La académica de número analiza el rol del Congreso Nacional en el nuevo proceso constitucional en su columna de El Líbero.
Se ha cumplido un mes desde que la ciudadanía se pronunciara, abrumadoramente, por el rechazo de la propuesta de nueva Constitución elaborada por la Convención Constitucional. ¿Y cómo hemos avanzado hacia la meta de tener una nueva y buena Constitución que interprete las razones más profundas del rechazo ciudadano? No sería aventurado decir que prácticamente no registramos avances.
Después de que el gobierno se viera obligado a tener un rol de “observador” del proceso constituyente -como él mismo lo denominó-, las negociaciones tendientes a pavimentar el camino hacia una nueva Carta Fundamental han sido lideradas por los Presidentes de ambas Cámaras. Ello no puede más que celebrarse, porque el Congreso Nacional nunca perdió el poder constituyente derivado, ya sea para modificar la Constitución vigente o para proveer a su reemplazo, dictando las reglas constitucionales pertinentes, pues las contenidas en el segundo párrafo del capítulo XV de la Carta se encuentran definitivamente agotadas.
Aunque celebremos el liderazgo del diputado Soto y del senador Elizalde, lo que no puede suscribirse es la forma en que se han llevado a cabo las negociaciones entre los partidos políticos con representación parlamentaria que han quedado entrampadas en la discusión de los límites o bordes que debiera respetar la redacción de la nueva Carta.