La académica de número reflexiona sobre los factores que fortalecen a un gobierno democrático en su columna de El Mercurio.
Una Constitución democrática destinada a regir los destinos políticos de países plurales, a veces incluso profundamente fracturados, en los cuales conviven visiones diversas y a veces diametralmente opuestas, debe cumplir al menos con dos prerrequisitos indispensables. En primer lugar, sus normas necesitan ser diseñadas de tal manera que permitan que gobiernen tanto los partidos de izquierda como de derecha, y por ello no pueden incluir políticas sustantivas que eventualmente impedirían que un programa de gobierno determinado, aunque mayoritariamente aprobado, pueda ser implementado.
En segundo término, es indispensable que los derechos y libertades clásicas —sin los cuales es irrisorio hablar de Constitución democrática— estén clara y firmemente establecidos, pues necesitamos poder pensar libremente lo que queremos, expresar nuestras ideas, asociarnos con quien queramos para distintos fines, movernos dentro y fuera del territorio, adherir a nuestras propias creencias, profesar nuestro culto preferido, elegir a quienes nos gobiernan, emprender los trabajos preferidos y mantener nuestra propiedad protegida. En la medida en que estas libertades están garantizadas, ello obviamente excluye necesariamente, en la práctica, a gobiernos de ideologías totalitarias incompatibles con esas mismas libertades.