El académico de número medita sobre el retorno de los alumnos a clases en su columna de El Mercurio.
La escuela es el lugar donde los niños dan los primeros pasos en el difícil y casi interminable aprendizaje del estar junto con los otros. En la escuela los estudiantes no solo se aplican a adquirir ciertos contenidos y habilidades, sino, la mayor parte del tiempo sin darse cuenta, ensayan el encuentro con aquello que más allá de la familia se extiende y que solemos llamar “sociedad”. Los primeros años de colegio incluyen, así, el período de engendramiento de lo sentimental.
Quizás el mayor descubrimiento de esa apertura a algo nuevo es la aparición de la amistad (y de la enemistad): los amigos y las amigas surgen pronto. La amistad sembrada en el colegio es como una levadura que se extiende después a los amigos de barrio, un lugar de libre complicidad. También en el colegio, ya de modo muy temprano, se asoman los primeros amores o, al menos, una atracción perturbadora que no se satisface con la amistad, aunque a menudo se confunde con ella.
En el despunte de la amistad y el amor, los tanteos iniciales ya se plantean con ese claroscuro que los acompañará siempre: en la escuela se nos comienza a enseñar también en el rechazo, la deslealtad, el humor cruel e, incluso, en el abuso y la violencia. Nunca es un laboratorio que prepare para algo que vendrá, sino que muchas veces de modo intenso ejecuta la lección y deja cicatrices que no se desvanecen después completamente.