El académico de número reflexiona sobre la crisis de seguridad que actualmente atraviesa nuestro país en su columna de El Mercurio.
El medio ambiente político se ha vuelto nocivo. La agenda, monotemática: crímenes, atropellos, balaceras, muertes. Desde los programas matinales hasta los noticieros nocturnos, un único mensaje: los bárbaros llegaron, la delincuencia se tomó la ciudad. La sociedad aparece, y está, cercada por peligros: crimen organizado, cultura narco y sus soldados, tráfico de drogas, bandas delictuales venidas de fuera, comercio ilegal de armas, cárceles atestadas que operan como escuelas del delito.
El miedo es el sentimiento dominante. Las únicas instituciones que suscitan confianza y respaldo son aquellas a cargo del poder armado del Estado. Se exige un régimen de excepción, el cierre de las fronteras y cunde la sospecha frente a los inmigrantes. Endurecer las penas se convierte en un desiderátum legislativo. El orden del día es vigilar, sospechar, pesquisar, denunciar, detener e imponer el temor a los maleantes.
En esta atmósfera comunicacional cuesta pensar, argumentar, requerir evidencias, cotejar pruebas y buscar consensos para una acción concertada.
Además, ella viene acompañada de un subtexto. El principal causante del colapso securitario sería el Gobierno y su coalición frenteamplista y comunista, paralizados por su ambigüedad ante la violencia y su dificultad para asumir el lado represivo del Estado. Sobre todo, tras haber deslegitimado a los aparatos policiales durante la revuelta del 18-O.