El académico de número medita sobre la relación entre educación, cultura y democracia en su columna de El Mercurio.
El debate político actual da lugar a un angustioso desaliento.
En la voluntad de quienes concurrieron a poner los cimientos iniciales de nuestro Estado —en la primera mitad del siglo XIX— estuvo siempre la idea de que la óptima organización política para Chile es la democracia. La ejecución de ese proyecto ha sido progresiva, y sus peripecias, avances, retrocesos, encuentros y desencuentros constituyen el hilo principal de nuestra historia política.
Con todo, un componente nuevo de la cosmovisión política de este último quinquenio es un desvío conceptual y práctico muy fuerte hacia un pensar la democracia y sus instituciones como un ámbito autónomo y formal en su despliegue y puesta en marcha. Mientras, por un lado, resulta cada vez más patente que es la cultura —que convierte a los meros electores en auténticos ciudadanos— la dimensión actual de la democracia donde los chilenos nos encontramos en mayor carencia, por el otro, el enfoque insiste solo en introducir cambios supuestamente mágicos en la superficie institucional. El voto deviene, entre tanto, hoy cada vez más en una preferencia vacía de un contenido preciso, que es más bien la expresión volátil de emociones y opiniones vagas y opacas. Pensar, entonces, que todo pasa por cambios institucionales es propio de una mentalidad en exceso formalista que le concede demasiada importancia al papel de las reglas jurídicas y desconoce la gravitación esencial que las mentalidades, valores, modos de ser y de comportarse; que los conocimientos y destrezas y habilidades críticas; que la profundidad del compromiso con el bien colectivo y otras variables culturales tienen en la vigencia efectiva de aquellas reglas.