Entrevista al académico de número Don Juan de Dios Vial Larraín

Una conversación con el Académico Juan de Dios Vial Larraín, abre en su plenitud el mundo de las ideas y de la inteligencia para enfocarlas y desarrollarlas.

Como expresara el ex Rector de la Universidad Católica de Chile, Don Juan de Dios Vial Correa, en un libro homenaje a nuestro entrevistado, que apropiadamente llevó por título Amor a la Sabiduría, “El reconocimiento nacional a la obra de Juan de Dios Vial Larraín se ha expresado de muchas maneras, siendo probablemente la más valiosa la general estimación de la que goza un hombre que no ha buscado el halago sino que ha querido simplemente ser como es. Es bueno, sin embargo, recordar aquí que ha sido Presidente del Instituto de Chile, y Presidente de la Academia de Ciencias Políticas, Morales y Sociales, y finalmente, que en el año 1997 le fue otorgado el Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades, alta distinción que vino a destacar en su riqueza y unidad las contribuciones de un filósofo a la metafísica y al bien público”. Esta entrevista es otra forma de ese reconocimiento.

Publicada en Revista Societas Nº9, 2007

– Usted es un Académico nada fanfarrón, como los hay en abundancia. ¿Qué reacción le merece ser entrevistado en una Conversación de Societas, en la que le han precedido muchas distinguidas personalidades?

– Bueno, me siento honrado. Se me pide un examen de conciencia autobiográfico, que reclama sinceridad y, a la vez, una conversación llamada a hacerse pública, y entonces creo que debo tomar algunas precauciones apologéticas también. Trataré de avenir ambas cosas.

– También usted es una de las pocas personas en este país que está por sobre los sectarismos, comparte ideas con todos, no excluye a ninguno, al menos que valga la pena. ¿Cómo describiría esta manera de ser?

– Quizá en la base haya una gratitud por lo que me ha sido dado vivir (aunque lo mejoraría bastante si me fuera dado repetirlo). Esto me dispone a favor de las cosas, me da una capacidad de apreciar con entusiasmo las cosas que me parecen buenas en cualquier parte que estén y también de rechazar las otras. Nunca he pedido mucho más que lo que he tenido, por poco que haya sido. Pero la independencia de este poco la he defendido a toda costa. Por eso he rehusado cualquier matrícula, sin negar ninguna.

– Usted piensa en función de las grandes ideas de la cultura occidental y sus filósofos. Pero, ¿cómo se ubica en este lejano rincón del mundo?

– Siento gratitud hacia mi tierra, y aún hacia mi patria chica de los valles y costas centrales, y del mismo Santiago que trazara Pedro de Valdivia, en el que alcancé a vivir. Me parece que esta tierra angosta y remota tiene su personalidad, aunque velada todavía.

– ¿No le aislaron estos valles? ¿Cómo tomó contacto con figuras universales?

– Un puñado de grandes amigos mayores que yo, me encauzaron: recuerdo entre los que han partido a Jaime Eyzaguirre, Rafael Gandolfo, Armando Roa, Mario Góngora, Jorge Millas, Osvaldo Lira, Roque Esteban Scarpa, Raúl Irarrázabal. Desde muy temprano, sin embargo, tomé contacto con figuras universales, maestras de nuestro tiempo, de las que me sentí cerca por muchos años desde la soledad de mi juventud: Heidegger, Rilke, Neruda, me vienen primero a la mente. Después, el mundo de Aristóteles y Descartes, que no me canso de explorar porque creo que guarda las claves de nuestra cultura.

– En una biografía cabe hablar de su familia y su infancia. Su familia ha tenido una trayectoria muy distinguida ¿qué recuerdos le dejan?

– Sí, tengo antepasados que han sido Presidentes de la República, así como Bulnes, y un Presidente de la Corte Suprema que lo fue por 25 años cuyo nombre llevo y he transmitido ya a tres generaciones. Crecí en casa de mis abuelos, en el centro de un Santiago todavía antiguo, Agustinas casi esquina de Amunatégui, una casa de tres grandes patios rodeados de numerosas habitaciones que no terminaba de recorrer. Una casa llena de dignidad en esa capital provinciana que era Santiago.

