El académico de número recorre la historia de los ideales formativos del sistema educacional chileno en su columna de El Mercurio.
Estos evolucionan con la historia, las clases sociales, las naciones, sus gobiernos y las ideas que producen filósofos y poetas, especialistas en educación, la academia y las élites políticas y culturales. Durante el último medio siglo, Chile también ha discutido, a veces apasionadamente, sobre los ideales formativos de su sistema educacional.
A lo largo de la historia, desde que la educación se organizó institucionalmente, las sociedades buscan imprimir un sello a la formación de sus miembros. Primero, a aquellos pertenecientes al grupo dirigente (inicialmente solo hombres), luego también a diversos círculos especializados (en funciones de poder y saber) y, con el arribo de la modernidad, a todos, idealmente con independencia de su clase, etnia o género.
Si seguimos a Werner Jaeger, en la Grecia de Sócrates y Platón, el ideal formativo superior era la areté; la virtud en sus expresiones más altas. El hombre “tal como debe ser” se volvió así el gran tema de esa época. Simónides, situado al comienzo de esta tradición, enfatiza la educación como la adquisición de una forma: la areté, escribe, consiste en tener “estructurados rectamente y sin falta las manos, los pies y el espíritu”. Nace así la paideía. Después vendrán distintas versiones de la areté según el origen social de los niños. Platón expresa esta idea con una fábula. El dios que nos ha formado, dice a un grupo de jóvenes, “ha hecho entrar el oro en la composición de aquellos que están destinados a gobernar a los demás, y así son los más preciosos. Mezcló plata en la formación de los guerreros, y hierro y bronce en la de los labradores y demás artesanos”. Hasta hoy, la sociología muestra que el origen predetermina el destino y que es necesario seguir buscando nuevas aleaciones de metales.