El Presidente del Instituto de Chile reflexiona sobre el cambio de nombres a las calles de Santiago en una columna de El Mercurio.
El masivo cambio de nombres a las calles de Santiago ha sido una de las decisiones que, en ámbito de medidas aparentemente inocuas, sencillamente provoca estupor. Se asemeja a situaciones que se vieron en la descolonización después de 1945. En Argelia, tras el triunfo rebelde (del que emergió hasta hoy un régimen militar, en su momento muy admirado por la izquierda chilena de otra época), se eliminaron los nombres galos y se les puso pica a los monumentos a franceses (ambos bandos habían sido barbáricos en su conducta en la guerra). En nuestro caso, podría ser considerado como un acceso de infantilismo si no fuera porque adquiere el rostro de un proyecto político de retorcer la autoimagen de un país, y que inevitablemente traerá otra contramarea por volver al nombre original, innecesaria “guerra de los nombres”, viejo gustito dialéctico por agudizar las contradicciones, según era usual decirlo.
En un país relativamente joven, y más joven la república, los casi 100 años del monumento al general Baquedano crearon un centro de referencia en la capital, además de su significación (y que no se olvide en ello al soldado desconocido, símbolo de la era democrática); era parte del mapa imaginario de los santiaguinos. La vandalización del soldado, primero, y el retiro del general, después, implicaron una gravosa derrota del Estado, de la cual todavía no se recupera. Ese monumento debe retornar. Si se quiere conmemorar algo del Estallido —supongo que no se estará pensando en los facinerosos de la primera línea—, se podría poner una placa o algo así recordando la concentración del 25 de octubre, quizá lo único que se asemejó a un lamento herido de rebelión, pacífico en lo fundamental. Se trata de conservar un principio básico de continuidad y de una memoria de verdad, no de consigna: que a una nación no se le borran, se le agregan experiencias y el recuerdo de las mismas.