Yo circulaba por los interiores de esa casa y descubrí sus secretos como el nieto mayor, el sobrino mayor, favorito de mi abuela, de la cocinera, del chofer, del mozo. La abuela Isabel leía, era una dama gentilísima e inteligente, la visitaban Alone, Cruz-Coke y otras figuras para mí distantes en su prestigio. Ella me distinguía con su conversación; fue quedando ciega y yo le leí las Moradas de Santa Teresa de Avila íntegramente y con creciente admiración a ese lenguaje que me costaba leer de puro vivo que es. La biblioteca de mi tío Aníbal era para mí infinita y me hacía pensar que el arte es largo y la vida corta. Rosenda la cocinera hacía las más exquisitas empanadas del mundo y don José, el chofer, me inició clandestinamente a conducir el Cadillac de mi abuela que era alto como un mausoleo.

– La casa de campo de su familia en Macul ha sido legendaria, ¿qué recuerdos le evoca?

– A mi estadía pueblerina en Santiago, siguieron efectivamente años de vida en el campo, en casa de mis padres en Macul, que fue por muchos años mi propia casa después. Ahí me convierto en un niño campesino muy solitario, pero íntimamente ligado a la higuera del huerto, a las estrellas de la noche en el campo, a mis caballos. Converso tardes enteras con viejos campesinos que recuerdo con afecto. Mi padre era un buen patrón: iba a ponerles inyecciones a sus casas a toda la gente, costeaba el internado de los niños más inteligentes. Mi padre ayudaba mucho a la gente y si tenía un fundo valioso, sus rentas eran escasas y no tenía apetito de incrementarlas, porque estaba satisfecho con lo que tenía. Por esto el latifundista explotador es para mí más bien una figura dudosa de la dialéctica. Mi madre me llevaba diariamente al colegio y se quedaba a la misa, por piedad, pero también para verme pasar con una banda azul de congregante y, entonces, se le caían algunas lágrimas.

– ¿Cómo llegó a tener una tan buena mano para jugar canasta (en un sentido familiar evidentemente; me refiero, como usted comprenderá, a su matrimonio)?

– Formé mi propia familia con Teresa, una de las que llamaron “canasta limpia”, fórmula de un juego de cartas que nombra, según entiendo, una espléndida mano. Fue un largo noviazgo que comenzó cuando ella era colegiala y yo iba a esperarla a la salida del Colegio de los Sagrados Corazones, en la Alameda, donde me juntaba con José Donoso, que andaba en parecidos pasos. La colección de mis hijos, nietos y bisnietos es infinita, porque sigue creciendo.

– Si usted ha tenido tantas inquietudes en su vida intelectual, ¿las tenía también desde temprano?

– En el Colegio San Ignacio fui un alumno muy premiado en los primeros años. Pero pronto me aburrí mucho. No soportaba la rutina de misa, estudio, clase, recreo, clase, salida, tarea y vuelta al día siguiente. Odiaba unos porotos servidos por un mozo con el pulgar sumergido en ellos hasta la mitad. No soportaba las oraciones recitadas a voz en cuello en la sala de estudio, como me ocurre ahora con el guitarreo en las iglesias.

Ya entonces me peleo con el profesor de filosofía, un jesuita recién llegado de Lovaina, con escasa salud mental. Los padres Lavín y González, cuya amistad mucho aprecié, aconsejan a mi padre que me saque del Colegio y aproveché un curso terminal que abre la Universidad Católica. Sería una de mis primeras renuncias a un establecimiento educacional.

Pero tal vez mi mayor inquietud entonces fue preguntarle al Padre Cifuentes, uno de los primeros que leyó a Freud e hizo psicoanálisis en Chile, cómo podíamos ser libres bajo la omnisciencia de Dios. El padre me miró bastante rato por encima de sus anteojos y me dijo que el asunto podía explicármelo en la tarde en su oficina. No recuerdo la explicación, pero sí recuerdo que adquirí una conciencia gozosa de que se podían hacer preguntas. Desde entonces estoy haciendo y haciéndome preguntas.

– Temprano en su carrera, usted se sintió atraído por el Partido Conservador. ¿Cómo fue esa experiencia?

