y dos o tres personas más, quizá el mismo Jaime, la Sarita Philippi y alguien más. Menciono esta reunión porque me impresionó la profundidad de su crítica “desde adentro” a la Iglesia del Apocalipsis, juzgada como “la gran prostituta” por la traición de los hombres que toman su nombre y aprovechan su poder.
El ambiente era muy íntimo y religioso. Lejos de escandalizarme –yo no era un niño y sabía la calidad cristiana y moral de los contertulios– quise penetrar más en el milenarismo; medité en las cosas que había oído; leí León Bloy y “El que ha de venir” de Madeleine Chasles, una pequeña “biblia” para los milenaristas; asistí a una muy versada exposición de monseñor Alejandro Huneeus una noche, en la ANEC, etc. Finalmente, redoblé mi afecto y admiración por esos católicos y profesores ejemplares que eran Eyzaguirre y Philippi, pero resolví que no era ni sería milenarista. Cuando, poco después, la Iglesia prohibió en Santiago y luego universalmente difundir esa enseñanza, no me sorprendieron ni la decisión de la autoridad, ni el acatamiento sin drama de los milenaristas chilenos, a los que se les limitó su prédica que enredaba a los demás, mas no su creencia, que era asunto de su intimidad.
El milenarismo fue una doctrina que prohijó el religioso jesuita Miguel Lacunza (1731-1801) a través de la obra “La Venida del Mesías en Gloria y Majestad” (1790). El libro no fue un “boom” y el mismo Jaime declaró haber leído sólo el primer tomo[4]. La Iglesia tomó cartas en el asunto. Advirtió que había una forma extrema y otra mitigada de milenarismo. Veamos la definición que del “mitigado”, proporciona el Santo Oficio[5]: “Creencia en que Cristo, el Señor, antes del juicio final, previa o no la resurrección de muchos justos, ha de venir visiblemente para reinar en la tierra”. Esto durante un período de completa paz y santidad, el milenio, el “quinto reino”. Era un reino muy espiritual, no de una dominación bruta o conquista por parte del Señor o del pueblo judío. Pero tampoco únicamente espiritual, sino asimismo político, aunque imposible de comparar con otro reinos de la historia, pues la cabeza gobernante sería el Hombre Dios, nada menos que la Segunda Persona de la Trinidad Santa, encabezando un gobierno muy largo, de síntesis misteriosa entre el Reino de Dios y el Reino del César. Motivo de sobra para que la Iglesia, aunque cuidadosa de no herir a los milenaristas, buenos hijos de la Iglesia, debía también evitar que le complicaran la sentencia evangélica: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Desde luego, los milenaristas creían que, instaurado el milenio, los israelitas –conversos inmediatamente antes a la verdadera fe– retomarían su lugar de pueblo escogido, instrumento predilecto de la salvación y del Salvador-Rey. Habría un Israel más extenso que el histórico, con Jerusalén su capital, centro de peregrinaje desde todos los confines de la tierra. Cabría preguntar ¿por qué esta doctrina de un chileno, nacido en 1731, vino a causar revuelo y a despertar particular fervor, 200 años después, en un grupo de personas de gran religiosidad, pero profundamente comprometidas con la situación social de los más pobres y desesperanzados de la acción de los partidos y gobiernos? Una respuesta podría ser –no hago mía sino la sugerencia de reflexionar al respecto– considerar que, en el ambiente de las grandes utopías que se disputaban el mundo (democracia atea de la revolución francesa, capitalismo individualista angloamericano, comunismo, nazismo, fascismo, corporativismo católico franquista), se escarbara hasta hallar una solución, con fundamento en la Biblia, que trajera una especie de paraíso a la tierra, más o menos mitigado, bajo el mando directo de Cristo Rey. Era la utopía que faltaba en el debate mundial como aporte de la cultura judeo-cristiana. Sintomáticamente, quienes hicieron de cabeza para esta postulación algo “Deus ex machina” eran profundamente religiosos, pero sin ninguna experiencia política como el P. Juan Salas y nuestro eximio historiador y profesor Jaime Eyzaguirre. Por aquellos días Julio Philippi, que fue treinta años después ministro y estadista notable, se movía muy lejos de los avatares políticos. Por eso, con picardía punzante, aunque de buena ley pues todos eran amigos, Ignacio Palma, uno de los fundadores de la Falange, se refería a las críticas de los milenaristas sobre el quehacer político, como venidas de “expertos en laringología, que hablan sobre el comercio del trigo en el Helesponto”.
–¿Cómo se insertó Ud., joven nacido en 1918, en ese mar de discusiones?
WT: Me acuerdo que Eugenio Matte Hurtado, fundador de la NAP (Nueva Acción Pública) y luego del Partido Socialista, era muy amigo de Claudio Arteaga Infante (primo y padrino mío). La NAP fue, en sus inicios (1931), más gremial que política y, cosa muy propia de los tempranos años treinta, buscaba formas más bien corporativas de solucionar la “cuestión social”, huyendo de las posiciones de izquierda (pro marxistas) o derecha (pro liberal-individualistas). Hacia 1933 Matte fue llevado a una encrucijada entre desaparecer con su NAP o reconocer la “interpretación marxista de la historia”. Optó por el marxismo, pero la NAP se dividió. Más que eso, murió como tal, en medio de la protesta airada de Claudia Arteaga, y menos estentórea de mi padre, Luis Thayer Ojeda y otros que no aceptaban el marxismo.
El rompimiento de Matte con Arteaga, junto con la extinción formal de la NAP –“quedando 200.000 napistas al garete”, según le oía decir a mi padre– conmovió mucho las relaciones familiares, sobre todo porque los hechos eran confusos y vertiginosos. Pero como las divisiones políticas no debían herir en su esencia las relaciones parentales y amistosas, la crisis afectó más bien a Claudio y Eugenio, extinguiéndose al poco tiempo por el fallecimiento prematuro de Matte, que regresó enfermo de Isla de Pascua, donde había sido desterrado por la dictadura de Dávila.
Mi madre, la menor de los Arteaga Ureta –Juan, Claudio, Adolfo y Laura–, nacida en 1885, era íntima amiga de la esposa de Claudio, doña Lucía Infante Valdés y una especie de segunda madre para Claudio hijo, Domingo, Patricio, Mario y Lucía Arteaga Infante. Claudio Arteaga padre murió tempranamente, lo que hizo de don Luis Thayer Ojeda también un segundo padre para sus jóvenes sobrinos Arteaga Infante. Ellos a su vez, se interesaron mucho por los Thayer Arteaga –mi madre, mis hermanas y yo– al fallecer mi padre, Luis Thayer Ojeda, en 1942.
Si de los parientes pasamos a los amigos más íntimos, también se tejieron otras relaciones pertinentes a este análisis. Claudio hijo fue quizá el más estrecho colaborador de Moisés Poblete Troncoso y funcionario de la Oficina del Trabajo que dirigía Poblete, un asesor directo de don Arturo Alessandri Palma y alojaba en mi casa por razones de su trabajo con Poblete. Pero no fue todo. Mario Arteaga Infante, actuario de la Caja del Seguro Obrero, más tarde Servicio de Seguro Social, fue el principal colaborador del equipo que presidido por Jorge Prat Echaurren, preparó el llamado Informe Prat (21 tomos mimeografiados) para don Jorge Alessandri Rodríguez. Un equipo de la Superintendencia de Seguridad Social condensó en dos gruesos volúmenes, publicados por la Editorial Jurídica, el Informe Prat, llamado ahora Informe Briones, porque esta reedición del Informe Prat no alcanzó a procesarse bajo la presidencia de Alessandri, aunque estuvo listo cuando asumió Frei Montalva. Don Jorge quería nombrar a Carlos Briones Superintendente de Seguridad Social, pero estimó indebido hacerlo en los últimos días de su mandato. Lo dejó en manos de Frei, aunque recomendando a Briones. Como era natural, Frei Montalva me consultó, como Ministro de Trabajo y Previsión, y yo le aconsejé el nombramiento de Briones. Bien sabía que era activo socialista, pero un técnico de excepcional preparación. Así fue que el Informe Briones lo recibí en mis manos de parte del autor de esa acuciosa compilación muy poco después de hacerme cargo del Ministerio.
Con esta apretada información pretendo mostrar, a manera ejemplar, cómo se imbricaban en Chile las relaciones laborales y de seguridad social entre personas que no profesaban iguales ideas, cuando la natural complejidad de asuntos clave para la República exigía acudir a quienes conocían los temas, por encima de diferentes opciones políticas, doctrinarias o religiosas.
Estas cosas las fui madurando a lo largo de mi vida. Muchas de ellas las internalicé, especialmente en estos años de sobrevida que Dios me ha dado. Revisando papeles y armonizando recuerdos dispersos aprendí mucho de mi propio pasado y entendí, mejor que cuando los viví, algunos sucesos, pues no disponía de ciertos datos y de la perspectiva del tiempo para evaluar su alcance. Así, siendo niño de 12 o 14 años, veía que mi padrino Claudio Arteaga y su gran amigo Eugenio Matte llegaban con frecuencia a mi casa y que mi hermana Laura, que manejaba el auto que le regaló Claudio, llevaba a Eugenio a sus “choclones políticos”, donde se gestaba el nacimiento de la NAP.
Crecí viendo sólo la superficie de este mar de relaciones. Eugenio Matte era, se me ocurre, una especie de tutor espiritual del entonces joven Salvador Allende (diez años menor, socialista y masón también). Allende vivía en una casa estilo colonial, al lado de la mía, en Avenida Libertad, entre 3 y 4 Norte. Mi padre conocía a don Salvador. La Laurita Allende era amiga de mis hermanas mayores. Mi mamá había conocido a la mamá de Allende en el Santiago College y yo cursaba preparatorias en los Padres Franceses cuando el joven Salvador era un estudiante universitario, al que observaba pasearse en el jardín de su casa estudiando Medicina, hasta que un día apareció de uniforme porque debió hacer el Servicio Militar. Cuando Laurita Allende era candidata en algún concurso de belleza, yo no olvidaba recortar el cupón válido por 10 votos que publicaba Zig-Zag.
