El académico de número reflexiona sobre el proceso de formulación de una nueva Constitución en su columna de El Mercurio.
Para nadie es un misterio que, salvo nuestra geografía y nuestro paisaje y los relatos que hemos tejido en torno a nuestra gente, no tenemos nada propio. La noción de identidad nacional, poniendo la mano en el pecho, fue una elucubración fantasiosa de los sesentas o setentas, cuando se luchaba defensivamente contra los “colonialismos” e “imperialismos”. Pero hoy somos bastante menos que el “sedulous ape”, el simio tenaz, como se calificó a sí mismo R. L. Stevenson.
Ello me trae a la memoria una expresión que anoté de ese descomunal y exuberante memorión y polígrafo que fue Marcelino Menéndez y Pelayo: la cultura española, dice por ahí, es toda “de acarreo”. Me gustó su decir, tan castizo, tan carnal y tangible, tan hispano, tan poco de acarreo. Habría dicho hoy, alguno de nosotros, que vivimos en una sociedad “multicultural”, término bastante horrible, de partida, y más de algún otro nos habría propinado una lata sobre la “globalización”.
Nuestro idioma (que es de acarreo) más que amenazado por la vulgaridad o la distorsión que proviene de los nuevos medios de comunicación de masas, viene hace tiempo sufriendo una anemia, una pauperización, como si la tendencia fuera echarle agua a su vino o descremar cada vez más su leche materna. Es un idioma dietético, light, poco grasoso y gracioso, plano y uniforme, flacuchento y anoréxico.