– Al partido Conservador me invitó Francisco Bulnes, que era Presidente de la Juventud. Me nombraron presidente de los estudiantes. Los viejos conservadores estaban todavía heridos por la salida de la Falange y nos miraban con mucho recelo. Alcancé a hacer, por ejemplo, una gira por el sur con el senador Maximiano Errázuriz, abuelo de Jaime Guzmán, y con el diputado Raúl Irarrázaval. Durante un año escribí en el Diario Ilustrado una sección de los días sábados, que se llamaba “Un Siglo al Servicio de la República”, lema del partido Conservador. Pronto comprendí que la política me era ajena. Más tarde el Canciller Hernán Cubillos me designó miembro de un consejo asesor de la Cancillería que me permitió participar en diversas reuniones de UNESCO y de OEA en distintas partes del mundo e integrar el Comité Interamericano de Cultura del que formaban parte cinco miembros de distintos países.

– El hecho de que usted tenga un pensamiento conservador, o así se lo atribuyan en la perspectiva de algún pensamiento diferente, ¿afecta su independencia para pensar en política desde un punto de vista filosófico?

– La filosofía puede existir con independencia de la política y esta independencia es muy deseable para la salud de la filosofía. ¿Cómo distinguir la política de la codicia del poder que genera un seudo filosofar, una servidumbre ideológica? El auténtico pensar filosófico tiene trascendencia política por más que hoy no aparezca en los diarios y no haga gritar en la calle.

– En la vida de todo intelectual, siempre hay algún hecho, episodio, personalidad o circunstancia que precipita una vocación. Usted pudo ser político, abogado o diplomático, pero fue profesor. ¿Cuál fue ese hecho?

Ejercí por algunos años la profesión de abogado en el estudio de mi buen amigo Raúl Irarrázaval, pero mi vocación intelectual habría de prevalecer. Entré en relación con mis amigos mayores, que ya mencionaba anteriormente, gracias a la revista Estudios, que Jaime Eyzaguirre dirigió por décadas y que llegaba a mi casa por ser una revista católica, que creo que yo era el único que la leía. Tuve el honor de ver aparecer mi nombre, cuando tenía 20 años, encabezando el número 152 con un artículo sesudo que se titula Reflexiones sobre la libertad. Ese mismo número publica los Acuerdos de un Congreso de Estudiantes realizado en Valparaíso, que presidió Felipe Herrera, y que se titula Cultura y Universidad en América, texto en el que metí mano. Ahí conocí a Mario Góngora, el historiador que, con Armando Roa, el psiquiatra, y Rafael Gandolfo, el filósofo –a quienes conocía–, han sido, junto a Jaime Eyzaguirre, mis amigos más queridos y admirados de ese grupo de Estudios.

Creo que ESTUDIOS es una pieza significativa de nuestra pequeña historia cultural. Ahí Roa y Gandolfo hablaron de los filósofos europeos contemporáneos. Eyzaguirre y Philippi plantearon una posición religiosa y política que no era ni marxista ni mariteniana (ideologías dominantes entonces), pero sí hispanista, social cristiana y milenarista (Lacunza); Góngora y Roa se interesaban también en América, en la filosofía de la historia y en las ciencias.

– El hecho de que usted estuviese por sobre el pequeño mundo de los sectarismos políticos chilenos, se hizo evidente en la Revista Dilemas. ¿Qué característica principal le atribuiría a esta publicación?

– En 1966, fundamos con Mario Góngora DILEMAS, una revista que se publicó irregularmente durante 10 años, que yo mismo dirigí y a cuyo Consejo Editorial se incorporaron Félix Schwartzmann y Luis Izquierdo. En ella publicaron artículos, aparte de los miembros del Consejo, que lo hicieron abundantemente, Rafael Gandolfo, Jorge Millas, Luis Oyarzún, José Ricardo Morales, Jorge Eduardo Riveras, Joaquín Barceló, Carla Cordua, Humberto Giannini, Marcos García de la Huerta, Joaquín Luco, Humberto Maturana, Igor Saavedra, Osvaldo Sunkel, Héctor Herrera y poetas como Eduardo Anguita, Enrique Lihn, Braulio Arenas, Armando Uribe, David Rosenmann, José Miguel Vicuña. El editorial del primer número, de agosto de 1966, que escribimos a parejas con Mario Góngora paseando por la costanera de Playa Ancha, es una severa declaración de principios. Aunque resulte inmodesto dicho por mí, creo que en DILEMAS se publicaron ensayos definitivos de muchos de sus colaboradores.

– ¿Pero eran esas ideas capaces de trascender el mundo del valle del Maipo, para no mencionar el del Mapocho?