Eugenio Matte se divertía preguntándome por mis cófrades de la Congregación Mariana. Pero nunca recibí de él alguna expresión burlesca por mis creencias religiosas. Todos sabíamos que era masón, inteligente, brillante, pero era agradable estar con él y oír sus entretenidas explicaciones del acontecer nacional. Mi madre lo apodaba “Luis XIV” y él la trataba de “mi patrona y correligionaria”. A raíz del golpe contra Montero, Dávila lo desterró a la Isla de Pascua con Marmaduke Grove, Eduardo Alessandri y el doctor Vidal Oltra. El regreso fue políticamente un éxito. Matte triunfó como senador por Santiago en 1933 con el doble de la votación necesaria. Pero ya venía enfermo. Así lo notaron mi madre y mis hermanas al verlo de paso, a su regreso, en la Estación de Viña. Aunque ejerció con brillo la senaturía, no pudo reponerse bien y falleció en enero de 1934.
Mi conciencia política fue cauta. Nuestro profesor de Educación Cívica en el Liceo, don Enrique Rojo Céspedes, hacia 1934, apoyó al naciente Partido Corporativo Popular que, por razones históricas, no perduró. Era de modesta clase media y pensó encontrar cabida en ese movimiento. Delicada y confidencialmente trató de enrolarme. Me explicó: Willy se está formando un partido corporativo popular. Esta opción corporativa renació cuando el Cardenal Pacelli dio respuesta a la consulta que le hicieron el episcopado chileno y la Liga Social, cada uno por su lado:¿Tienen los católicos chilenos libertad para formar algún partido que dé garantías a la Iglesia y que no sea el Partido Conservador? La respuesta ha sido positiva y es el momento histórico de constituir un Partido Corporativo Popular. Todavía me acuerdo que Rojo me informó orgulloso que los estatutos los había redactado un gran profesor de la Universidad de Chile, don Carlos Vergara Bravo. Le contesté: –Mire don Enrique, le agradezco mucho, pero no tengo ni edad, formación ni conocimientos suficientes para tomar una decisión como esa, aunque lealmente simpatizo con la iniciativa. Estoy en 4º año de Humanidades, me faltan dos para egresar y me encuentro en una edad muy distante de la vida política. Rojo, que me distinguía como buen alumno, había tenido gran cercanía con mi padre y la NAP.
Ésta nació como un movimiento –no un partido– algo más laico y pluralista que el Partido Corporativo Popular, pero gremialista, anticonservador, fuertemente antimarxista, con un sentido del corporativismo tipo edad media actualizada, como nos lo había enseñado a un grupo de liceanos, don Bartolomé Palacios, socialcristiano “clonado”, como diríamos hoy, de don Carlos Vergara. Le insistí a don Enrique que no tenía una conciencia política clara para adherir a este movimiento. Tampoco entraría al Partido Conservador. Naturalmente, las palabras que uso aquí –75 años después– son más ordenadas y precisas que las del muchacho de 16 años que yo era entonces, aunque reflejan bien la esencia de mi posición, muy condicionada aún por mi contexto familiar.
Es indudable que los consejos del Padre Vives y don Oscar Larson –el segundo asesor de la ANEC y también discípulo de Vives– estaban igualmente orientados a aprovechar el tiempo intermedio entre el egreso del colegio y la mayor edad política en alcanzar una seria formación social, cultural y religiosa. No es verdad que esta juventud haya sido impulsada a rechazar la vida política. Ese fue asunto de los milenaristas, que formaban un grupo de excelencia académica, pero muy pequeño. La Acción Católica y la ANEC sólo querían formarlos antes de lanzarse a la acción política. Al menos, tal era el criterio de los asesores Oscar Larson, Alberto Hurtado y Jorge Gómez Ugarte, con quienes trabajé muy estrechamente en Santiago, desde 1939.
Aunque estoy consciente de que esta crónica improvisada se ha alargado, creo indispensable volver, desde otra perspectiva, a las relaciones entre la ANEC y la Universidad Católica. Según ya vimos, la Acción Católica chilena se fundó formalmente en el 1931, aunque la rama femenina se había creado independientemente en 1921 y en la Asociación de Jóvenes Católicos, que pronto devendría Asociación de Estudiantes Católicos y, por último, Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, ANEC. Esta fue una especie de contrapartida de la FECH. Entre sus iniciadores estuvieron Ignacio Irarrázaval, Manuel Ossa, los hermanos Larraín Tejada, Hernán Alessandri Rodríguez, Eduardo Cruz Coke, Carlos Vergara Bravo, Francisco Castillo, Luis Pizarro Espoz, Emilio Tizzoni, Pedro Lira, Francisco Vives Estévez, Héctor Escríbar Mandiola, Manuel Larraín Errázuriz, Alberto Hurtado y, entre otros muchos, nuestro Enrique Rojo Céspedes[6].todos nacidos cerca del cambio de siglo. La generación de Frei, Garretón, Palma, Alejandro Silva, Leighton y otros, nació bordeando 1910.
La Universidad Católica, por su lado, se había fundado en 1888 como respuesta a la posición militantemente laica de la Universidad de Chile y la posición beligerante anticlerical pero no anticristiana del Presidente Santa María, en cuyo hogar se rezaba diariamente el rosario, según nos insistía el presidente de ANEC hacia 1941, Domingo Santa María Santa Cruz, descendiente directo del ilustre y batallador Presidente.
La Iglesia Católica y la masonería eran inspiradoras principales, pero no exclusivas, del profesorado y alumnado de ambas universidades. En ellas también el profesorado era más abierto, “centrado y centrista” que los estudiantes. Hacia fines de los años veinte, la FECH y la ANEC fundaron como órganos de batalla más comprometidos en las disputas contingentes, el “Grupo Avance”( pro FECH) y el “Grupo Renovación” (pro ANEC), ambos activos en la Universidad de Chile. Entre los de Renovación, recuerda don Jorge Gómez, fue asumiendo un liderato Manuel Antonio Garretón Walker, apoyado por otro estudiante de ingeniería, IgnacioPalma, de larga vida política y por un fuerte grupo de la Escuela de Medicina: Julio Santa María, Francisco Beca, Roberto Barahona y Guillermo Labatut[7].
El mundo de la ANEC tenía dos objetivos tácticos principales: a) responder con una visión católica de avanzada a la FECH y, b) penetrar con el pensamiento cristiano a la Universidad de Chile para no dejar abandonados a los estudiantes católicos que no ingresaban a la Universidad Católica.
–¿De esas dos tareas, cuál primó?
WT: No es posible una respuesta tajante. Sería errónea e injusta. En cambio, interesa escarbar un poco más en esa rica década de los años treinta.
En 1931 se promulga en Chile el Código del Trabajo, dos días antes de conocerse Quadragesimo Anno; cae el Gobierno de Ibáñez y se funda la Acción Católica. No es poco decir. En 1934, se conoce la Carta del Cardenal Pacelli sobre libertad de afiliación partidista en los católicos, se intenta fundar el Partido Corporativo Popular y, paradójica pero lógicamente, ingresan al Partido Conservador –con mucho apoyo Episcopal santiaguino, pero dentro de un “estatuto especial” para la juventud– un grupo grande de jóvenes católicos, que lo rechazaban como voz oficial de la Iglesia, pero aceptaban intentar una participación libre, distinta y digna dentro de él. Entre ellos estuvieron Leighton, Frei y muchos más que fueron la base de la Falange Conservadora dentro del Movimiento de la Juventud del Partido. Nunca fue muy clara ni plenamente aceptada esta dualidad de Juventud Conservadora y Falange “dentro” de la juventud del partido. Pero el ánimo unitario primó hasta 1938, cuando la candidatura de Gustavo Ross provocó el rompimiento con el Partido y la separación de la Falange. Tema conocido y debatido, ocurrido antes de volver mi familia a Santiago. No tuve, por lo mismo, protagonismo alguno.
Entretanto, en 1936 había llegado a Chile el Padre Hurtado, ya formado como sacerdote jesuita, según lo anticipamos en otra respuesta de esta entrevista. Algunos años antes, el Padre Vives lo había sugerido como su sucesor en la Liga Social, pero hacia 1936 el escenario había cambiado. Fueron elementos decisivos de este cambio la Carta del Cardenal Pacelli, en 1934; el fallecimiento del mismo Padre Vives, en 1935; los intentos de crear el Partido Corporativo Popular; la aparición de la “nueva” Juventud Conservadora y la Falange Conservadora, con gran estruendo y un estatuto de especial autonomía. Varios objetivos de la Liga Social se habían cumplido y todo aconsejaba observar con atención como se decantada el cuadro político nacional y qué función podría corresponder en ella a la Liga Social.
El Padre Hurtado, con su espectacular doctorado en pedagogía era muy requerido para tareas educacionales. Poco a poco se fue sintiendo el influjo de su criterio y su saber. El propio Episcopado pedía su opinión en temas de su especialidad u otros de altos interés nacional o moral. En 1941 fue nombrado Asesor Nacional de la Juventud Católica. Entonces solicitó a don Jorge Gómez, que era el asesor nacional de la ANEC, dos nombres de jóvenes católicos que pudieran colaborarle en su tarea en la rama de los jóvenes. Don Jorge le propuso a dos jóvenes del Duc in Altum (grupo de formación religiosa que él mismo don Jorge dirigía). Uno fue Sergio Lecannelier, hechura de los doctores Cruz Coke y Jorge Mardones, que asumió como secretario, y el otro, el mío, no sé si por inspiración del Espíritu Santo, como dirían mis amigos, o “porque el Diablo metió la cola”, como creerán mis opositores. En todo caso, monseñor Salinas y el Padre Hurtado concordaron en mi designación. Debí asumir la presidencia y renunciar a la del Centro de Derecho de la UC, para la que había sido elegido dos meses antes.
En la Universidad Católica don Carlos Casanueva, como se sabe, defendía la obligación de los estudiantes católicos de preferirla frente a la de Chile. Hasta se habló de un teólogo canadiense (nunca supe el nombre ni me interesó saberlo) que sostenía era un pecado no hacerlo.
–Trascendió la información de que hubo serías tensiones entre la ANEC y la Universidad Católica con motivo de la preparación y celebración, en 1941, del Congreso Eucarístico Nacional. ¿Qué ocurrió realmente y qué papel jugó el Padre Hurtado en ese evento?
WT: El citado congreso tuvo especial relevancia, porque coincidía con el cuarto centenario de la fundación de la ciudad de Santiago y la llegada formal de la Iglesia Católica al Reino de Chile. Hubo hasta un legado pontificio. Don Oscar Larson era el vocero oficial y todas las tardes su intervención se iniciaba con unas palabras poéticas que todos recordamos: “Los últimos rayos del sol poniente doran la alba cruz que se levanta en el corazón de Santiago”.
