En su columna habitual del diario El Mercurio, el académico de número desmenuza los resultados de la última encuesta del Centro de Estudios Públicos dada a conocer ayer.
El cuadro que emerge de la encuesta CEP dada a conocer ayer es preocupante, pero previsible. El estado de ánimo general de la población es pesimista, la confianza en las instituciones públicas y privadas es escasa, la credibilidad de los medios de comunicación y de la información que circula baja, la percepción frente a la pandemia es que lo peor aún no pasa y el país aparece en vilo y con una visión poco propicia del futuro.
Cuadro previsible, decimos, pues refleja un período de 18 meses —desde octubre de 2019—, durante el cual los hogares han estado bajo enorme presión, los ingresos de la mayoría de las familias han caído, las circunstancias de la existencia personal y comunitaria se han deteriorado, los problemas de salud física y mental se han multiplicado y se difunde una sensación de desgobierno y crispación colectiva. Hay, pues, lógicamente, un grado importante de frustración acumulada.
Por el contrario, las señales positivas —provenientes de la sociedad y reflejadas en la encuesta (en esta que comentamos y en otras)— son pocas. La opinión prevalente respecto del verdadero terremoto sanitario que hemos vivido es de comprensión hacia las dificultades que han debido enfrentar las autoridades del sector y de mesurado apoyo a ellas, incluidos el Ministerio de Salud, los médicos y su gremio, los científicos y expertos, y el personal que ocupa la primera línea en la lucha contra el covid-19.
La polarización observada en la esfera política —entre Gobierno y oposiciones, dentro de las coaliciones y a nivel de liderazgos— no se percibe con igual intensidad a nivel de la población. Más bien, hay una disposición de las personas a situarse al centro del espectro ideológico, con sus polos de izquierda y derecha más o menos parejos. Esto puede significar tanto moderación como expectación; calma antes de la tormenta.
Algo similar se manifiesta también en la aprobación o desaprobación de los personajes políticos evaluados. Los niveles de evaluación negativa son transversalmente altos y los liderazgos individuales con mayor aceptación son de figuras que buscan interpelar a “mi pueblo” (Jiles) o a “la gente” (Lavín), rehuyendo asumir perfiles ideológicos nítidamente contrastantes. No hay una brecha o un abismo; pisamos tierras movedizas.
A falta de un mejor término, esos liderazgos poseen un tono popularista, en el sentido de mostrar —cada uno congruente con su propia personalidad y trayectoria— una inclinación o afición a lo popular en la acepción posmoderna de este término. Por ende, lo popular mediático, masivo, sensible, promisorio, integrador, no-clasista, anticonvencional, personalista y carismático.
Se trata, en suma, de un estilo de hacer política que promete soluciones inmediatas a los problemas de la gente a través del uso de medios que pueden llamarse plebiscitarios, entendidos como la inmediata respuesta de aprobación popular obtenida a través de las redes sociales, la TV y las encuestas. Estamos ingresando a un ciclo azaroso.