El académico de número analiza el proceso constitucional en Chile en su columna del diario El Mercurio.
El acuerdo preliminar para echar a andar el proceso constituyente anterior tomó una noche. Ahora va a cumplir 90 días. No es que la velocidad de entonces sea una virtud y esta tardanza un defecto, pero el evidente contraste parece tener una causa clara: en aquella oportunidad todos sabían para qué se necesitaba urgentemente una nueva Constitución. Ahora eso no está nada claro.
En noviembre de 2019 el proceso constituyente fue la respuesta de la institucionalidad política para tratar de salir de un atolladero que amenazaba con la ingobernabilidad. La izquierda, además, veía en una nueva Constitución el instrumento para empezar a sepultar el neoliberalismo. Los vientos que arreciaban le permitieron a esa izquierda elegir una clara mayoría de convencionales que propuso un texto que, aunque desprolijo, contenía los cimientos de un nuevo orden económico, social y hasta cultural, muy distinto al que hemos conocido. Allí hubo un propósito político claro y de envergadura, que mantuvo al país en un debate sustantivo.
Frustrado ese proyecto, ¿para qué quiere la izquierda una nueva Constitución, que ya no será la suya? Solo algunos voluntaristas creen que podrán reeditar en todo o parte la que fue rechazada. Los demás concurren a debatir el nuevo proceso constituyente con cierto desgano y no poco temor de que la elección de convencionales les sea adversa. Concurren a las negociaciones y seguirán empujando el carro, pero más porque no pueden arriar una bandera que les ha sido querida y les ha unido por largo tiempo, que con los bríos propios de perseguir un ideal. Los más realistas en ese sector saben que realizarán el anhelo de una nueva Constitución, pero con un texto muy distante a aquel refundacional al que aspiraron, y que luego habrá poco espacio para volver a plantear el tem