El académico de número analiza el proceso para nombrar al próximo Fiscal Nacional en su columna del diario El Mercurio.
Nombrar al fiscal nacional ha sido un incordio que ha tensionado la relación entre los poderes del Estado. El Presidente ha dirigido fuertes e inusuales críticas al Senado, cuya colaboración necesita. El proceso también enturbia, con telefonazos y polémicas igualmente inusuales e indebidas, las relaciones con la Corte Suprema. Todo ello en el proceso de elegir a la máxima autoridad en la persecución del delito, el problema más apremiante para la mayoría de los chilenos; o sea, allí donde se necesita un alto nivel de entendimiento. Tenemos un problema.
Varias capas se superponen. Una es la de quienes critican al Presidente o a sus ministras por la mala elección hecha, como si fuera obligación del Presidente elegir a alguien del agrado del Senado y no del suyo propio; como si el jefe de Estado no fuera una autoridad política, sino un funcionario llamado a auscultar y luego a obedecer la voluntad del Senado.
Una segunda dimensión se devela al escuchar las muchas voces que critican al Presidente por no negociar el candidato antes de proponerlo. Los senadores que, con voz sorprendida y escandalizada, denuncian que el Ejecutivo no los consultó antes de hacer la propuesta, necesariamente están propugnando que la auscultación pública del candidato que corresponde hacer luego en esa Cámara se transforme en una pantomima, en una apariencia falsa de transparencia y democracia, para ratificar a quien ya está acordado en opacas negociaciones previas. Nadie sabría qué se negoció en esas conversaciones privadas, para nombrar a quien será llamado a perseguir el delito, incluyendo los de corrupción u otros que pueden cometer agentes políticos más o menos afines a ciertos parlamentarios. La inevitable opacidad de esas negociaciones previas solo serviría para deslegitimar aún más al Ministerio Público y al Congreso.