El académico de número examina la forma de expresar el discurso oral en su columna de El Mercurio.
Me pasa a menudo que escucho a una persona y lo que me dice me parece una vaguedad poco interesante, pero a poco andar, ya un poco exasperado, empiezo a atisbar otra cosa que intenta expresar precariamente y que podría ser importante entender. Igual me pasa con ciertos libros o textos en los cuales lo que se ha escrito es más bien pobre a una primera mirada, pero estirando la paciencia empieza a capturarse una suerte de posibilidad frustrada.
Creo, así, que una entre las mayores habilidades que debería cultivar nuestra educación es el talento de expresarse bien.
Una persona aprende a expresarse bien, antes que nada, leyendo, adiestrándose en la comprensión de la expresión de lo que el otro comunica, incluso aprendiendo a expresar él mismo lo expresado por el otro. Ese es el camino, aunque habría que preguntarse por el origen de una cierta dejadez que aparece en los medios académicos incluso, ya que se percibe un peligroso descuido de esta virtud. La calidad del discurso oral, sobre todo, se ha deteriorado acaso por el abuso de los medios auxiliares de la docencia y de las exposiciones. Me encuentro a menudo con personas inteligentes y sensibles que se expresan mal, y ello en cualquier ámbito de la vida, incluso en el de las relaciones humanas más íntimas, es un problema mayor.