El académico de número profundiza en el 18 de octubre como la clave para entender la sociedad Chilena y las luchas del nuevo orden social en su columna del diario El Líbero.
(A propósito del aniversario del 18-O)
¿Acaso podía o debía esperarse algo distinto del 18-O, al caer la noche del lunes, de todo aquello que mostró la TV en Santiago, Valparaíso, La Serena y diversos otros lugares? Barricadas, saqueos y robos; destrucción de parques y señalética pública; ataques a comisarías, farmacias y comercios; asalto al Registro Civil y sus archivos; interrupciones del tránsito, fogatas y fuegos artificiales; cierre de estaciones del Metro y diversos otros comportamientos destructivos realizados en memoria de los mismos, exactos, hechos violentos ocurridos hace dos años. Este es, ritualmente, el valor simbólico del 18-O; aquel que se invoca en términos de legitimidad presente; su carácter de acción violenta dirigida contra ‘el sistema’. De ella no surge una real contestación, una crítica racional, una demanda de cambio, una Constitución que organice nuestra convivencia. Todo esto viene de otras prácticas: protesta pacífica, deliberación y participación responsable, impugnación de abusos, construcción de acuerdos, diseño y propuesta de reformas. En suma, todo aquello que corresponde al noviembrismo y su contribución a la legitimidad democrática: la protesta por medios no-violentos, la convergencia de fuerzas políticas, el repudio de la violencia y la represión que violenta los DDHH, el Acuerdo del 15-N.
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El 18-O, como cualquier evento que demarca un momento político especial o extraordinario en la vida de una nación —una comunidad imaginada, a fin de cuentas— se halla envuelto en los conflictos por el poder simbólico de la sociedad. Esto es, aquel poder que crea formas de interpretar y entender el mundo social a nuestro alrededor y lo dota de sentido, otorgándole primacía a unos significados sobre otros.
Como hemos aprendido en tiempos recientes, ese poder, típicamente soft power, está al centro de las luchas por el uso (correcto) del lenguaje, la memoria colectiva, la identidad de nuestras culturas, las disputas estéticas (por ejemplo, estampadas en grafitis y canciones), los modos de relacionarnos con las jerarquías y las visiones del futuro que tiñen con claroscuros nuestros estados de ánimo.
El estallido del 18-O entra de lleno dentro de ese campo de fuerzas. Hoy, como acaba de reflejarse en la conmemoración de esta fecha, incluidos sus ritos de violencia ya algo desgastados, ella no solo nombra un evento sino que, a la vez, se invoca como una clave para entender la sociedad chilena (los 30 años), su sistema de dominación (pueblo versus elites), la explosión de su modelo (neoliberal) de desarrollo y la liberación de las energías revolucionarias (nuevo sujeto popular) que deben fundar un nuevo orden social.