–¿Dónde estaba la cruz?
WT: En la Plaza Bulnes, frente a La Moneda, mientras en ella agonizaba el Presidente don Pedro Aguirre Cerda. La cruz blanca y enorme, levantada específicamente para este congreso eucarístico. Su estructura era, por lo mismo, fácilmente desmontable y su ubicación un signo del pleno respeto del gobierno del Frente Popular y del Presidente a la Iglesia, relación que se esmeró en cultivar la “Primera Dama”, doña Juanita de Aguirre Cerda, de reconocida fe católica.
Todo esto, que parecía un sueño, me costó la única “negra” –nota aprobatoria mínima– en mi carrera. ¿Por qué? Vamos a verlo, porque pinta el paisaje y el ambiente de ese agosto de 1941, medio a medio de la Segunda Guerra Mundial.
El movimiento de los jóvenes católicos había alcanzado un dinamismo incontenible bajo la asesoría del Padre Hurtado. Yo, como presidente, sólo atinaba a colaborar a esa locomotora humana y sobrehumana que era el futuro San Alberto Hurtado.
Al aproximarse agosto, no podía casi atender mis estudios. Lo mismo acontecía a Hernán Troncoso, que había asumido la secretaría general. Entonces me dijo el Padre: Vas a pedir un permiso en la Universidad a contar de agosto para dedicarte a las tareas del Congreso Eucarístico. Terminado éste, te irás al Noviciado de los Jesuitas en Marruecos –(hoy comuna Padre Hurtado)– y te encerrarás ahí junto a Hernán Troncoso. Sólo saldrán para dar los exámenes o las pruebas posteriores a agosto. Pedí el permiso respectivo y como tenía alguna fama de buen alumno, me lo dieron todos los profesores, entre ellos, Víctor García, que era profesor ayudante en la cátedra de Procesal, que dictaba un hermano del Cardenal Silva Henríquez.
Así estuvimos por casi tres meses sometidos al régimen horario de los novicios. Entre ellos, recuerdo, se hallaban Raúl Cereceda y Renato Poblete, más tarde jesuitas de gran prestigio en la Compañía.
Llegó el día de mi examen de Procesal. Me presenté bastante preparado y tranquilo, pero la primera pregunta no fue de la comisión examinadora que presidía Fernando Alessandri, sino del mismo Víctor García. “¿Pero tú vas a dar examen –me preguntó sorprendido– cuando sacaste un UNO en la prueba final porque no asististe? Le protesté: ¡Pero,Víctor, si tú mismo me autorizaste para no darla o para buscar otra fecha, por mis obligaciones con el Padre Hurtado y el Congreso Eucarístico. Mira Willy –me respondió Víctor– la verdad es que me olvidé completamente y no hay corrección posible porque las notas ya están procesadas. Sin embargo –me agregó–, como tus notas anteriores son buenas, apareces en la lista con la nota mínima y seguramente vas a salir bien”. “Así lo espero, retruqué, pero con nota uno en la prueba final, la negra no me la despinta nadie”. Así no más fue. Mi inasistencia a esa prueba final me significó la peor nota de mi carrera, pero salvé el examen y le evitamos un problema adicional al Padre Hurtado, a Víctor y a la UC.
–¿Cómo se dieron las relaciones entre la ANEC y la UC durante el Congreso?
WT: En rigor, sólo se suscitó un problema ridículo que acrecentaron las tensiones anteriores y las del momento. Dentro del programa se hallaba contemplado un gran desfile final de todos los participantes ante las autoridades y, sobre todo, ante la gran cruz del Congreso. Desde luego, desfilarían las cuatro ramas de la Acción Católica (hombres, mujeres, jóvenes y niñas), congregaciones, colegios, escuelas, etc. Pero estaban, además, la ANEC y la Universidad Católica. Don Carlos Casanueva, que mandaba como cuatro obispos juntos, exigía que la UC desfilara como un solo hombre, con sus autoridades, profesores, administrativos y alumnos, desde el Rector hasta el más nuevo de sus alumnos. La ANEC pedía que desfilaran juntos los universitarios católicos de ambas universidades. El problema se había transformado en un incordio. Don Manuel Menchaca, secretario general del Congreso, no conseguía un acuerdo. Entretanto, sin meternos en el problema del desfile, Domingo Santa María, presidente de ANEC y yo, presidente de la Juventud Católica, estábamos empeñados en sacar adelante un homenaje a la Eucaristía, en el Salón de Honor de la Universidad de Chile. Por fin lo arreglamos y fuimos juntos con Domingo a comunicarle la excelente noticia a Monseñor Caro, que era Arzobispo de Santiago. Llegamos a su oficina y Monseñor, apenas nos divisó, se levantó de su asiento y nos gritó: “Ya vienen de nuevo. Mándense a cambiar”. Nosotros no entendíamos nada y no tuvimos oportunidad de explicarnos. Tuvimos que irnos como un par de réprobos, echados del Paraíso, sin saber por qué. Era tan absurdo, sorpresivo e injusto todo, que no podíamos bajar los peldaños de la escala del Arzobispado riéndonos desatinadamente. Ocurre que al santo arzobispo le tenían la cabeza caldeada con el cuento de la ANEC y la UC. Muy lógicamente pensó que íbamos con el mismo cuento a tantear otra solución.
Finalmente, las cosas se desenvolvieron a la chilena. Desfiló la Universidad Católica, pero no toda, pues algunos se unieron a la ANEC, donde ocurrió lo mismo. Nadie se acordó más de un problema minúsculo que no se arregló, pero se disolvió en la inmensidad de un desfile interminable. La cuestión de fondo la solucionó veinte años después el Concilio Vaticano II con su resolución sobre el pluralismo.
Precisamente, fue en tiempos del Vaticano II cuando asumí como Ministro del Trabajo del Presidente Eduardo Frei Montalva. En 1964 era una novedad esto de “la revolución en libertad”, consigna que entiendo la inventó Roger Veckemans[8]. Yo pasé a ser alguien de cierta significación política. En el mundo obrero y empresarial había alguna expectación: ¿Qué iba a hacer en el Ministerio del Trabajo este abogado de los trabajadores? Éstos me habían visto defendiéndolos en las asambleas sindicales y negociaciones colectivas. Algunos falangistas sostenían que debía ser “el ministro de los trabajadores”; no “del Trabajo”. Correlativamente, muchos empresarios consideraban mi nombramiento un peligro para las empresas. Finalmente, pienso, los más se dieron cuenta de que mi inspiración era la misma, aunque mi función pasaba a ser otra. Como asesor sindical luché siempre por encontrar la mejor solución posible para el grupo que defendía, pero con un límite: no se podía ir más allá del punto en que la empresa empezara a perder y, por lo mismo, a desestabilizarse. Había que retribuir a quienes aportaban capital, pues no hacerlo era tan injusto y perjudicial como no retribuir a los que aportaban trabajo. Pero muchos no lo comprendieron, porque mi caso era poco común.
–¿Cómo vio Ud. la asesoría del P. Hurtado en la Juventud Católica? ¿Cómo fue desarrollándose su relación con el Padre Hurtado?
WT: La primera pregunta fue exhaustivamente contestada en los procesos de beatificación y canonización del hoy San Alberto Hurtado. De la segunda paso a ocuparme.
Por el fallecimiento de mi papá en 1942, solo alcancé a completar un año trabajando codo a codo con el Padre Hurtado en la juventud de la Acción Católica (marzo 1941-marzo de 1942). El Padre, por su lado, renunció a la asesoría de la Juventud en 1944 y no me corresponde a mí sino a Héctor Ríos, Rodolfo Valdés, Sebastián Vial, Pepe Arellano, Hugo Montes, Vicente Ahumada y otros queridos amigos –algunos ya fallecidos– testimoniar sobre ese interesante período (1942-1946) en que mantuve con el Padre sólo la cercanía de una dirección espiritual compartida por las agobiadoras tareas del santo y, de mi parte, por vivir una etapa especialísima en mi vida: cuidar de mi familia, decidir mi futuro vocacional y profesional, preparar mi memoria, estudiar, rendir licenciatura, cumplir mi práctica profesional, recibir mi título profesional, casarme en 1945 y establecerme profesionalmente.
–¿Se recuerda cuándo y cómo conoció al P. Hurtado? ¿Fue al asumir juntos, él la asesoría y usted la presidencia de la juventud católica?
WT: No. Cuatro años antes. Como ya señalé, en 1937 el Padre fue invitado a dar un retiro cerrado, de fin de semana, en Valparaíso. Me acuerdo, como si fuera hoy, muchas cosas de ese retiro. En sus pláticas nos habló de esas dos estrofas que hay grabadas en los muros de la Iglesia Catedral, hacia la calle Bandera. Una dice: “Tú que pasas mírame, cuenta si puedes mis llagas. Ay hijo, qué mal me pagas la sangre que derramé por ti”; otra dice más abajo: “Peregrino de esta vida vuelve hacia mí tu mirada y ve cual vierte mi herida, sangre por ti derramada”. Aunque ambas sentencias envuelven el mismo pensamiento, el Padre escogió y comentó estremecedoramente la primera.
También nos habló de su dramática experiencia sacerdotal, atendiendo a un condenado a muerte. Fue el bullado asunto de Roberto Barceló Lira a quien, después, fusilaron. Distinguido dirigente de la Milicia Republicana, antes de partir a una reunión, según cuenta él, mientras sostenía aún la pistola en la mano para enfundarla, se le salió un disparo al despedirse con un abrazo de su mujer. Por eso, sostuvo Barceló, el proyectil la atravesó de arriba hacia abajo en la espina dorsal, dirección absurda si se tratara de un homicidio. Ahora, para mayor dramatismo, la sentencia de la Corte de Apelaciones condenaba a muerte a Barceló sólo por mayoría de votos, lo cual hacía inaplicable el fusilamiento. La parte querellante no tenía de qué apelar porque no hay pena mayor que la de muerte. Pero Barceló estimó que no podía, por salvar su vida, aceptar su culpabilidad. Recurrió a la Suprema, donde fue condenado por unanimidad, en un caso de gran expectación pública y con peticiones urgidas al Presidente de la República para que no indultara.
