Pedro Gandolfo: “Una elocuente discreción”

El académico de número propone cultivar el “arte del buen decir” en Chile en su columna de El Mercurio.

El sometimiento de la palabra a algún tipo de contención y regulación tiene orígenes que lo ligan al estoicismo y al cristianismo. Sin embargo, los beneficios de estos ejercicios no tardaron en trasladarse al ámbito civil. En los tratados cortesanos del siglo XVIII se incluye dentro de las virtudes del hombre prudente la vigilancia permanente sobre lo que se dice: el hombre se puede perder en la palabra y nunca es más dueño de sí que en la discreción. El fundamento de esta cautelosa recomendación es un modelo no insensato de concebir el cuerpo como un recipiente amenazado de modo constante por el riesgo de perder su substancia, de rebalsarse o infiltrarse hacia fuera de sí mismo. En la palabra prodigada, en el parloteo evasivo y logorreico, en el discurso incontenible, el sujeto arriesga dejar de pertenecerse, perder su propia identidad. Es buen consejo, pues, alejar la frivolidad suelta de la palabra, premunirse de buenos filtros y mantenerlos en óptimo estado, cavilar antes de hablar.

El silencio mismo, aunque es arte de lo poco o casi nada, puede sugerir la capacidad en el limitado, la sabiduría en el iletrado, la brillantez en el opaco. El hablar poco, preciso y útilmente es una contribución al bienestar y la paz públicas. Los procesos de desintegración civil suelen ir acompañados de inflaciones verbales y retórica simplificadora.

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