El académico de número reflexiona sobre la pertinencia de consagrar derechos sociales en la Constitución y el diseño de un régimen político capaz de dotar al Estado de eficacia en su columna del diario El Mercurio.
La Convención ha detallado notoriamente más de lo que era nuestra tradición constitucional los derechos al trabajo, a la sindicalización, a la negociación colectiva, a la seguridad social, a la salud y a la educación, aumentando los deberes del Estado y su participación como proveedor de esos bienes. Además, ha agregado el derecho a la vivienda digna y adecuada, el derecho a la ciudad y al territorio, al cuidado, al agua y su saneamiento, así como al deporte, a la actividad física y a la recreación.
La pregunta no es acerca de la importancia de estos derechos, sino acerca de la pertinencia de llevarlos, y además detalladamente, a la Constitución. La importancia de un derecho no es razón para incorporarlo a la Carta Fundamental. Los derechos a alimentarse y a abrigarse son tanto o más vitales que los descritos y no se les ha constitucionalizado.
El Pacto Internacional aludido obliga a los Estados a dar el máximo de satisfacción a estos derechos, en conformidad a su grado de desarrollo, pero, en parte alguna, obliga a consagrarlos en la Carta Fundamental.
Las constituciones de los Estados europeos que mejor realizan estos derechos prácticamente no los mencionan. El texto de la Ley Fundamental alemana no los consagra. La Constitución sueca asegura única y brevemente el derecho a la educación. Con análoga concisión la Constitución finlandesa asegura el derecho al trabajo, a la educación y a la seguridad social. La Constitución española no los trata en el capítulo de los derechos, sino como principios rectores de la política social y económica, mientras la Constitución suiza como objetivos sociales, sin perjuicio de enunciar que las personas necesitadas y no capaces de mantenerse por sí mismas tienen derecho a asistencia y atención y a los medios financieros necesarios para un nivel de vida digno.