El Padre Hurtado, como abogado, debía entender el asunto, pero habiendo confesado al reo, sólo nos habló de los hechos públicos. Rezaron juntos los quince misterios de un rosario completo. Como Barceló se quedó dormido por una a dos horas, hubo de despertarlo cuando llegó el pelotón de fusileros. Barceló dejó una carta cerrada para ser entregada a su hijo cuando fuera mayor de edad. Al momento de darse la orden de fuego, Barceló gritó: Juro por Dios que soy inocente y murió. Su hijo, siendo mayor de edad, leyó la carta y desde entonces volvió a usar el apellido de su padre.
Recuerdo muy claramente que después del retiro el Padre habló con cada uno de nosotros. Conmigo sostuvo una conversación de análisis, que duró dos años, discusión sobre el tema de mi eventual vocación religiosa y mis ineludibles responsabilidades familiares, dilema que él conocía por ciencia y experiencia.
Con el tiempo, he pensado muchas veces qué significa seguir la vocación a la santidad desde el sacerdocio o desde la familia. A los años que tengo –90 cumplidos– lo único que definitivamente tengo claro es que no soy santo y me duele no serlo. Como dijo León Bloy, esa es la única tristeza razonable para el cristiano. Leí también otro pensamiento en uno de los libros que puso a mi alcance el P. Hurtado: “una vocación no seguida, las más de las veces no es una verdadera vocación”. Examinados los hechos a posteriori, creo que fue mi caso.
En todo caso, entre los años 1947 y 1952 retomé contacto nuevamente muy estrecho con el Padre Hurtado cuando, por circunstancias diferentes, coincidimos en el quehacer obrero y laboral. El Padre porque, después de dejar forzadamente su trabajo en la Juventud de la Acción Católica, se volcó primero a la fundación y puesta en marcha del Hogar de Cristo (1944-1947) y, luego de esa gigantesca obra, al apostolado en el mundo obrero y sindical. Para ello, en junio de 1947 firmó el acta de fundación de la ASICH y dejó su dedicación personal a ella en compás de espera, mientras la Compañía de Jesús, primero, y el Santo Padre Pío XII, después de su entrevista personal el 8 de octubre de 1947, lo autorizaron para dedicar preferentemente sus ansias apostólicas al mundo obrero y a la libertad sindical. En cuanto a mí, la Divina Providencia dispuso que entre un sábado y un lunes de abril de 1947 me transformara de ayudante de Monseñor Vives para su cátedra de Filosofía del Derecho, en abogado experto en asuntos sindicales, socio del profesor Carlos Vergara Bravo, consultor y, luego, jefe del Departamento de Formación de la ASICH y representante para América Latina de la Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos, hasta el bienio 1954-1955, pasados dos años del fallecimiento del hoy San Alberto Hurtado.
–Sería interesante ampliar la información sobre qué pasó con el Padre Hurtado cuando debió dejar la asesoría nacional de la Juventud A.C.
WT: Salió entonces de la Juventud Católica porque algunas personas y sectores, de los que se hizo eco, en ese momento, el Obispo Auxiliar de Santiago y Asesor Nacional de la Acción Católica, estimó imprudente una declaración del Consejo de la Juventud Católica sobre el problema social chileno. Pero la crítica no aludía tanto al fondo, sino porque ese tipo de críticas no era función de los jóvenes de Acción Católica, sino de los Pastores de la Iglesia. O el blanco era el criterio del asesor de la rama de los jóvenes, el R.P. Alberto Hurtado y nacía del Asesor Nacional de la AC, su superior directo en la institución.
Ese era un golpe que el P. Hurtado no podía esquivar. Lo grave no residía en que algún subalterno se hubiera apartado de la orientación del asesor, sino que ese criterio de dar mayor protagonismo a los laicos, que fue lo que exigió veinte años más tarde el Concilio Vaticano II, pero eso no había ocurrido aún, Hurtado estaba entre los que presentían hacia dónde iban las cosas en la Iglesia y sufrió los problemas anejos a quienes tienen visión de futuro y empujan los cambios atinados, calificativo que el común de los mandos establecidos acepta mucho después. Por eso el P. Hurtado debió renunciar en 1944. Falleció en 1952. Se le reconoció lo atinado de su criterio en 1965 y fue canonizado el 2005.
Entretanto, el fin de la Segunda Guerra Mundial despejó algunas incógnitas y fue un alivio para miles de millones de seres humanos, pero abrió un escenario contestatario y confuso. Se produjeron tensiones donde no siempre era sencillo discernir entre partidarios del statu quo y lo que el Concilio llamó aggiornamento; entre la evolución y la revolución; entre cambiarlo todo, mucho, poco o nada; etcétera. Era tal la angustia por controlar el nuevo escenario, pues se auguraban cambios profundos, pero no se sabía cuáles ni quien manejaría el timón en la azarosa posguerra. Casi todos querían el cambio, pero las alternativas revolucionarias disponibles, frente al criticado mundo occidental democrático –comunisno, socialdernocracia, socialismo, justicialismo, anarquismo, corporativismo, comunitarismo, internacionalismo, ambientalismo, etc.–, no producían consenso. Por lo mismo, muchos “revolucionarios” ocultaban sus propios fines para no dividir el ímpetu unitario que empujaba “la revolución”: ¡Hagamos la revolución y luego discutimos sobre qué bases construiremos el orden nuevo!
Este y otros sofismas los denunciaba el Padre Hurtado. Le nacía del alma educar en la acción, tal como defendía santificarse en la acción. El quería oír a los que no habían sido escuchados: pobres, analfabetos, obreros, niños, esposas, extranjeros, seglares, que sufrían el poder abusivo, respectivamente, de ricos, letrados, empleadores, adultos, maridos y eclesiásticos.
Pero el Padre era hombre de Iglesia. Cuando halló tropiezos como asesor de la juventud, volcó su apostolado a los más pobres y fundó el Hogar de Cristo. Cuando éste empezó a caminar en buenas manos, buscó llevar su apostolado hacia otro sector postergado. Escogió a los obreros. Sin embargo, como el Padre veía debajo del alquitrán, procuró primero el respaldo del General de la Compañía de Jesús y del propio Pío XII, a quien le entregó un sustancioso memorándum[9]. Con su respaldo, consagró sus últimos cinco años de vida (1947-1952) a llevar el mensaje de Cristo al mundo obrero a través de la Acción Sindical y Económica Chilena (ASICH).
–Ud. mismo le ha dado mucha importancia a la publicación del citado memorándum, que se mantuvo secreto largo tiempo. Con todo, se sabe que el Padre algo le comunicó a Ud. sobre esa entrevista con el Sumo Pontífice Pío XII. ¿Qué nos podría decir?
WT: El Padre tenía plena confianza en mí, pero yo no era su discípulo predilecto ni su consultor. Nada de eso. Para ciertas cosas precisas que me había encargado o eran de mi especial conocimiento, conversamos con intimidad muchas veces. Así, cuando se entrevistó con Pío XII y hablaron de la posición de la Falange, que, a juicio del Papa, alguna vez había ido más allá de donde debía, me lo comentó bajo secreto confiado. Sólo treinta años después, al revisarse toda la documentación del Padre para su beatificación, fallecidos ya él mismo, y Pío XII y extinguida la Falange 1957, al fundarse el PDC, este secreto me fue levantado. Pero cuando visité al Padre dos días antes de su muerte, me reiteró “esa opinión del Santo Padre no la sabe nadie y es un estricto secreto para ti”. El Papa no quería, con toda razón, aparecer interviniendo en un tema complejísimo que podría haber llevado a un aprovechamiento político, capaz de matar a un movimiento político de gran trascendencia para Chile y la Iglesia. Sin embargo, el Santo Padre juzgó oportuno que el Padre Hurtado lo supiera, y éste me lo hizo saber en las mismas condiciones. No me pidió nada. Pero yo supuse que fui buscado como persona capaz de influir, sin comprometer ni al Papa ni al Padre Hurtado con mensaje alguno.
–En esa época hubo mucho debate en torno a la figura y libros de Jacques Maritain. ¿Qué supo y sintió Ud. al respecto?
WT: Los años de la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, mostraron a las grandes potencias empeñadas en dominar zonas de influencia, buscando un espacio para sus propias propuestas pacíficas, pero siempre con riesgos de una tercera guerra para definir el tremendo pleito entre las democracias occidentales y la URSS, sin contar las incógnitas del Medio Oriente y el Asia.
Jacques Maritain (1882-1973) destacó entre los ilustres convertidos, que enfrentando abundantes críticas de todos los sectores se jugaron por una solución positiva: el ideal de una nueva cristiandad. Ésta, en el fondo, prefiguraba la imago mundi, que emergería, más tarde, del Concilio Vaticano II (1962-1965), impulsado por los papas Juan XXIII y Paulo VI, y proyectado en las décadas siguientes por los 25 años del fecundo pontificado de Juan Pablo II, admirablemente continuado por el de su más estrecho colaborador, el Cardenal Ratzinger, hoy S.S. Benedicto XVI.
Lo primero que conocí de Maritain, fueron las seis lecciones que ofreció en 1934 en la Universidad Internacional de Santander, publicadas bajo el título de “Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad”[10]. Las lecciones versaron sobre:
1ª La tragedia del humanismo;
2ª Un nuevo humanismo;
3ª El cristiano y el mundo;
4ª y 5ª El ideal histórico de una nueva cristiandad, y
6ª Las condiciones de instauración de una nueva cristiandad.
En lo personal, ese libro cambió mis preferencias de lector ávido de respuestas. Me despedí de la “Apologética” de Boulanger y empecé a saborear a Maritain y a su esposa Raissa (Cristianismo y Democracia, Tres reformadores, Humanismo integral, Las grandes amistades, Las aventuras de la Gracia, El pensamiento de San Pablo, Arte y escolástica, Cuestiones disputadas y por ahí, poco a poco, La persona humana y el bien común, El Hombre y el Estado, Lógica, Los Grados del Saber, El Campesino del Garona, Reflexiones sobre América) (de gran repercusión en la DC chilena), y otras.
Pero el interés por Maritain no sólo fue mío, sino compartido en todo el mundo católico, el de avanzada social y el tradicionalista. En Chile, este sector intuyó que se apuntaba en una dirección discordante a la que venía sostenida por la mayoría del Episcopado, en Chile y en otros países. Muy pronto estalló la cuestión de que Maritain no aceptaba el criterio de ser una “guerra santa” la lucha de los franquistas contra los republicanos. Era “justa”, pero no “santa” lo que generó una fuerte crítica del sector llamado “hispanista”, encabezado por Jaime Eyzaguirre.
