La académica de número plantea concluir con la autovictimización de las mujeres en su columna de El Mercurio.
La victimización está de moda y la resiento. Ha surgido y prospera una cultura en la que individuos o grupos demandan toda suerte de tratamientos especiales y discriminatorios, privilegios y subsidios, basados en lo que estiman ha sido una historia de opresión; y de esa condición de víctimas esperan conseguir prestigio y poder. Entre otras “identidades”, hay organizaciones de mujeres que se han sumado a este son y perciben su pasado histórico como humillante y endeble, lo cual las haría acreedoras a ese tratamiento excepcional.
No descarto que haya habido victimización y que puede haber afectado con más fuerza a ciertos sectores en distintas épocas históricas. De hecho, nuestro pasado está plagado de dolores, arbitrariedades e injusticias, pues la miseria y la opresión han sido la constante del devenir humano.
Mi objeción al auge de la cultura de la victimización radica en el firme convencimiento de que de personas víctimas no nacen seres humanos poderosos, pues, por definición, acarrean el peso de considerarse a sí mismas, y de ser percibidos por los otros, como inferiores. Esta tendencia exime a los afectados de la responsabilidad personal por sus actos y circunstancias y mutila la capacidad para superar la adversidad. Más aún, nos aleja de lo que debería ser nuestro objetivo principal, que no es otro que alcanzar un tratamiento igual para todos los individuos, más allá de su sexo, clase, género, color o etnia.