Pedro Gandolfo: “Temores”

El académico de número medita sobre “el bárbaro del siglo XXI” en su columna de El Mercurio.

Parece que en Chile fueran quedando pocas reservas de civilización y, al revés, se cree que el proceso civilizatorio —largo y penoso— es irreversible. El bárbaro, no obstante, no es en absoluto un personaje que se haya extinguido, sino que convive infiltrado entre nosotros, a veces, asumiendo posiciones de poder. No es un peligro externo este nuevo bárbaro, este bárbaro del siglo XXI, este bárbaro que a menudo puede asumir el estandarte del progreso, la modernidad, el bienestar y otros bienes públicos muy nobles, sino, y de allí emana su sumo peligro, es interior y solapado, próximo y casi familiar. Hay que hacer un esfuerzo, pues, especial por desenmascararlo, aislando y describiendo sus conductas, poniendo límites, defendiendo fronteras, incluso en nuestro entorno, incluso en nosotros mismos: resistir.

La barbarie ataca aquellas formas de convivencia tolerante y frágil entre personas distintas basadas en la confianza, el respeto, la amabilidad, la hospitalidad y la honestidad. La palabra civilización proviene de la latina “civitas”, ciudad, pero no entendida como esa gran concentración de personas, calles y medios de transporte y servicios de todo tipo con que solemos confundirla. La ciudad, para mí, es un lugar de encuentro reglado que garantiza esa convivencia de lo distinto y plural, que la constituye como un sutil lugar de intercambios, una coordinación de miradas, pensamientos, formas diversas de ser y estar. Si alguien la considera, principalmente, como una mera trama de líneas individuales que vienen y van desde el trabajo a la casa, sin considerar a los otros, sin cuidarlos y guardarlos, sin velar por esos espacios y momentos de encuentro e intercambio, sin tomar en cuenta sus propios ritmos y rituales, está entrando en la lógica del bárbaro. La barbarie sigue siendo un ataque a la ciudad en lo que tiene de más esencial y valioso.

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