El académico de número reflexiona sobre la alfabetización y su importancia en el desarrollo de aprendizaje en su columna de El Mercurio.
Me he recordado en estos días de la proposición del filósofo alemán Hans-Georg Gadamer acerca de que el proceso de educación tiene por objetivo fundamental orientar el autodidactismo humano. La idea de Gadamer se vincula con la percepción, que tiene su origen en la antigüedad grecolatina, de que el hombre posee una curiosidad natural, una curiosidad que se manifiesta patentemente en los niños, pero que se halla latente en toda persona, lista para ser despertada. El filósofo acusa precisamente a una desconsideración de la importancia del autodidactismo en la educación en vez de ponerlo como combustible poderoso del aprendizaje.
El autodidactismo se liga esencialmente con la alfabetización. Un estudiante bien alfabetizado puede potencialmente aprender todo. Muchas veces me ha tocado conversar con personas que ya en la edad adulta se dedicaron a estudiar a fondo una materia a la cual no le dieron importancia, o no se les enseñó de modo que su importancia aflorara durante la época escolar. Es maravilloso lo que puede lograrse con la inclinación a aprender por sí mismo cuando se halla asociada a la alfabetización.
No me cansaré de cantar la grandeza de estas dos amigas extraordinarias y cómo se conjugan y potencian, sobre todo, durante la educación básica. No aprovecharse de las ganas de aprender que cualquiera advierte en los infantes, ganas que vemos desgastarse a medida que progresan los años escolares, es matar a un joven Mozart en su cuna, como afirma Antoine de Saint-Exupéry en “Tierra de Hombres”. Y todo, sin embargo, parece conspirar en su contra. El escritor francés, muy a tono con Gadamer, compara al educador con un jardinero que conduce el crecimiento de una planta que posee por sí misma la energía para realizarse, para actualizar lo que se encuentra en potencia.