La académica de número analiza lo que se juega Chile en las próximas elecciones en su columna semanal del diario El Mercurio.
La próxima elección será un punto de inflexión que marcará un antes y un después en nuestro devenir colectivo y personal. Por eso es imperativo tratar de dilucidar con la máxima claridad aquello que de verdad está en juego, lo cual muchas veces se disimula o minimiza por razones electorales.
La disyuntiva en que nos encontramos se presenta en un momento en que la democracia constitucional está profundamente dañada. Se ha instalado y legitimado la violencia como método de resolución de los conflictos ante la total pasividad, si no complicidad, de una parte de la clase política y de muchos congresistas de oposición. Unos han sido ambiguos y débiles en su condena; han desistido del mandato democrático de aislar a quienes la promueven y han intentado eliminar las sanciones judiciales contra quienes cometieron delitos disfrazándolos de “presos políticos”. Otros se han mostrado abiertamente partidarios de la insurrección; la han celebrado como el origen de un bien superior, que sería la Convención Constituyente, e incluso han rendido homenajes públicos en el propio Congreso Nacional a los responsables de los actos violentos sin precedentes que devastaron al país en octubre de 2019.
La creación de un ideario en el cual el individuo, que no es otra cosa que la persona humana, es sujeto de ciertos derechos que emanan de su propia naturaleza como ser único e igual en dignidad ha sido un pilar fundamental de los avances de la civilización; y tras la Revolución Francesa la separación entre la esfera pública y la privada está en el corazón de la teoría política democrática. La misma construcción de los derechos humanos está vinculada a la evolución de estas ideas, pues fue la convicción de que cada persona debe ser respetada en su autonomía para decidir las materias que afectan su vida y la de sus familias lo que hizo imperativo un decálogo respecto a sus derechos y prerrogativas, para limitar la extensión del poder del Estado y de los gobiernos. Una de las premisas en las cuales se basa la limitación de la esfera pública es la convicción de que los gobiernos no escapan a las fortalezas y debilidades de la naturaleza humana y, en consecuencia, no son más patriotas, virtuosos o sabios, ni tienen más capacidad que las propias personas para saber lo que estas realmente necesitan o desean. En definitiva, se trata de un cambio ético referido al comportamiento y actitudes aceptables entre unos y otros seres humanos: como sostuvo Adam Smith, para “permitir a cada persona perseguir su propio interés de acuerdo al plan liberal de igualdad, libertad y justicia”.
Más aún, esos mismos actores (incluidos los candidatos Boric y Provoste) han violentado severamente el orden constitucional por medio de triquiñuelas para usurpar la facultad presidencial de exclusividad en la determinación del gasto fiscal; han vulnerado el derecho de propiedad y han estado disponibles para destituir al Presidente de la República democráticamente elegido a cinco meses de terminar su mandato, con lo cual rompen con la tradición democrática que exige un traspaso pacífico del poder de acuerdo al itinerario constitucional y arriesgan que, ante el vacío de poder que ello implica, se produzcan desórdenes aún peores que los que ya hemos conocido. Subyacente a eso está la idea totalitaria de que solo ellos tienen la legitimidad para gobernar y sus adversarios deben ser destruidos.