El académico de número analiza los esfuerzos de una “minoría activa” que intenta convertir la Convención Constituyente en sede de una doble soberanía en su columna en El Líbero.
Es verdad, la situación política chilena no se acomoda fácilmente al estereotipo de las situaciones revolucionarias donde el poder está próximo a ser arrancado a una clase social dominante para pasar a manos de las clases subalternas organizadas tras su vanguardia que cuenta con medios —de fuerza, organización e ideológicos— para hacerse cargo del Estado y la sociedad. Ese tránsito revolucionario es usualmente rápido —entre febrero y octubre en la revolución rusa de 1917, algo más lento y con mayores vaivenes en la revolución francesa— y atraviesa fases de extrema violencia (guerra civil) hasta culminar con el desplome estrepitoso del antiguo régimen.
En el transcurso de estos procesos, los estudiosos y practicantes del arte de la revolución detectan un eslabón que no podría faltar y que estaría presente en cualquier lugar y época en que ocurre una revolución. Se trata de una idea, una estrategia y un medio o tecnología —un dispositivo, en breve— que sería esencial para desestabilizar el antiguo régimen y eventualmente liquidarlo.
La tradición del pensamiento revolucionario llama a este dispositivo estratégico ‘poder dual’. Fue enunciado originalmente, se dice, por Proudhon, revolucionario anarquista francés, a mediados del siglo 19. Él lo caracterizó como una propiedad emergente, aunque semioculta, del nuevo orden: “debajo de la maquinaria gubernamental, a la sombra de las instituciones políticas, fuera de la vista de los hombres de Estado y los eclesiásticos, la sociedad secreta su propio organismo, lenta y silenciosamente, y construye un nuevo orden, expresión de su propia vitalidad y autonomía”.