Pedro Gandolfo: “Economía en su justo precio”

El académico de número analiza el equilibrio del conocimiento económico a la hora de tomar decisiones políticas en una columna del diario El Mercurio. 

Hubo un período de nuestra historia política en que se sobrevaloró desmesuradamente el valor de los economistas; sus opiniones eran oraculares, su poder dentro del gobierno fue gigante, tentacular y sobrenatural. Pasamos, pues, no hace mucho, por una fase política en que, podría decirse, regía una tecnocracia de economistas. Eran nuestra teocracia; eran nuestros talibanes. El mejoramiento de nuestras cifras macroeconómicas era el objetivo central de una buena gestión gubernativa y las otras dimensiones del crecimiento de una comunidad política, en definitiva, de las personas, se consideraban poco o nada en las decisiones políticas. El economicismo, que es una perversión del pensamiento, un error cognitivo grave —en que también incurre cierto marxismo—, penetró como una mancha de aceite en muchos sectores; no fue solo “la derecha”, ni siquiera la derecha entera, pero ese sector político, por desgracia, abrazó esta herejía mayoritariamente, dejando a sus espaldas una tradición de la cual podía sentirse orgullosa, en la cual la economía cumplía el papel subordinado que le corresponde.

Hoy la situación ha cambiado radical y temerariamente. Se escucha poco o nada a la economía y una diputada dijo que apenas era una “ciencia social”. No sé lo que opinarán los cultivadores de las ciencias sociales de esta forma de degradación, pero es un síntoma algo farsesco de ese fenómeno más general y peligroso de sordera hacia una disciplina que ha sido un aporte esencial al bienestar de los pueblos. Y los buenos economistas, precisamente, no son economicistas, sino, al contrario, poseen plena conciencia de los límites de su conocimiento.

Los desarrollos de las ciencias económicas contemporáneas han ido progresivamente acumulando un núcleo de conocimientos —quizás más modesto de lo que sus cultores proponen— que son una contribución fundamental al diseño y evaluación de políticas públicas. Ningún político debe omitirlo a la hora de adoptar decisiones. Dije “debe” porque cuando se tiene el conocimiento de que una medida o política va a tener, pese a sus apariencias actuales de bondad, consecuencias negativas futuras y, no obstante ese conocimiento, de todos modos aplica la medida o pone en marcha la respectiva política pública, está deliberadamente infligiendo un mal a la población, es decir, incurriendo en una inmoralidad política.

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