El académico de número recorre la historia de “intervenciones políticas” en Latinoamérica en su columna de El Líbero.
Bajo las estatuas de los próceres hay percepciones nacionales contradictorias. Comencé a sospecharlo en Lima, tras la remoción del monumento a Francisco Pizarro. Coherentemente emplazado en el Damero de Pizarro (centro histórico), a un costado del Palacio Pizarro, salió al ostracismo durante el Gobierno de Alejandro “Cholo” Toledo. En nomenclatura actual, fue una expulsión identitaria.
Aquello me llevó a decodificar las identidades de las estatuas limeñas que homenajean a tres próceres top de la independencia. En primer lugar, estaba la ecuestre del argentino José de San Martín, con prioridad absoluta. Desde la plaza mayor, el héroe luce su estampa de Protector de la patria peruana, que trató de mantener unida, con un mínimo costo en sangre y la promesa de un rey importado desde Europa.
La estatua del venezolano Simón Bolívar, frente al Congreso y también sobre un corcel, debió resignarse al segundo lugar. Vencedor en Junín y Ayacucho, fue el Libertador definitivo en lo militar, pero luego intervino de manera profunda en la política peruana. Accedió al desmembramiento del Alto Perú -solicitado por patriotas separatistas- y así nació Bolivia, su “hija predilecta”. Tres años después, contradiciendo su proyecto anfictiónico, llamó a defender manu militari la nueva república contra “la perfidia del gobierno del Perú” que, al parecer, quería reperuanizarla.