El académico de número analiza el resultado del plebiscito del pasado 4 de septiembre en una columna de El Líbero.
Confieso que me divierte nuestro afán de excepcionalidad. Vivimos dando ejemplos al mundo de los cuales el mundo nunca se entera. Sin embargo, a veces sucede. Para no ir lejos, fue el caso del reciente rechazo plebiscitario a una Propuesta Constitucional estrambótica.
Con eje en la “plurinacionalidad”, su hiperadjetivado texto terminaba con nuestro Estado unitario, convertía en naciones a 11 pueblos originarios (algunos casi extintos) y daba formato jurídico a una revuelta que casi tumbó al gobierno de Sebastián Piñera. En un libraco express, dije que era una vía constitucional novedosa, para una revolución disfrazada de “refundación” .
Como suele suceder, en los países del mundo desarrollado la Propuesta entusiasmó a los intelectuales que disfrutan con los experimentos en laboratorio ajeno. Esos que, como el joven francés Regis Debray de los años 60, invitaban a sus colegas a “pensarle la revolución” a los latinoamericanos.
En nuestra región la aplaudieron los políticos que nos quieren poco y los gobernantes que conocen el viejo dicho romano divide et impera. Quizás para disimular, todos elogiaron el gran catálogo de derechos que consignaban sus 388 artículos, redactados en farragoso lenguaje inclusivo. También se entusiasmaron los jóvenes vanguardistas, por los textos que privilegiaban el indigenismo, normalizaban el paritarismo, reconocían el sexogenerismo, otorgaban derechos a la naturaleza, respetaban el sentimiento de los animales, consagraban el derecho humano al placer y el que, en onda decolonizadora, prohibía la esclavitud.