Discurso del nuevo Presidente D. Jaime Antúnez Aldunate durante la ceremonia de asunción de la nueva Mesa Directiva de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
Sra. Adriana Valdés, Presidenta del Instituto de Chile, muchas gracias por acompañarnos en esta significativa ceremonia, así como gracias también a los miembros de la Mesa Directiva y del Consejo del Instituto que están con nosotros. Saludo a nuestros académicos correspondientes, de Chile y de naciones hermanas, y a nuestros asociados capitulares a los largo de nuestra geografía. Por fin, aunque primeros, en cuanto son el cuerpo de este acto, saludo a los miembros de número de nuestra Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, con sincero reconocimiento a la Mesa Directiva que deja y a la que asume, en las personas de Patricia Matte, Marisol Peña y Ernesto Ottone.
Y lo principal: un saludo muy afectuoso reciba de todos los presentes y mío, nuestro Presidente emérito, don José Luis Cea Egaña, para quien siempre serán pocas las palabras de agradecimiento por su guía lúcida e inclaudicable de esta corporación a través de tres lustros.
Hemos acordado ser breves, así será, pero no quisiera por ello dejar de subrayar algún trazo de lo que hoy, al asumir la presidencia de la Academia, veo creciendo a nuestra vista como un árbol robusto y de frutos buenos.
Cuando acepté este honroso cargo el 5 de este mes, hice breve referencia a cierto aspecto que ha venido a mi espíritu recorriendo algunas fascinantes páginas de nuestra historia, que comienza con la de nuestra hermana mayor, la Academia de la Lengua, allá por 1885, y que en cuanto a nosotros, esta concreta Academia del Instituto de Chile, suma una historia propia, ya próxima a alcanzar los 60 años de existencia. Me refiero a cierto aspecto que se compone de tres caras o si se quiere de tres fases, que muy naturalmente se entrecruzan, como en toda historia viva. Está así, en los inicios de esta tradición o en la incorporación de las ilustres personas que le van dando forma, primero el sentimiento de “ser de la Academia”, pero que camina luego hacia algo más enraizado, a una relación, a una suerte de comunidad en el tiempo por la que se siente, en cuanto se le ve tomar forma, una vinculación o una pertenencia –es ya un “estar en la Academia”- que abraza las raíces de esa historia en la que se está inserto.
Viene en seguida un tercer momento, que parece primordial, que está en el origen de esta reflexión, del que tomé conciencia y en el que fui paulatinamente edificado, conociendo más de cerca, desde la secretaría académica, a nuestro Presidente emérito. Es lo que yo llamaría como momento, el “estar para la Academia”. No era tan sólo ver y apreciar un esfuerzo que no se desligaba un día del cumplimiento de su responsabilidad (ni siquiera estando en viaje al extranjero), sino aquello que trasuntaba en algo que algunas veces le oía decirme: “a la Academia hay que tomarle cariño, a la Academia hay que quererla”. Hombre de derecho y fuerte conciencia moral, me hacía sentir –es al menos mi percepción en este caso- cuánto la raíz del deber arranca, no de una pura norma abstracta, sino de un fuerte ligamen, del gozo de una pertenencia, de una “philia” como decían los griegos.
Y efectivamente, cuando en los meses de prueba que hemos vivido –y que a él cupo vivir- hemos reparado en que esta corporación gozaba de entereza frente a la adversidad (o de “resiliencia” como suele ahora decirse), reflexionando en distintas ocasiones sobre nuestro camino, vino a nuestras mentes y a nuestros labios el concepto de “amistad académica”, como el de una realidad que descubríamos se había hecho carne entre nosotros, casi sin darnos cuenta. Creo que es su caso, don José Luis, algo semejante al de aquel hombre que echa la semilla sobre la tierra y esta nace y crece, sin que el sembrador casi alcance a darse cuenta.
¿Cuál ha sido esa semilla que nace y crece, y qué podemos discernir a este respecto?
Es algo que tiene que ver con la escucha, con el respeto y con la consistencia de la razón, en donde podemos vislumbrar algo que, tomándonos alguna libertad, podríamos llamar el “ethos” de la Academia.
El camino de la Academia se dibuja –sobre todo para quienes han pasado ya más de veinte años a su sombra– como una realidad cuya riqueza tiene base en algunas notables individualidades, y cuya convivencia ha oscilado -pero que al cabo sobre todo ha madurado- haciendo propios y comunes esos ingredientes de la semilla que nace y crece. En efecto, fruto de ese volcarse con cariño a la Academia que incentivó nuestro Presidente emérito, la escucha, el respeto y la razón fueron labrando una relación en la cual, sabiéndose que cada uno proviene de tradiciones diversas, y hasta a veces bien contrapuestas, en virtud del respeto a una camino siempre arduo e integro que había llevado un día al reconocimientos de sus pares, hubo apertura siempre interesada en escuchar. Pero, más aún, ese respeto y esa escucha, al mismo tiempo que se fortalecieron del tercer elemento de la semilla, la razón, han obrado como sus contrafuertes.
Hay algunos, y así lo han dicho, que en el clima generalizado de declinio de la razón que vemos y que nos preocupa, observan en ésta que llamamos “amistad académica” –y que trato aquí de desvelar– un pequeño y luminoso oasis de racionalidad. Probablemente están diciendo algo muy verdadero y también muy humano. Pues ésta, de que hablamos, nunca ha pretendido ser la razón de unos espíritus puros y desencarnados, que enuncian verdades apodícticas, sino formulaciones pensadas, encarnadas en experiencias e identidades diferentes, donde, por qué no, opera a veces también una legítima emoción, que habiendo dialogado y sido educada por la propia razón, la hace más luminosa.
Vivimos, en definitiva, la experiencia de una razón entendida como “enlargement of mind”, según el apelo académico de Newman, que me atrevo a decir, se parece mucho al que uno de los contemporáneos más ilustrados explicitara en Regensburg, el 2006, en términos de un llamado a la amplitud del “logos”, tan oportuno y necesario cuanto lo muestra la década y media que ha transcurrido después.
Este es también el fundamento de la libertad de espíritu con que nos tratamos, hermana casi gemela de la cordialidad -nunca suficientemente ponderada como virtud académica- y de una formalidad, que no es artificio, sino ejercicio de justicia y de amabilidad, por llamarla así, de consideración con los pares y con su obra.
Con humildad agradezco a mis colegas la confianza que depositan en el nuevo Presidente de la Academia y en la nueva Mesa Directiva. Y a Usted, Presidente emérito, junto al hondo agradecimiento ya expresado, le decimos que contamos siempre con su cercanía y consejo.
Muchas gracias.
En nombre de Dios, se levanta esta sesión extraordinaria.