El académico de número reflexiona sobre la evolución político-discursiva del Gobierno del Presidente Gabriel Boric en su columna de El Líbero.
La prensa del último fin de semana -columnistas, entrevistas, cartas al editor y editoriales- resulta implacable: estaríamos ante la bancarrota del gobierno de Apruebo Dignidad y la ruina del Presidente Boric. A propósito del cambio de opiniones del oficialismo, partiendo por su vértice superior, se plantean diagnósticos dramáticos (quiebre moral); hay reacciones escépticas (sus promesas son palabras al viento); surgen dudas razonables (¿oportunismo? ¿ambigüedad? ¿confusión? ¿ambivalencia?); se pide un test de autenticidad (¿mera conveniencia o cambio de fondo?); se pregunta hasta cuándo (¿cuántos giros más?), o se formulan encrucijadas existenciales (¿convicción o abdicación, traición?).
El espacio de la deliberación pública se vuelve tóxico. En vez de razonar en público impera una lógica tuitera: golpear al otro, sembrar sospechas, descalificar, cancelar, circular argumentos fake (y no sólo falsas noticias), competir por el pulgar arriba (likes, me gusta), mostrarse intransigente e impresionar.
Mi lectura de la situación diverge de este remolino de cuestionamientos y recelos. En particular, disiento de la exigencia al Presidente de emprender el camino a Canossa (¿ante quien debería postrarse?). Se recordará que en el invierno de 1077, Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, luego de deponer al Papa Gregorio VII y de que este contraatacara excomulgándolo, salió a su encuentro para reconciliarse con él. Pasó tres días a las puertas del castillo de Matilde de Canossa, hasta que el Santo Padre finalmente admitió al real penitente y le dio la absolución. Este episodio suele ser recordado como la humillación de Canossa.