La académica de número reflexiona sobre el contraste de las ideas y la realidad del sistema económico y político de Chile en su columna semanal del diario El Mercurio.
Hay momentos en que el sentido común imperante evoluciona y cambia. No es fácil discernir este proceso o sus causas, pues muchas veces se basa en la expansión de ideas o percepciones que no tienen sustento en la realidad objetiva, pero que igual se transforman en verdades y lugares comunes incuestionados. Desmontar estos no es fácil, porque exige recurrir a argumentaciones y datos complejos.
En Chile, en algún momento, se generó un cambio muy profundo en el clima de opinión. Así, se expandió la idea, en izquierdas y derechas, de que la superación de la desigualdad era el único objetivo político legítimo y que todas las otras aspiraciones, igualmente razonables y justas, debían ser sacrificadas en su altar. Esto, por cuanto Chile sería el país más desigual del mundo y crecientemente más inequitativo; que la causa de la desigualdad era el modelo de desarrollo; que los ricos eran cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Que vivíamos en un régimen “neoliberal” en que todo había sido librado al mercado, el Estado había desaparecido y la educación se había transformado en un “bien de consumo”; que los efectos del crecimiento económico eran más negativos que positivos; que, por lo tanto, era el momento de la distribución de la riqueza y no de su creación.
Todas estas premisas son falaces o al menos deben ser matizadas. Ciertamente, Chile no es el país más desigual del mundo, ni siquiera de la región. La desigualdad tampoco es de los últimos treinta años, pues ella —desde la perspectiva de los efectos negativos que produce— no ha variado en lo fundamental desde la década de los sesenta, cuando existen las primeras cifras para inferirla. Esto significa que, en lógica, la desigualdad no puede asociarse a un modelo de desarrollo específico. El modelo actual, por el contrario, al menos hasta octubre de 2019, disminuyó la brecha reflejada en el índice Gini más que en otros períodos, sobre todo entre las nuevas generaciones, que gozan de mejores niveles educacionales que sus padres y, por tanto, son mejor remunerados. Más aún, de acuerdo con otras dimensiones, a veces más gravitantes —por ejemplo, el número de años de escolaridad, expectativas de vida, mortalidad infantil, acceso a la educación superior y disponibilidad de bienes y servicios, entre otras— las diferencias han disminuido en forma importante.