La académica de número reflexiona sobre el deceso de la reina Isabel II en su columna del diario El Mercurio.
La reina Isabel II ha muerto. “Era la roca sobre la cual estaba construida la Gran Bretaña moderna”, ha dicho la Primera Ministra Liz Truss y, efectivamente, la sensación de muchos británicos hoy es que una enorme montaña, que ha sido la piedra angular de la vida de la nación, ha desaparecido. Ha dejado de existir la mujer más extraordinaria que, por un privilegio inexplicable, me tocó conocer, admirar y respetar. Para mí representó la encarnación de la virtud cívica, de la entrega total al servicio de su país, de la responsabilidad y de la postergación de sus gratificaciones personales, cada vez que fue necesario, por un sentido del deber hacia los demás. El imperativo permanente de su papel como soberana fue dar el ejemplo de lo bueno y lo correcto y usar su posición para el bien de los otros; así lo hizo desde su más tierna infancia. En la Segunda Guerra, mientras a otros niños los trasladaban a lugares seguros para evitar los bombardeos de la ciudad de Londres, sus padres quisieron que ella y su hermana permanecieran expuestas a los mismos peligros que el resto de los súbditos; cuando tuvo la edad suficiente se unió al esfuerzo bélico, aprendiendo a manejar camiones; mientras hubo escasez y racionamiento, jamás aprovechó ningún cupón adicional al que tuvieron el resto de sus compatriotas.
Cuando cumplió 21 años, y ya sabía que la herencia de la monarquía inesperadamente caería sobre sus hombros, envió su memorable mensaje radial a la nación diciendo: “Yo declaro ante todos vosotros que durante toda mi vida, sea esta larga o sea corta, estaré dedicada a vuestro servicio”, y así lo hizo estoicamente, sin condiciones y con el máximo de entrega y entereza.
En un mundo moderno, en que las naciones se disgregan en múltiples identidades en conflicto y se arriesga aquello que los ciudadanos tienen en común, su papel constitucional más importante fue ser el símbolo de la unidad del reino. En gran medida lo logró, porque fue capaz de sublimar sus convicciones y nunca nadie tuvo siquiera un atisbo de cuál era su pensamiento en política o en otros temas divisivos. Si bien no tuvo poder político propiamente tal, sí tuvo gran influencia, pero desde la experiencia, la sabiduría y una perspectiva moral. De ello han dejado testimonio varios de los quince primeros ministros que sirvieron bajo su reinado, comenzando por Winston Churchill, quien fuera su primer gran guía y consejero.