El académico de número reflexiona sobre los efectos del acceso a la educación en nuestro país en una columna del diario El Mercurio.
En medio de una crisis sanitaria, social y económica que agudiza la conciencia de las desigualdades y brechas en nuestra sociedad, vuelve a surgir la educación como tabla de salvación. Se sostiene —a lo ancho del espectro ideológico— que la solución para nuestros problemas es más y mejor educación.
Se la proclama como el más eficaz antídoto contra la desigual distribución del ingreso, las oportunidades y la influencia, y una potente palanca de movilidad social. Además, se sostiene, impacta directamente sobre el crecimiento del país, la productividad del trabajo y la competitividad de las empresas. Tercero, se dice, contribuye al ejercicio de la ciudadanía, promueve la participación y favorece la deliberación democrática. En breve, la educación debería ser nuestra prioridad uno, dos y tres.
A esta retórica nos hemos abrazado durante los últimos treinta años. Convertimos a la educación en promesa, meta y medio. Y no fue un mero discurso ampliamente compartido.
El Estado y las familias invirtieron más recursos en educación que nunca antes, sobre todo en los niveles parvulario y superior. El acceso a jardines, escuelas y estudios superiores se multiplicó explosivamente. Hoy mostramos tasas de escolarización, en todos los grupos de edad, similares a las del promedio de los países de la OCDE. Modificamos la institucionalidad del sistema, cambiamos y profundizamos los planes curriculares, estimulamos la profesión docente, prolongamos la jornada escolar y multiplicamos las oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida para segmentos cada vez más amplios de la población.
Incluso los logros de aprendizaje —medidos según diversos indicadores— se incrementaron durante dos décadas, entre 1990 y 2010, aunque luego se estancaron. Y, sin duda, ahora último han retrocedido dramáticamente por efecto de la crisis y la pandemia.