Pero terminada la Guerra Civil española (1936-1939) y hacia fines de la Segunda Guerra Mundial (1944), este disenso entre el humanismo integral planteado emblemáticamente por Maritain y el que podríamos llamar catolicismo tradicional, tuvo una expresión tensa y espectacular en la polémica originada por un artículo del prebendado, monseñor Luis Arturo Pérez Labra[11]. que acusaba a Maritain de contradecir la enseñanza tradicional de la Iglesia. Le contestó Javier Lagarrigue, falangista, ex presidente de la ANEC y antecesor mío en la presidencia de la Juventud Católica. Replicó Pérez; duplicó Lagarrigue, pero volvió a la carga el señor Pérez Labra poniendo en entredicho la fidelidad a la doctrina de la Iglesia del filósofo francés, a quien acusó de seguir la doctrina del grupo católico francés de avanzada, conocido como Le Sillon, que implicaba –a juicio de Pérez– defender una libertad absoluta de cultos condenado por el Syllabus, de S.S. Pío IX. Maritain, advertido, decidió intervenir directamente y envió su propia respuesta, que publicó El Diario Ilustrado el 5 de mayo de 1944. El señor Pérez Labra persistió en sus críticas a través de nuevos artículos. Transversalmente intervino don Rafael Luis Gumucio en una carta dirigida a Eduardo Frei, defendiendo en forma y fondo la posición de Maritain.
–¿Cuál fue el epílogo de esta polémica? ¿Se limitó a Chile o trascendió a esferas internacionales o de la Iglesia universal?
WT: Sería aventurado atribuir a esta polémica los hechos históricos trascendentes que se sucedieron, por aquellos años, con relación a Maritain: fue nombrado Embajador ante la Santa Sede por el Gobierno del General De Gaulle y recibido por el Santo Padre Pío XII con un elogioso discurso a su labor de gran filósofo, defensor del pensamiento de Santo Tomás. Este nombramiento facilitó su cercanía con monseñor Montini, a cargo de la Secretaría de Estado y posteriormente elevado al trono pontificio como Paulo VI.
Como se sabe, S.S. Juan XXIII, sucesor inmediato de Pío XII, convocó al Concilio Vaticano en 1962 y, por su fallecimiento, correspondió a Paulo VI clausurarlo. Pues bien, Maritain, aparte del significativo plácet de la Santa Sede para admitirlo como embajador, fue distinguido con el excepcional nombramiento de Auditor Seglar del Concilio Vaticano II e invitado por el propio Paulo VI para hacer uso de la palabra en la asamblea de clausura.
En cuanto a Chile, el más destacado de los amigos de Maritain, Eduardo Frei –a quien menciona como ejemplo de gobernante cristiano en una de sus últimas obras–[12]. fue elegido Presidente de Chile en 1964 y su partido obtuvo un resonante triunfo en las elecciones parlamentarias de 1965[13]. A mi juicio, el año 1965 fue, políticamente hablando, el apogeo del social cristianismo en Chile.
–Fue Ud. ministro de Frei Montalva. ¿Qué significó para usted ocupar un cargo principal dentro del gobierno democratacristiano?
WT: Es un tema importante para Chile y una experiencia central en mi vida. El año 1964 llega Frei a la Presidencia de la República. Muchos de los que habíamos sido formados en la Juventud Católica ocupamos cargos importantes en su gobierno. De los trece Ministros de Estado, diez éramos democratacristianos de fila y los otros tres, simpatizantes. Un éxito no exento de críticas y problemas. Se decía a fines de los años treinta: la Falange “nació para purificar la política chilena”, pero nunca había tenido la responsabilidad hegemónica de gobernar. Se la ofreció Ibáñez a Frei en su segunda administración; Frei aceptó, pero otros se opusieron. Sin embargo, el gesto hizo historia, que se concretó en 1964.
Por otro lado, el PDC había llegado al cenit en el año 1965, siendo indisimulable el respaldo de la Iglesia a la manera sustancial de entender su pensamiento social cristiano, emblematizado en Maritain, un laico casado, que en su viudez terminó siendo religioso. Sin duda, un laico santo, pero con una conciencia muy clara de qué se debía hacer en la tierra, iluminada por haber vivido intensamente dos ambientes clave en esa etapa de su vida: el Vaticano, como Embajador de Francia, y Estados Unidos, como refugiado de la invasión nazi, pues Raissa, su querida mujer, era judía de raza, aunque convertida a la fe católica, lo que para la Gestapo bien poco importaba.
En Chile, entretanto, el PDC no aprovechó inteligentemente el plus de crecimiento que por sobre su propia fuerza –que era mucha– le dieron los votos a Frei y su inspiración maritainiana. Era obvio que una parte de su poderío venía de quienes en el ámbito nacional votaron por Frei huyendo de Allende y en el ámbito internacional huían del totalitarismo comunista que, como URSS, ocupaba un asiento entre los tres grandes: Roosevelt (o Truman), Churchill y Stalin, y mejor aún, reconocida como una de las dos superpotencias, junto a EE.UU.
En pocos años, el PDC volvía a una dimensión envidiable para otros, pero no para él. En las parlamentarias de 1969, el 42,3% de su votación parlamentaria de 1965 se reducía a 29,8% y los 82 diputados (mayoría absoluta sobre 150), se jibarizaban a 56 (algo poco más de un tercio). Todos sabían que el Partido estaba inflado con aportes extraños para “para facilitar el Gobierno de Frei”, pero no era posible desdeñar esa “inflación”. Frei previó que el PDC perdería su votación prestada y trató de retenerla. Con fuerte resistencia interna designó como embajadores, por ejemplo, a un conservador en Brasil; a un liberal en Argentina y a un alessandrista en el Reino Unido, todos excelentes. Pero el Partido se autoconvencía que la derecha, los independientes y el alessandrismo de don Jorge habían sido barridos por mil años o había que barrerlos, si quedaban sobrevivientes. La elección presidencial, pensaban, era un torneo en que Tomic y Allende aplastarían a Jorge Alessandri y luego se repartirían el poder entre “las dos más altas mayorías” conforme a la Constitución. En ese “balotaje” las tesis de Tomic “propiedad comunitaria” y “vía no capitalista de desarrollo” se impondrían amistosamente sobre el estatismo de Allende y juntos asistirían al requiem de la derecha chilena.
Sabemos el resultado: Tomic fue tercero y la DC, unida a la Derecha, terminaron llamando a los militares en 1973 para evitar que Chile terminara siendo una democracia popular, satélite de la URSS.
Lo que ocurrió después no es tema de esta entrevista. Podría serlo de otra, pero probablemente el entrevistado debiera ser un cientista político y no un mediano testigo de lo que un gracioso denominó “el siglo XX chileno antes de once”.
En mi caso particular, a comienzos de 1968, siendo ya Ministro de Justicia, le expresé francamente mi opinión a Frei en una larga reunión en su casa: Yo me siento orgulloso de haber sido Ministro del Trabajo y Justicia de tu Gobierno, pero ya no tengo nada que hacer en un ministerio. El período que se avecina estará dominado por las elecciones parlamentarias de 1969 y éstas, por la presidencial en que se buscará el respaldo para la vía no capitalista y la propiedad comunitaria de Tomic, que conducirán al desastre de la derrota o a un desastre mayor si esas tesis triunfan, lo que no creo ocurra. Yo volveré al mundo universitario, que es el mío. Aunque tú no me lo digas, sé que estás más preocupado que yo por lo que va ocurrir. Pero tu caso es diferente y tienes que ejercer la presidencia hasta el final. Yo no quiero mentirle a nadie, pero no tengo ganas ni estatura política para impulsar otra opción, que ojalá la encuentren ustedes y ojalá alguien convenza a Tomic. Indaguen Edmundo Pérez, Carmona, Leighton, Valdés. Yo me voy de la política. A mí primero y a ti después nos ha hablado un grupo de profesores de la Universidad Austral. Si eso resulta, te ruego lo aceptes. Frei, afectuosamente aceptó.
–¿Cómo entró la Universidad Austral de Valdivia en su vida? ¿Cómo fue su experiencia de rector en ella?
Procuraré resumir en pocas palabras esos intensos cinco años. Había estado sólo una vez en Valdivia. Fui con agrado a dar una charla en 1952 a un grupo de falangistas. En esa ocasión, me llamó por teléfono el señor Eduardo Morales, a quien no conocía, y que estaba elaborando el proyecto de creación de una universidad regional (después, fue Rector fundador de la Universidad Austral). Algo sabía de mí y “me echó el ojo” para la institución que quería formar. Le dije que no conocía Valdivia, que era un hombre casado, con responsabilidades en Santiago y, por esa época, no me podía mover de ahí. Por quince años no supe más del asunto. Sin embargo, hacia 1967 hubo una iniciativa en otra universidad, que repercutió en Valdivia.
Situémonos en ese momento histórico. Estoy en densos ajetreos propios del Ministerio del Trabajo y Previsión, cuando me avisa mi secretaria que un señor Alfredo Bowen tiene urgencia de hablar conmigo. Lo hago pasar de inmediato, pues era antiguo y muy querido amigo. Me expresa, por encargo de Fernando Castillo, Rector provisional de la Universidad Católica, que es necesario que acepte ser candidato a rector de esa casa de estudios porque “eres la única persona que puede evitar un conflicto entre el gremialismo y la Democracia Cristiana” y mantener a la UC en los marcos de una orientación equilibrada y conforme a su misión fundacional.
El reformismo universitario estaba muy politizado por esos años. La izquierda marxista había penetrado con fuerza la Universidad Católica de Valparaíso y en Santiago constituían un conglomerado decisivo en una alianza con otros sectores izquierdizantes. Por la información de Bowen, prácticamente no habría lucha pues Castillo contaba con una inmensa mayoría, pero había manifestado sus escrúpulos para postular a una elección en que él mismo dirigía el equipo elaborador de sus bases. Yo no estaba cesante: era Ministro del Trabajo y Previsión de un gobierno que venía de alcanzar dos triunfos abrumadores en las elecciones presidencial y la parlamentaria. Sin embargo, aunque me dolía dejar un ministerio de mi especialidad, estaba dispuesto a considerar una opción si iba a ser elegido sin lucha interna. De otra manera me parecía inaceptable para un ministro de Estado, pues hacía sospechoso el triunfo, catastrófica la derrota e inconveniente siempre la imagen de falta de respeto a la autonomía y fines propios de una Universidad. Incluso, la renuncia para postular de inmediato a una contienda se prestaría a suspicacias. Como había sido alumno y era profesor de la UC, fijé mis condiciones : a) Candidatura para evitar un conflicto; b) La elección de consenso; sin riesgo de transformarse en lucha y c) Asentimiento previo del Presidente, pues yo no iba a generar una crisis de gabinete por la convicción personal de que debía ser candidato a rector de la UC. Frei debía calificar si mi salida en esas condiciones era una decisión buena, mala o indiferente para la marcha del Gobierno.