– Creo que sí. Ya en 1946 fui invitado a España a un Congreso en honor de Francisco de Vitoria, el filósofo español, uno de los creadores del derecho internacional. Obtuve entonces una beca y permanecí un año en España y Europa. Asistí al seminario de Zubiri y tuve cierta amistad con intelectuales españoles de ese tiempo como Laín Entralgo y José María Valverde. Navegué durante 14 días de Buenos Aires a Lisboa y otros 14 de Cádiz a Buenos Aires con universitarios latinoamericanos con quienes hice buena amistad, especialmente con argentinos a quienes recuerdo con afecto. También realicé estudios de postgrado en Francia, Estados Unidos y Bélgica. De ahí en adelante el proceso de vinculación con el mundo de las ideas continuaría incrementándose. La última tarea oficial que he cumplido fue desempeñarme por dos períodos como Director de la Federación Internacional de Sociedades de Filosofía.

– En una entrevista que le hiciera en 1989 un profesor de una Universidad en los Estados Unidos, se le preguntaba por el origen de su vocación por la filosofía. Usted respondió que había sido llevado casi misteriosamente a ese mundo. ¿Piensa lo mismo hoy, cuando ya se ha consagrado como filósofo e intelectual?

– Pienso exactamente lo mismo. Entonces expliqué y hoy reitero que ese origen no es fácil de precisar, intentarlo me obliga a un largo viaje en el tiempo. Si voy en busca de un momento inicial, de algún acontecimiento que pudiera mirar como el comienzo de mi interés por la Filosofía tengo que decirle que no descubro nada muy preciso. Pero sí cierta profundidad íntima en donde me reconozco pero, a la vez, permítame decir algo de apariencia paradójica, me reconozco perdiéndome a mí mismo. Me viene aquí a la mente un verso de Neruda en el poema Unidad, “Hay algo denso, unido, sentado en el fondo repitiendo su número, su señal idéntica”. Algo así descubro temprano –algo denso, unido, sentado en el fondo– una cierta unidad profunda, en donde empiezo a reconocerme. Pero ese no soy “yo”, sino más bien un “en donde” o “desde donde” yo mismo puedo llegar a ser. De manera que no soy yo quien descubre, sino quien es descubierto y quien es conducido, lenta y maravillosamente, a una especie de lugar natural, en el sentido de la física aristotélica.

– Al penetrar el mundo de las ideas, ¿qué busca un filósofo?

– En esa misma entrevista sobre la que usted me pregunta hice un símil que siempre me parece válido para explicar qué busco en la filosofía. Es en realidad ir aprendiendo a nombrar, en un ejercicio meditativo, una experiencia tenaz de íntima profundidad, en la que me pierdo y me reconozco, que no soy yo mismo, pero en donde yo mismo empiezo a ser, o más próximamente, a estar. Así describiría el ejercicio de filosofar.

La comparación que entonces hice se refiere a la primera vez que estuve en París, como estudiante, poco después de la guerra; recuerdo que los edificios eran de un gris oscuro y a veces casi negros. Volví después que Malraux ordenó lavarlos y quedé maravillado ante un Louvre, una Place Vendome o una Catedral de Notre Dame brillando como el oro. Algo semejante ha ocurrido con la Capilla Sixtina, en donde aparece un Miguel Ángel primaveral. Yo creo que la Filosofía hace algo ene se estilo: limpia el mundo, le descubre su belleza, su verdad, su color natural, su orden. Esto es nombrarlo. No necesariamente reducirlo a palabras, sino asistir al surgimiento de las palabras; sigo con Neruda: “ese surgir de palomas que hay entre la noche y el tiempo”, y hacer que las palabras verdaderamente nombren, que alcancen transparencia, que sean fieles a lo que las origina.

– Pero todos los filósofos tienden a citarse unos a otros, para venerarse o para criticarse; ¿responde ello a una falta de originalidad?

– No es así. Lo que ocurre es que la filosofía es un diálogo, un logos en común, una constelación abierta a la inteligencia que descubre un mundo y lo nombra. Creo que el matemático o el poeta no hacen algo muy distinto; probablemente tampoco los amantes. Entonces cabe preguntar qué nombra o descubre la filosofía.

