El académico de número reflexiona sobre el comienzo del fin del verano en su columna de El Mercurio.
En la segunda quincena de febrero ya se anuncia el fin del verano. A veces, al atardecer, coge las espaldas una brisa ligera y dan ganas de ponerse algo de abrigo. La luz del sol adquiere una tonalidad ocre muy característica, suavemente dorada, como si un filtro de pastos secos inundara la atmósfera. Los días se tornan poco a poco más cortos y entonces toma sentido, al pasear, esa bella palabra que es “relente”, definida por el diccionario como “la humedad que en las noches serenas se advierte en la atmósfera”. Para compensar el verano que comienza a agotarse, sobre todo los niños y los más jóvenes procuran aumentar las horas finales de las vacaciones acostándose más tarde, prolongando sus juegos y diversiones lo máximo posible. No se quisiera detener nunca la fiesta. Cesare Pavese —en unas páginas hermosamente tristes, como todo lo que él escribió— precisamente piensa que en este período se viven los días estivales con una intensidad rotunda e incomparable con los otros días, empujados como están por la inminencia del fin.
Es la sombra que se cierne sobre el verano, proveniente de la percepción nítida y lánguida de la fugacidad del tiempo, de su pasar acelerado, de la conciencia de que se asoma la llegada rauda e inevitable del término, de que se avista en el horizonte el fin de la época estival, la aparición difusa del otoño que va entrando, y de marzo y sus agitados afanes. Es la época, incluso desde la edad muy temprana, del aprendizaje de la melancolía.