El académico de número analiza los desafíos y las expectativas sociales que le esperan al presidente electo en su columna del diario El Mercurio.
Tal vez la cifra más impresionante e intrigante de la elección del domingo pasado sea que el Presidente electo subió desde algo menos de un millón ochocientos mil votos en primera vuelta a más de cuatro millones y medio en segunda.
Aunque ya se había hecho una costumbre en las dos últimas presidenciales un alza en los votantes de segunda vuelta, la capacidad que tuvieron ambos candidatos, pero particularmente Boric, para convocar a votar en segunda es enteramente inédita en la historia política chilena y amerita una buena explicación.
Es improbable que lleguemos a saber cuánto de esa alza se debió a una mayor adhesión y entusiasmo con el Boric de la campaña de segunda vuelta comparado con el de la primera y cuánto hubo de rechazo a su contendor, que siempre mostró un umbral muy alto de personas, especialmente mujeres, dispuestas a movilizarse con tal de evitar que llegara a la Presidencia.
Si bien la pregunta por las causas de este fenómeno debieran importar sobremanera a todo político y muy especialmente a aquellos que quieren erigirse como alternativa futura, tal vez no importe demasiado a la ciudadanía hoy. Lo decisivo ahora es saber cómo administrarán el propio Boric y su coalición una ventaja electoral de prácticamente un millón de votos que obtuvo por sobre su contrincante.
Muchos temimos que un triunfo holgado podía volver al Boric más testimonial de la primera vuelta y a su coalición al maximalismo, poco acostumbrada, como está, a reconocer las resistencias de la dura realidad. No ha sido así. El Presidente electo parece reconocer, con realismo, los límites de su poder, partiendo por su falta de mayoría en el Congreso y siguiendo por las leyes económicas que hacen posible el crecimiento. Sumemos a eso varias manifestaciones de respeto, o al menos de sometimiento, hacia el Estado de Derecho en sus recientes declaraciones.