El académico de número medita sobre el comportamiento de las personas lateras en su columna de El Mercurio.
Existen las personas que no saben nada y hablan mucho de todo. En lo fundamental son inocuas. En cambio, aquellas que saben mucho de pocas cosas y hablan de ello abundantemente pueden ser peligrosas. De esta categoría suelen provenir los lateros, un espécimen terrible de la vida social.
Siempre he temido pavorosamente convertirme en un latero. Sería una maldición sublime. Últimamente me he sorprendido preguntando trémulamente a mis amigos si acaso estoy siendo latero, y también indignamente a mis alumnos, sobre todo si los he visto cabecear en clases, lo cual ocurre cada vez más a menudo. También pienso que se puede ser un columnista latero, aunque se trate de un sabiondo.
No quiero ni debo pelar (hay un pacto tácito de buen trato mutuo entre opinólogos), pero reconozcamos que pelar es una de las actividades más difíciles de lograr una plena lata. En alguna parte Joaquín Edwards Bello —un autor antídoto contra las latas— opina que Santiago se sostiene en un gran pelambre, y que, si cesara el pelambre, se derrumbaría bajo el peso de la lata.
Con todo, un latero recalcitrante puede incluso pelar lateando. A esta subcategoría de pelador latoso se aproxima bastante otro arruinador de la vida social que es el “patoso”, la persona que cree ser chistosa sin serlo, y el “pelmazo”, el pesado inoportuno.