Así empezó a correr mi nombre. Pero de pronto, se presentó también Fernando Castillo como candidato a rector en contra mía. Fui a hablar con él solicitándole amistosamente una explicación. Fernando me dijo que él no quería ni debía ser candidato, pero los alumnos lo exigían. Me rogó encarecidamente que hablara con ellos, lo que era bastante insólito, pero lo hice, sin llegar a un resultado claro. Después supe “la firme”: el propio Cardenal y Gran Canciller de la UC había urgido a Castillo que se presentara, pero Castillo no se consideró autorizado para darme a conocer tal intervención del Gran Canciller. Yo, como Ministro, debía hablar con el Cardenal y así lo hice. El Cardenal me dijo muy francamente: Yo le pedí a Castillo que se presentara y si llega a la terna, lo que es seguro, lo elegiré a él. La elección dentro de la terna la decido yo, por autorización del Papa. No había nada más que decir. Sólo opino que este proceso no fue un modelo de transparencia.
Un tiempo después, se empezó a buscar nuevo rector para la Universidad Austral de Valdivia, por no aceptar ser candidato a la reelección don Félix Martínez Bonatti, sucesor del fundador Dr. Eduardo Morales. Éste había terminado su período indignado porque lo acusaron de oscuros manejos financieros al haber comprometido a su propio patrimonio para construir el Edificio PRALES –nombre tomado de los apellidos Prochelle y Morales– destinado a viviendas indispensables para profesores y trabajadores llegados de Santiago, del extranjero y de otras partes a la Universidad. La operación no podía ser más pública, pues la evidenciaba el nombre del Edificio, aparte de la prolija documentación bancaria. El segundo rector, Félix Martínez, era una eminencia en filología, de prestigio internacional, pero los valdivianos olfateaban que se requeriría un universitario de buena llegada al Gobierno y al Congreso Nacional de Chile, cualquiera fuera el próximo presidente: Allende, Tomic o Alessandri. Se deseaba además alguien que no tuviera relación alguna con familias y negocios valdivianos. En todo eso había consenso.
El candidato fue escogido con pinzas. El nombre mío había quedado sonando por haber sido elegido en terna para rector de la Universidad Católica de Chile y las razones para no haber sido elegido dentro de ella, más bien me favorecían. Cuento corto: fui elegido sin contradictor, por 89 votos y quince abstenciones en el Claustro. En junio de 1973 fui reelecto con el 68% de la votación, con resultados bastante parejos en los tres estamentos, según los estatutos de las universidades reformadas. El 11 de septiembre de 1973 pasó lo que pasó y yo no alcancé a ejercer mi segundo mandato. El 9 de octubre entregué el cargo a un distinguido rector delegado y tomé el nocturno a Santiago esa misma tarde. El tren fue objeto de un atentado; hubo más de 20 heridos y 4 muertos. Entre ellos, deben creerme, no estaba yo.
La segunda parte de la pregunta se refiere a cómo fue mi experiencia en ese primer período (1968-1973) que alcancé a ejercer. Procuraré resumirla.
La Universidad Austral era linda, bien concebida y nueva (unos catorce años de vida). Luchaba por afianzarse en una región destruida con el terremoto de 1960.
¿Qué problemas tuve en el rectorado? Bajo el gobierno de Frei conté con todo su respaldo para las tareas que lo requerían y un total respeto a la autonomía universitaria.
Como había sido elegido por consenso y no tuve participación alguna en la campaña presidencial, mi posición era sólida. Así lo confirmó la reelección cinco años después, con 68% de votación y 29% de mi contradictor definido como UP. Pero esta votación final no fue el eco de un rectorado apacible, ni mucho menos. Como grandes tareas centrales, áreas de excepción –para no relatar acciones propias de toda universidad– destacaré la creación del SUR (Sistema Universitario Regional) y el Préstamo aprobado por el BID (Banco Interamericano de Desarrollo).
El SUR estaba integrado por la Universidad Nacional del Sur (Bahía Blanca), la Universidad del Comahue y el centro de investigaciones de alto nivel que manejaba la Universidad Austral. Tres establecimientos argentinos y uno chileno. Los argentinos me eligieron presidente, porque la iniciativa la tuvo la UACH.
Basados en este SUR organizamos un Primer Seminario Universitario Regional, centrado en un programa fascinante: 1) Estudiar cómo era el Cono Sur de América, desde el paralelo 42 hasta el Polo Sur antes de la llegada del hombre; 2) Estudiar cómo había sido afectado ese territorio desde los tiempos prehistóricos hasta ahora, y 3) Diseñar las bases de un programa de desarrollo ecológicamente equilibrado hacia el futuro. El esquema del programa lo preparó una comisión presidida por el profesor Francesco di Castri, fundador del recién creado Instituto de Ecología de la UACVH. Se inscribieron más de doscientos investigadores argentinos y chilenos y el programa fue discutido en el citado Primer Seminario Regional Sur. Al Seminario se invitó, y asistieron, el Presidente del BID; el Director de CEPAL; el representante del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo); el presidente del llamado Comité de los Nueve (nueve expertos en desarrollo e integración de América Latina); el Director de INTAL (anexo al BID); el Director Regional de UNESCO; los Ministros de Educación de Argentina y Chile; los rectores de las universidades concernidas, etc.
De los contactos establecidos o actualizados durante el Seminario nacieron las bases para convenir un préstamo del BID para financiar un programa por un monto de US$ 8.400.000 (dólares de 1969) cuyo procesamiento se inició de inmediato y es imposible detallar aquí.
El 4 de septiembre de 1970 triunfó el socialista Dr. Salvador Allende la carrera presidencial (36,6%); Jorge Alessandri fue segundo (34.9%) y tercero fue Tomic (27,8%). De acuerdo con la Constitución vigente entonces, el Congreso debió decidir entre las dos más altas mayorías. En suma, ganó Allende. En el Congreso la DC se sumó a Allende, que ganó por 135 votos contra 35 y 8 abstenciones, previo un Pacto de Garantías, que no es tema de esta entrevista.
Yo voté en Santiago el 4 de septiembre. Al volver de las elecciones el lunes 6 encontré la Universidad revuelta, porque quince profesores extranjeros del más alto nivel me dicen que se van de la Universidad y de Chile, porque conocen lo que es el marxismo en el poder y no van vivir de nuevo en Chile lo que ya vivieron en Europa. Les pedí que postergaran su decisión por un tiempo breve, mientras trataba de entrevistarme con Allende, que había sacado la primera mayoría. Era un período en que todavía yo era importante para él, pues no había sido elegido aún por el Congreso. La Democracia Cristiana, en definitiva, iba a respetar la primera mayoría votada, pero esto no había ocurrido todavía. Logré comunicarme con su secretaria a través de la compañía de teléfonos, como era obligado entonces en larga distancia, y le dije que necesitaba urgente hablar con él. Allende me concedió la entrevista para el miércoles a las 11.15 horas, la fecha y hora más cercana a mi llegada a Santiago.
Cuando me recibió, uno de sus colaboradores, ex diputado social cristiano, me dijo que venía llegando de Cuba y que a Fidel le había extrañado que yo no hubiera ido a la reunión de rectores con él. Le contesté: “No acostumbro a asistir a reuniones a las que no he sido invitado”. La conversación no continuó porque llegó Allende. Después de saludarnos y hacer algunos recuerdos de nuestra vecindad en Viña del Mar, le expresé que seguramente esta sería la última oportunidad que nos veríamos antes de que él asumiera como Presidente de la República y, desde entonces, el trato debería ser mucho más formal por su alta investidura (nos estábamos tratando de tú, previa solicitud mía para hacerlo así hasta unos pocos días más). Le agregué que no tenía dudas sobre el apoyo que finalmente le otorgaría la Democracia Cristiana en el Congreso; que conocía bastante al partido y que no se daría una vuelta de carnero después de una campaña donde había reafirmado ante el país entero que para ellos Alessandri era el adversario común. Le planteé, entonces, que los profesores extranjeros de la UACH temían sufrir en Chile lo que muchos de ellos ya habían sufrido en países europeos caídos bajo la hegemonía de la URSS. Salvador contestó: “Me van a sobrar pantalones para defender el derecho de los profesores extranjeros a ejercer sus labores en cada institución universitaria con entera independencia”. Me enfatizó: “Dígale al Dr. Grinberg y demás profesores que esa es mi palabra, y que no deben albergar temor alguno de parte del Gobierno por su destino académico en la Universidad Austral”.
Así se los repetí, sin quitar ni añadir nada. Les reiteré mi anhelo de que siguiéramos unidos en la UACH, pero que ellos debían reflexionar y adoptar su decisión. Resolvieron
Después vivimos en la Universidad un proceso de muy buena relación del Rector con el Presidente, pero una creciente tensión con los grupos políticos socialistas que claramente procuraban hacer imposible la función rectorial. Se creó una Comisión de Reforma Universitaria, que intentaba situarse como cuerpo intermedio y condicionante de las decisiones del Rector. Entretanto, como he dicho, yo había conseguido la integración a la planta del profesor Francesco di Castri, ecólogo de categoría internacional, que se vino con su esposa, también científica de nota, y creó el Instituto de Ecología situando pronto a la Universidad en condiciones de poder operar como sede de un torneo mundial de Ecología, que se efectuó en Valdivia. Sin embargo, tampoco este nivel de excelencia impidió un verdadero sabotaje político. Di Castri, que era vicepresidente del SCOPE, un centro ecológico de reputación mundial, debía concurrir a una reunión internacional con todos los gastos pagados, pero la Facultad de Ciencias, a la que pertenecía el Centro de Ecología, le negó el permiso. Yo lo autoricé y enfrenté el problema en el Consejo de la Universidad. Sabía que no podría imponerle a la Facultad que otorgara el permiso, pero tampoco tenía ella poder para sancionar al Rector por otorgar un permiso académicamente indispensable. Ante el “terror” de la Facultad, Di Castri asistió, pero me expresó que en este grado de guerrilla científica no podía continuar. Postuló, entonces, a un concurso para dirigir el programa ecológico del MAB en UNESCO, el de más alta categoría en el mundo, que llegó a mover US$ 200.000.000 con apoyo de todos los países del mundo. Ganó el concurso y se fue a la UNESCO, a París, donde tuve el agrado de encontrarlo varias veces. Pero la UACH lo perdió.