La filosofía es una realidad histórica concreta. No es geometría ni poesía, medicina ni arquitectura. Es otra tarea, otro oficio, otra mirada. Los griegos empiezan a hacerla y su ejercicio está vivo. Es una obra histórica. Para hacer filosofía hay que aprender a hacerla de quienes efectivamente la han hecho. Pretender lo contrario sería algo vacío, pretencioso y nada original.

– ¿Cuáles fueron sus principales contribuciones a ese mundo de las ideas que se abría?

– Entre los años 50 y 80, aproximadamente, formé parte del Comité Editorial de la Revista chilena de filosofía que dirigió Félix Schwartzmann y en la que publiqué un cúmulo de ensayos que sentaron la base de mi carrera académica. En 1950 apareció Descartes, su metafísica esencial, tema que no me ha abandonado por lo menos hasta el año 2006. En 1956 apareció Ontología y situación fundamental, una de las mejores cosas breves que he hecho y que fue ponencia a un Congreso Internacional de Filosofía realizado en Santiago. Cuando lo leí en privado, Jorge Millas me dio un abrazo y luego en el Congreso fue elogiado por el Padre Cornelio Fabro, uno de los más eminentes filósofos escolástico del siglo, y por Eduardo Nicol, distinguido filósofo español desterrado en Méjico. Eso me dio mucho ánimo.

– Todos los autores sienten más o menos cariño por alguno de sus libros. Entre otros, usted ha escrito “La metafísica cartesiana” (1971); “La filosofía de Aristóteles como teología del acto” (1980), “Una ciencia del Ser” (1987) y “La Vía de la Verdad”, la más reciente. ¿Cuál es su favorito?

– Mi primer libro y uno de los más importantes que he hecho fue La metafísica cartesiana. Después vienen otros hasta sumar 14, de los cuales destacaría Una ciencia del ser que versa sobre Aristóteles, Estructura metafísica de la filosofía y, finalmente, el mejor (salvo que publique otro), que acaba de aparecer: La Vía de la Verdad. Amo todos mis libros (casi como a mis hijos) y creo en ellos.

– Parte importante de su vida académica ha transcurrido en la Universidad Católica de Chile. ¿Podría describirnos su experiencia allí?

– A la Universidad Católica llegué el año 1943 a un preuniversitario donde tuve como profesores a Juan Orrego Salas de música, Roque Esteban Scarpa de literatura, Jaime Eyzaguirre de historia y a profesores de ciencias de las Facultades de Medicina e Ingeniería. Fue una experiencia que duró, creo, un año y que me libró de tener al mismo profesor de filosofía y matemáticas con el que había chocado en el colegio de San Ignacio. En la Católica cursé Derecho y obtuve el título de abogado, profesión que ejercí una docena de años hasta que fui invitado a la Universidad como Secretario del Consejo Superior y profesor de filosofía en la Facultad de Economía.

– Ya en esa época usted desarrolla una visión diferente de lo que debería ser una universidad, pero en un comienzo nadie le escuchó. ¿Por qué?

– Efectivamente, a partir de la década de 1960 me preocupé de articular una perspectiva sobre educación superior que se inscribe en una preocupación filosófica más generalizada sobre la Universidad. En la Católica me entregué por entero a la causa de rescatar la actividad científica pura de las Facultades profesionales. Fui apoyado enérgicamente por los biólogos de Medicina, por los arquitectos y por economistas y sociólogos: El propio Rector, Monseñor Silva Santiago, miraba con simpatía la causa. Pero fue imposible vencer la resistencia del “establishment” y una estrecha votación en el Consejo Superior echó el proyecto por el desvío. Yo presenté mi renuncia. Años después el proyecto se hizo efectivo paso a paso.

Más adelante, Hernán Larraín, Vicerrector de la Universidad, me llamó como Director del Departamento de Filosofía y después me desempeñé como Decano de la Facultad. En la Católica se simplificó el currículo centrándolo en las fuentes, se alentó la relación entre la investigación y la docencia, se abrió internacionalmente la Facultad a través de Seminarios Internacionales que vienen realizándose anualmente, y se han publicado diversas colecciones de obras escritas. Así se estableció una tradición docente de jerarquía.

– Al mismo tiempo Usted es una de las pocas personas que ha desarrollado simultáneamente una carrera importante en otra universidad, la Universidad de Chile. Esa es otra de las manifestaciones que lo han puesto por sobre las banderías de grupos, especialmente en el caso de su participación en el Centro de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, paradójicamente creado en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas. ¿Cómo explicaría esta pluralidad?

