El académico de número reflexiona sobre la revolución indigenista y plurinacional que recorre nuestra región en una columna de El Líbero.
Hay quienes afirman que la revolución latinoamericana de inspiración marxista hoy sólo es tema para memoristas.
Creo que es un buen deseo -un wishful thinking, para que me entiendan- de los demócratas variopintos. Parafraseando el lema castrense “el mando nunca muere”, esos procesos nunca desaparecen. Mutan en proyectos del mismo espíritu con nuevas encarnaciones, mientras sus jefes derrotados procrean a sus descendientes o sobreviven como “samuráis cesantes”, según la cruda descripción del excastrista Regis Debray.
Una retrospectiva simple lo confirma. En poco más de medio siglo hubo tres grandes proyectos frustrados: la transición revolucionaria desde las instituciones, liderada por Salvador Allende; la revolución armada continental, catalizada por Fidel Castro, y la revolución bolivariana de Hugo Chávez, con elecciones intervenidas y ejército militante.
Por lo dicho, cuando se creía que la implosión de la Unión Soviética, la exitosa economía de mercado de China y la desastrosa performance de Nicolás Maduro marcaban el fin definitivo de las revoluciones marxianas, un combinado de ideólogos y políticos jóvenes extraía de sus rescoldos un nuevo fantasma: la revolución indigenista y plurinacional, que hoy recorre la región.