En este ambiente ultrapolitizado y de ruptura se vivía. El 8 de junio 1971 se reunió un Tribunal Popular (unos 1.000 jueces-alumnos) en el Gimnasio de la Universidad. Lo presidía el Comandante Pepe, conocido guerrillero del MIR. En tabla estaba decidir el destino de dos asesinos que andaban sueltos en Valdivia: el ex Intendente de Frei Montalva, Joaquín Holzapfel, y el Rector de la Universidad William Thayer (ya Carabineros me había advertido de los riesgos que corría, porque estaba en la lista de los próximos “ajusticiados”. Esta vez el “Tribunal Popular” no alcanzó a fallar, porque mientras debatía, llegó corriendo un alumno para avisar que en Santiago acababan de matar a Edmundo Pérez Zujovic, ex ministro del Interior y ex Vicepresidente de la República de Frei Montalva. Ante esta noticia, la mitad del “Tribunal” prorrumpió en aplausos y la otra mitad se retiró aterrada. El “proceso” quedó sin fallarse.
No tengo espacio ni es de gran provecho entrar en detalles para narrar cómo ya era imposible hacer vida universitaria. A estas alturas las “tomas” eran cada vez más violentas. Un sábado que estábamos invitados con mi esposa y un matrimonio amigo de La Unión, quedamos literalmente secuestrados en esa residencia, que correspondía a una parte de lo que hoy es el Museo Van de Maele. Entramos sin problemas en el auto de la rectoría, pero una vez adentro se nos advirtió que de allí no podríamos salir sin permiso de la directiva sindical, que nos lo negó. Reclamamos a las autoridades locales: no estaba el Intendente, ni el secretario de la Intendencia, ni el alcalde ni su secretario, ni el prefecto de Carabineros ni el subprefecto. La mayor autoridad que hallamos fue un mayor de Carabineros, que manifestó que conversaría con la directiva sindical para que nos permitiera salir. Como la directiva no se allanaba, le pedimos que impusiera su autoridad para poder desplazarnos a nuestro domicilio. Inútil. Habíamos tomado contacto con gente de la Universidad, que llegaron en un camión con los elementos para echar abajo el portón. Entonces el mayor de Carabineros, en uso de su sabiduría revolucionaria decidió que él impediría que se usara fuerza desde afuera para abrir el portón. Lo que no podía impedir es que yo, manejando el automóvil de la rectoría, arremetiera desde adentro contra el portón y me abriera paso. Para qué seguir. Sólo un llamado personal del Ministro del Interior, don José Tohá, permitió, bien entrada la noche, que “soltaran al rector”.
En otra oportunidad, se tomaron el Campus de Isla Teja, secuestrando a la esposa de uno de los vicerrectores y un grupo de alumnos y profesores. Solicité al Intendente que me acompañara al Campus a liberar a los secuestrados. “Si no, tendré que ir solo”. Fuimos. La escena resultó parecida a una película de vaqueros. Los carabineros estaban tendidos, con sus armas al brazo, al comienzo de la recta de doscientos metros que conduce al recinto del Campus. Precisamente en la barrera, estaban atrincherados los guardianes de la “toma”. Le expresé al oficial de Carabineros que nos autorizara el paso porque junto con el Intendente –que no iba nada de contento– íbamos a exigir la liberación de los rehenes. El oficial me previno: “Señor Rector: están armados”. Le respondí: “Si vamos nosotros con carabineros armados, esto puede terminar en un desastre”. Entonces me dirigí al Intendente: Creo que debemos ir solos y sin armas y recorrer pacíficamente, a tranco de marcha, la recta hasta parlamentar con los jefes de la toma. “Creo” que no nos van a disparar si vamos solos y desarmados. Así lo hicimos. Mientras marchábamos, sentíamos los gritos desde la barrera: “Dispárenles a esos… tales por cuales”. Otros objetaban: “No podemos, porque vienen desarmados”. Con el Intendente marchamos a paso largo y sostenido. En dos o tres minutos llegamos a la barrera y reiteramos que veníamos sin armas a parlamentar con los jefes de la toma. Al Intendente lo insultaron, acusándolo de traidor porque venía conmigo.
Atravesada la barrera se generó un diálogo con los jefes de la toma, los secuestrados y el propio Intendente. Les mostré mis cartas que eran muy simples. En una especie de arenga improvisada dije: Señor Intendente, profesores, alumnos y trabajadores: Yo censuro las tomas, pero no creo en las “retomas”. Reclamo la libertad de los que se hallan aquí contra su voluntad y con ellos quiero irme. No volveré ni con carabineros ni con civiles a recuperar el Campus por la fuerza. Donde hay violencia no hay Universidad. Hay sólo espacios destinados a la Universidad ocupados por la fuerza. El uso de la Fuerza Pública para imponerse a la fuerza de la toma incumbe al Gobierno, no al Rector. Yo he sido Gobierno, ahora no lo soy. Sólo pido amparo para irme de aquí pacíficamente con los que están retenidos contra su voluntad. Usted señor Intendente con los que han decidido esta toma dirán cuándo entregan el Campus y los demás locales. Entiendo que no hay impedimento para que nos retiremos, mientras ustedes deciden hasta cuando dura la toma. Y nos fuimos.
Pero así no se podía seguir. El 11 de septiembre de 1973 ocurrió lo que todos saben y, pocos días después, el 9 de octubre en la mañana, entregué el mando de la UACH a un distinguido coronel en retiro don Gustavo Dupuis Cubillos, rector delegado que, como tal, disponía del uso de la fuerza pública.
Esa misma tarde tomé el tren nocturno para mi regreso sin vuelta a Santiago. Pero la aventura en Valdivia no había terminado. El nocturno fue objeto de un atentado y chocó de frente con el tren directo que venía de Santiago, por la misma línea. Pero ambos maquinistas –nobles servidores, que en paz descansan– temían alguna maldad. Así, aunque al directo de Santiago le dieron vía libre para que se estrellara con nuestro convoy, hubo algo anómalo que a su maquinista lo indujo a no partir de la estación (creo que San Francisco). Aunque le dieron luz verde para seguir, no le entregaron el pase escrito de comprobación. Entonces el maquinista no siguió y esperó con el tren detenido en la estación. Pronto divisó, como a dos cuadras al tren nuestro, que venía de Valdivia, cuyo maquinista, de inmediato, aplicó frenos, pero no fue suficiente. Se evitó una catástrofe mayor, porque fue el choque de un tren que intentaba frenar, con otro detenido. Sin embargo, murieron cuatro personas –entre ellas los dos maquinistas– y hubo sobre 20 heridos. El vagón de equipaje del tren en que viajaba se montó sobre el coche dormitorio en que yo viajaba y destrozó la zona del impacto, incluyendo el departamento anterior al mío. Lo ocupaba una señora que sufrió la fractura de la columna vertebral. Yo desperté con el frenazo y me preparé, aferrado de pies y manos, para un eventual impacto, sin tener idea de lo que pasaba. Esta elemental precaución, el haber ocupado el segundo departamento y no el primero y el misterioso designio de la Divina Providencia, me permitieron llegar ileso a Santiago, previos los necesarios trasbordos, fuera de horario, pero al día siguiente.
–¿Cuál fue su experiencia como embajador de la UNESCO?
WT: La pregunta está bien hecha, pero puede entenderse mal. Yo jamás fui nombrado embajador de Chile ante la UNESCO. Fui elegido por la UNESCO como miembro de su Consejo Ejecutivo lo cual me daba rango y calidad de embajador de la UNESCO ante los países miembros de ella. El cargo era ad honorem, técnico, personal y no representativo de Chile. Sólo me pagaban los pasajes y viático de permanencia total de cinco meses en que sesionaba el Consejo, dos períodos (primavera y otoño) de aproximadamente dos a tres meses cada uno.
–O sea, ¿usted nunca fue embajador de Chile ante la UNESCO?
WT: ¡Jamás! No fui nombrado, ni nadie me lo propuso. Nunca percibí sueldo ni remuneración de UNESCO. En París siempre alojé en el Hotel de Turenne, de dos estrellas, situado a pocas cuadras de la Embajada de Chile y de las dos oficinas de UNESCO: la principal y la que ocupaban los embajadores ante UNESCO. El Consejo se reunía en el Edificio Principal. Yo, como consejero, nunca tuve oficina. Sólo mi asiento en el Consejo, a nombre personal, Profesor Thayer, en la T., no como representante de Chile. Caso diferente al del poeta y Premio Nobel Pablo Neruda que, además, era embajador ante UNESCO y ante el Gobierno de Francia.
–Pero, don Patricio Aylwin dice en sus Memorias que usted fue nombrado por el Gobierno de Pinochet embajador de Chile ante UNESCO?
WT: Es sencillamente un error, que me creó problemas serios –que pudieron ser mucho mayores– en París, especialmente ante los exiliados, por cuya situación humana –o inhumana– y cultural era mi deber de interesarme, fueran o no chilenos.
Precisemos:
- Fui elegido por 89 votos a favor y 15 abstenciones, como rector de consenso, sin contradictor, de la Universidad Austral de Chile en junio de 1968. A raíz de ello renuncié al cargo de Ministro de Justicia del Presidente Frei Montalva (había sido tres años y medio Ministro del Trabajo y Previsión). En junio de 1973, bajo un régimen de reforma universitaria fui reelecto rector con el 68% de los votos promedio en los tres estamentos;
- Al asumir el Gobierno Militar, se nombraron rectores delegados en todas las universidades. El rector delegado de la Austral, Coronel Dupuis, me ofreció mantenerme en un alto cargo, lo cual agradecí, pero no estimé del caso aceptar. Volví a hacer clases en la U. Católica como simple profesor;
- Como se sabe, Pablo Neruda tenía tres cargos en París: a) Embajador de Chile en Francia; b) Embajador de Chile ante UNESCO y c) Miembro del Consejo Ejecutivo de UNESCO. Este cargo era ad honorem, aunque con gastos de pasajes y viáticos pagados por la UNESCO y no por Chile;
- Don Enrique Bernstein, distinguido funcionario de carrera en la Cancillería, que había sido embajador en París durante el Gobierno de Frei Montalva, conocía muy bien la UNESCO y pensó que yo reunía condiciones y currículo para optar como candidato a la vacante producida en el Consejo Ejecutivo. Acepté y fui elegido por 25 votos a favor, 6 en contra (de la URSS y sus satélites) y 9 abstenciones. Me apoyaron colegas de Argentina, Brasil, Uruguay, Colombia, Francia, Alemania, España. Bélgica, Italia, Holanda, Reino Unido, Australia, Estados Unidos, Canadá, Japón y gran parte de los centroamericanos, caribeños, africanos y europeos.
