El académico de número analizó la realidad histórica y actual de las relaciones diplomáticas con países de la región en su columna del diario digital El Líbero.
Como presunto analista, sé que un país puede tener malas relaciones con algún país antípoda -o ni siquiera tenerlas- sin que se note mucho. Cuando reanudamos relaciones con Japón, en 1952, pocos sabían que estaban rotas desde fines de la Segunda Guerra Mundial.
Distinto es el caso con un país de las cercanías. Baste pensar que ser vecino o paravecino de Venezuela hoy significa tratar de absorber millones de venezolanos que escapan del país, sin razonable explicación de su gobernante ni acción disuasiva de la ONU.
Por cierto, el tema debe atenderse humanitariamente, en la máxima medida de lo posible. Pero, asumámoslo, lo que se caratula eufemísticamente como “inmigración”, teóricamente administrable por ACNUR, es muy otra cosa. Es una invasión de facto, por víctimas sin armas, que afecta la estructura socioeconómica de los países receptores y puede catalizar situaciones ingratas entre los mismos, con la excusa de la “diplomacia de los pueblos”.
Es una hipótesis que parece remota para los demócratas sistémicos e internacionalistas tranquilos, pero que hoy puede estar en los cálculos de quienes no lo son. En lo principal, porque estaría inmersa en el enjambre de crisis que intranquilas nos bañan. En un mar revuelto.
Flaschback histórico
Asumo que, si tuviéramos una masa crítica de líderes democráticos con liderazgo, sentido patriótico y conciencia de nuestra configuración geopolítica, nadie osaría justificar a Nicolás Maduro. En paralelo, estaríamos revisitando los temas controversiales de la política vecinal y, en especial, el que nació con la creación de Bolivia, en 1825, por decisión del libertador venezolano Simón Bolívar.