La académica de número reflexiona sobre los cambios en el rol de la mujer en su columna de El Mercurio.
Siendo el Día de la Mujer, me siento en la obligación de escribir sobre lo que esta efeméride representa, aunque en este tema, como en muchos otros, mi racionalidad y mis sentimientos se apartan de las ortodoxias convencionales vigentes, que exigen un compromiso incondicional e incuestionable con el feminismo, en alguna de sus vertientes menos atractivas, so pena de excomunión cívica.
Creo, y he creído desde mis orígenes más primarios, que las mujeres tenemos los mismos derechos que los hombres, que debemos ser iguales ante la ley y tener las mismas oportunidades. Por eso, allí donde he podido, he tratado de conquistar espacios que permitan el pleno desarrollo de las mujeres de acuerdo a sus deseos, su voluntad y su capacidad.
Sin embargo, para tener credenciales de “feminista” no estoy dispuesta a aceptar dogmas que me parecen infundados. Me rebelo ante la idea, cada vez más generalizada, de que no existe relación alguna entre el género y el sexo biológico y que ser mujer u hombre sea simplemente una construcción social. Las mujeres somos biológicamente diferentes a los hombres y ello tiene enormes repercusiones en todos los ámbitos.
Las mujeres tenemos también diferencias culturales enraizadas en la historia, las cuales no son necesariamente malas, ni contradictorias con los aspectos biológicos, sino más bien armónicas con nuestra identidad femenina y con los requisitos materiales que han sido necesarios para la supervivencia de la especie.