- El ambiente respecto del Gobierno de Chile era malo, no así respecto del Consejero de UNESCO chileno, porque mi cargo no era político, sino personal y cultural. Por eso, también, me fue posible iniciar y encaminar la gestión destinada a obtener la liberación conjunta de Luis Corvalán Lepe y un disidente soviético. Estados Unidos exigió, al final, coronar bajo su responsabilidad la gestión que iniciamos con Pablo de Berredo Carneiro, miembro del Consejo de UNESCO, pero que había sido su presidente y presidente también de la Conferencia General.
- En todo caso, conté siempre con el pleno respaldo del almirante Arturo Troncoso, ministro de Educación, del Presidente, General Pinochet y del personal chileno de ambas embajadas (ante Francia y ante UNESCO). Entre ellos menciono a los embajadores Jorge Errázuriz, Fernando Durán, Juan José Fernández, Jorge Berguño y sus colaboradores.
En cuanto a las Memorias de Patricio Aylwin, no sé quién me quiso presentar en Europa, a pocos meses del 11 de septiembre, como representante rentado del Gobierno Militar ante UNESCO y no como miembro del Consejo de UNESCO y elegido por los restantes miembros de él, obviamente, ninguno chileno.
–Nos gustaría oír algo más sobre su familia.
WT: Diría que pertenezco a una familia económica y socialmente de clase media acomodada, sin grandes inversiones ni deudas. Mi padre era un intelectual, historiador.
–¿Era profesor de la Universidad en Valparaíso?
WT: No. Mi padre Luis Thayer Ojeda era nieto de un norteamericano William Thayer, que casó en Concepción con Carmen Garretón y Jofré. De este matrimonio nació mi abuelo, Guillermo Thayer Garretón, coronel de Milicias en la Guerra del Pacífico, residente en Caldera hacia 1874. Por eso mi padre nació ahí. En Caldera sólo pudo seguir estudios primarios. Cursó Humanidades conforme a un programa especial de dos o tres años en el Colegio San Agustín de Santiago. Fue reprobado en su examen de Bachillerato por error del examinador, don Gaspar Toro, según lo recordaba mi padre sin acritud. La pregunta clave fue: “¿De dónde era natural Bohemundo?” Mi padre respondió: “De Tarento”. “No señor”, corrigió el examinador. Mi padre porfió: “Estoy cierto, señor, que nació en Tarento. El examinador se molestó de esta falta de respeto e insistencia de parte del alumno y le aclaró, junto con reprobarlo: “Bohemundo, Señor, era natural del Ducado de la Apulia”. El joven Thayer cometió un nuevo delito al retrucar: “Señor: Tarento era la capital del Ducado de la Apulia”. Se dio por cerrado el examen y don Luis Thayer Ojeda no fue bachiller, aunque Tarento era la Capital del Ducado de la Apulia.
Don Luis siguió estudiando por su cuenta. Entró a la administración pública. Se hizo historiador e investigador, hasta su fallecimiento en 1942.
Como el Código Civil, vigente desde 1857, estableció la norma de que todas las propiedades inmuebles que no acreditaren dueño deberían inscribirse a nombre del Fisco, se asignó al empleado de la Inspección de Bienes Nacionales don Luis Thayer Ojeda recuperar para el Fisco los inmuebles indebidamente ocupados por particulares. Según los datos que proporciona el Diccionario Biográfico de Virgilio Figueroa, el monto de bienes fiscales recuperados por ese acucioso trabajo de investigación para el Tesoro Público era comparable al total del Presupuesto Nacional. Diría que esa parece ser la partida de nacimiento del hoy Ministerio de Bienes Nacionales. Aunque personalmente no he estudiado el asunto, opino que una de las consecuencias de que Chile optara por el sistema de propiedad inmueble individual e inscrita fue el conflicto con la propiedad mapuche, que no era individual, sino colectiva y el lenguaje mapuche no era escrito. Por eso, me parece, hasta hoy ha sido muy difícil llegar a un acuerdo con los mapuches sobre la propiedad de sus tierras y, sobre todo, la individualización de sus dueños, pues ellos desconocían la propiedad individual. Evidentemente, el tema escapa a los objetivos de esta entrevista. Sólo diré que hacia 1906, el pequeño barquito de sesenta toneladas en que viajaba el empleado público Luis Thayer Ojeda recuperando propiedades fiscales naufragó en las costas de la Isla Navarino, lo cual casi le costó la vida. ¡Por allá iban las investigaciones de mi recordado padre en 1906!
Después de ese accidente hubo otro, al parecer insignificante, pero que tuvo dolorosas consecuencias para su pequeña hija Laura y toda la familia. Jugando se lastimó una rodilla; la herida se infectó. No había penicilina entonces y la niña enfermó tan gravemente de osteomelitis que fue desahuciada por todos los médicos. Una remota esperanza la ofrecía –a juicio del doctor Navarro– vivir junto del mar. Los padres no vacilaron. Don Luis vendió su casa en Santiago y liquidó ahorros para instalarnos en Viña. Además debió jubilar, pues requería estar cerca de su esposa, la hija enferma y toda la familia, incluyendo el pequeño William de dos años hacia 1920. Hasta su vocación de investigador debió reacomodarse, pues en Valparaíso no había bibliotecas como la Nacional o la del Congreso, que eran el hogar científico de los inseparables hermanos Luis y Tomás Thayer Ojeda. Sólo Tomás pudo seguir en ello. Mi padre optó por la Prehistoria y por trabajos que no lo alejaran de su familia. Diversos ensayos monográficos dan cuenta del nuevo ámbito de las investigaciones de don Luis, culminados en su Ensayo de Cronología Mitológica (1928) que lo hizo más conocido en el extranjero que en Chile. Posteriormente, publicó numerosos y variados ensayos de genealogía, física teórica, incluyendo estudios sobre el átomo primordial, el sistema periódico cuerpos elementales y, entre 1934 y 1936, los cuatro tomos de una novela en la que vuelca sus profundas reflexiones y prodigiosa imaginación. La primera parte se tituló: En la Atlándida Pervertida y la segunda: El mundo en ruinas. La obra total, trata del amor y las aventuras de la princesa atlante Tres Flechas y su pretendiente, Prionsa. Ambos sufren los avatares del terremoto que rompió el Istmo de Gibraltar, ocasionó el hundimiento de la enorme isla Atlándida y la inundación de la zona que hoy encierra el Mediterráneo, pero que antes de ese cataclismo ocupaban tres grandes lagos.
No es posible extenderse en la increíble amplitud de la vocación de investigador de don Luis. Toda esta novela está basada en los datos que proporcionan las mitos y los datos prehistóricos, que la técnica y la ciencia modernas, incluyendo las investigaciones submarinas, constantemente confirman, corrigen y descartan, siempre provisionalmente.
Regresada toda la familia Thayer Arteaga a Santiago en 1939, Tomás y Luis se juntaban los sábados a conversar, mientras yo, estudiante de Derecho, con Angelina, hija de única de don Tomás y varios amigos, conversábamos y nos divertíamos según los usos y costumbres de los veinte y treinta años de nuestra vida, que correspondían a los cuarenta y cincuenta del siglo XX. La sede más habitual era la casa de mi tío Tomás, en Avenida Vicuña Mackenna al llegar a Diez de Julio. Mi padre, que por residir fuera de Santiago, era miembro correspondiente de la Academia de la Historia, se incorporó como titular con un trabajo propio de su nueva especialidad: “Teoría sobre el origen de las razas y lenguas latinas” (1941). Ambos hermanos alcanzaron a compartir un breve tiempo del quehacer académico, porque mi padre falleció a inicios de 1942. Mi tío Tomás le sobrevivió largos 15 años. Angelina dio origen a los Merino Thayer y yo, por matrimonio con la escritora Alicia Morel Chaigneau a los siete hijos Luis Eduardo, Julia María, María Inés, William, Laura, Alicia y Tomás Thayer Morel, de variadas profesiones y quehaceres, pero un marcado ADN hacia el arte y los libros.
Los bisabuelos, si Dios no dispone otra cosa, cumpliremos 64 años de matrimonio el 1º de diciembre de este 2009, lo cual algunas juventudes del siglo XXI calificarían como una pareja extrañamente estable. Tienen en parte razón, porque la noción de pareja que es la base de su pensamiento no implica necesariamente que se unan un hombre y una mujer, para que el amor sea fecundo y dure cuanto dure el amor entre padres e hijos y los hijos de los hijos, pues el amor familiar, que es imitación de la comunidad del amor que une a las Tres Divinas Personas. De ahí la reveladora expresión del Génesis: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.
Notas
[1]. Agrupación Nacional de Empleados Fiscales.
[2]. Morandé, Pedro, en W.Thayer, Texto y Comentario del Código del Trabajo; Ed. A. Bello, 2002, p. 18.
[3]. 3 Jorge Alessandri. Su pensamiento político.Recopilación de Gisela Silva. Ed. Andrés Bello; 1985, p. 3.
[4].V. Jaime Eyzaguirre en su tiempo. Zig-Zag y Universidad Finis Terrae, de Álvaro Góngora, Alejandrina de la Taille y Gonzalo Vial; 2002; es especial pp. 73-79.
[5]. Ibídem p. 75.
[6].Gómez Ugarte, Jorge: Ese cuarto de siglo; Ed. Adrés Bello.
[7]. Ibídem, p. 60.
[8].Sociólogo belga y sacerdote jesuita, que llegó a Chile poco después del fallecido el P. Hurtado.
[9]. Thayer, Willian: Ni político, ni comunista. Sacerdote, sabio y santo”; Olmué Ediciones; 2004.
[10]. Imprenta y Editorial “San Francisco”. Padres Las Casas. Chile.
[11]. El Diario Ilustrado; 3 de marzo de 1944.
[12]. El campesino del Garona.
[13].Triunfaron todos sus candidatos al Senado y el PDC obtuvo 82 de los 150 asientos de la Cámara de Diputados, caso único y no repetido en la historia de Chile.