– Mi vinculación con la Universidad de Chile comienza en 1958 cuando fui nombrado profesor de Filosofía Medieval y, más adelante, en 1968, de Metafísica. A la facultad de Filosofía de la Universidad de Chile me había incorporado por invitación de Jorge Millas y como profesor auxiliar de su curso.

En lo que respecta al Centro de Estudios Humanísticos, al dejar la Católica, Carla Cordua y Roberto Torretti, que lo habían fundado en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, bajo la dirección del Decano Enrique D´Etigny, me invitaron a formar parte de ese Centro. Cuando ellos se fueron a Puerto Rico yo tomé la dirección. El Centro se convirtió en Departamento. El equipo de profesores que se reunió era notable: en filosofía estaban Narvarte, Barceló, García de la Huerta, Quintana, Espoz, Marchant; en Historia, Góngora, Villalobos, Jara, Pinto; en artes Parra, Morales, Guzmán, Allende, Kay, Hunneus. Intenté crear un doctorado en Humanidades que una vez más chocó con otro “establishment”. Yo renuncié nuevamente.

– Pero su vinculación más memorable con la Universidad de Chile fue su desempeño como Rector en un período tumultuoso. ¿Explíquenos cómo se origina está situación un tanto sorprendente?

– Una mañana mientras hacía clase en la Universidad Católica, me llegó una llamada urgente del Ministro de Educación, Juan Antonio Guzmán, que me pidió asumir la rectoría de la Universidad de Chile. La Universidad llevaba un mes de paralización general por huelga y la situación se agravaba cada día. Por la tarde respondí al Ministro del Interior, Carlos Cáceres, que no hallaba razón para negarme y al día siguiente asumí el cargo. Al subsiguiente la Universidad recuperó su vida normal. Yo estaba sin Consejo Superior y sin Decanos. Designé un Consejo asesor transitorio que integraron Carlos Martínez Sotomayor, Francisco Orrego, Félix Schwartzmann, Armando Roa, Humberto Maturana, Igor Saavedra, Juan Pablo Izquierdo, Héctor Carvallo. Confirmé a varios Decanos y nombré otros nuevos. Cuando se restauró el régimen democrático creí de mi deber presentar mi renuncia, otra vez.

– ¿Pudo hacer algo en ese período de alteración institucional?

– De hecho se avanzó muchísimo en el desarrollo de la Universidad de Chile. En los casi dos años de rectorado recuerdo tres líneas de trabajo emprendidas y realizadas. La Universidad tenía en Santiago y otras ciudades un alto número de casas y propiedades pequeñas que habían ido quedando casi abandonadas. Se formó con ellas un buen lote que se entregó a la CORFO, la que procedió a liquidarlas constituyéndose así un capital con el que fue posible restaurar los edificios universitarios que yacían todavía en el suelo a consecuencia del terremoto de años antes. Fue el caso, por ejemplo, de Química, de Geología, de Hidráulica, de Resistencia de Materiales, de una ala de la casa central, de espacios en Medicina, Arquitectura, Artes. Se compró el teatro de la Plaza Baquedano para la facultad de Artes, el edificio de Zig-Zag para Derecho.

Los sueldos de la Universidad eran malos. Se llamó, entonces, a un concurso que permitió doblar el sueldo de un alto número de profesores a propuesta de cuatro comisiones integradas por diez académicos del mayor prestigio en cuatro grandes áreas del saber. En fin, se inició el estudio de un currículo básico con énfasis en Humanidades que pudiera insertarse transversalmente en todas las Facultades. Esto no se logró, pero sentó ideas que han ido adoptándose.

– ¿Y qué puede decirnos de su experiencia como Presidente de la Academia y del Instituto de Chile?

– Una de las principales iniciativas fue entrar en conversaciones con el Presidente Patricio Aylwin y su Ministro Edgardo Boeninger para que se reconociera al Instituto y sus Academias una función asesora para el estudio de grandes cuestiones de interés general, acerca de las cuales el gobierno solicitara colaboración. Se firmó un documento que no ha pasado de ser un papel, pero que contiene, no obstante, algunas buenas ideas. Seguimos por cierto empeñados en la misma tarea.