El académico de número analiza el proceso de recambio político de la izquierda chilena en un ensayo en el diario El Libero.
2021 fue el año en que finalmente se puso en movimiento el proceso de recambio de la elite política chilena. Parte de este proceso resultó del intenso ciclo electoral que desde octubre de 2020 incluyó un plebiscito constituyente y elecciones de gobernadores, alcaldes, concejales municipales, convencionales constituyentes, Presidente de la República, diputados, senadores y concejales regionales. En la práctica, se renovó la mayor parte del plantel de cargos representativos del país. Y en casi todas éstas instancias—con la mayor o menor claridad que permiten estos complejos procesos—se ha ido expresando esa renovación de la elite política que es, ante todo, de base generacional. Pero, a la vez, mucho más que eso. Sobre esto versa el presente ensayo.
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En efecto, comienzan a hacerse cargo del poder político—en su parte electoral-representativa—los miembros de la generación nacida al término de la dictadura y formada a lo largo de los últimos 30 años. Son las hijas e hijos de la democracia hacia la cual transitó la sociedad chilena a partir de 1990; de la modernización capitalista, la revolución educacional que universalizó el acceso a la educación superior, y de la gradual mayor autonomía personal y moral que acompañó a éstas transformaciones; del los intensos procesos de individualización y socialización del consumo que hizo posible crecimiento económico y la expansión del crédito (como advirtió tempranamente T. Moulian); de la apertura hacia el mundo global, la revolución de internet y las redes sociales; de la aparición de nuevas capas bajas no pobres y medio bajas. Y también, cómo no, de la vivencia del conjunto de contradicciones, malestares y experiencias de frustración de expectativas y oportunidades vividas durante la trayectoria formativa de esa generación.
Efectivamente, ¿qué puede hacer la educación frente a las desigualdades heredadas? El próximo gobierno —que suele presentarse como socialdemócrata— podría aquí hacer una contribución decisiva. Pues como dijo el sociólogo danés Gosta Esping-Andersen, uno de los más representativos intelectuales de la socialdemocracia nórdica, en entrevista con un medio chileno, la inversión en educación temprana de alta calidad para todos los niños, especialmente aquellos en situación de pobreza, “es una política que tiene una recompensa enorme. Es caro, y si es universal, absorberá alrededor del 1,5% del PIB, pero es una muy buena inversión”. De hecho, hay consenso en que es la única política que puede interrumpir, o morigerar, el efecto de la cuna sobre la desigualdad.
La socialización política de esta generación, atendiendo a su núcleo directivo o de liderazgo conformado durante aquellas tres décadas, se realizó, habitualmente, en el seno de hogares técnico-profesionales y de variados segmentos medios, que lucharon contra, o disintieron de, la dictadura; en familias en rápida evolución respecto de las estructuras tradicionales del hogar; en una sociedad en rápida transformación que dejaba atrás la pobreza y se abría al consumo masivo de bienes (materiales y simbólicos) y a la expectativa de acceder a oportunidades de movilidad, mejores servicios y un mayor reconocimiento social; y en una cultura que alimentaba la promesa de una carrera de vida sustentada en el mérito, el esfuerzo, el trabajo y la competitividad (capacidad de competir).