El académico de número profundiza en los principios del derecho preferente de los padres a escoger el tipo de educación que recibirán sus hijos y por qué algunos sectores políticos se oponen a garantizar constitucionalmente este derecho en su columna del diario El Mercurio.
Ya lo señaló Jean Piaget, padre de la moderna psicología educacional, en un comentario a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Lo que esta reconoce, escribió, es que el individuo no puede adquirir sus estructuras mentales más esenciales, ni tampoco la lógica y la moral, sin la aportación externa de un “ambiente social de formación”, cuyos pilares fundamentales son la familia y la escuela. Habla de “dos esferas de influencia” indisociables e insustituibles que son “condición sine qua non para un desarrollo intelectual y afectivo completo” de las niñas, niños y jóvenes.
A pesar de las tensiones a que da lugar, este patrón de dos fases se halla presente en el desarrollo de la doctrina y en los tratados internacionales durante el siglo XX. La misma Declaración Universal (1948) lo expresa de la siguiente forma: “Toda persona tiene derecho a la educación”, mientras “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”.
Pocos años después, el Protocolo adicional del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (1953), declara: “A nadie se le puede negar el derecho a la educación. El Estado, en el ejercicio de las funciones que asuma en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas”.
De igual manera, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) consagra este mismo patrón, agregando que nada de lo dispuesto en él puede entenderse “como una restricción de la libertad de los particulares y entidades para establecer y dirigir instituciones de enseñanza, a condición de que se respeten (…) las normas mínimas que prescriba el Estado”. Más recientemente, la Convención sobre Derechos del Niño (1989) vuelve a reiterar este patrón junto con poner al día el lenguaje sobre fines de la educación.