“Con enorme claridad, Ratzinger desarrolló los horizontes que entrecruzan a la razón y a la fe”

Entrevista publicada este domingo 30 de julio por Artes y Letras de El Mercurio al presidente de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, Jaime Antúnez, respecto al lanzamiento de su nuevo libro sobre Benedicto XVI.

“Fue un privilegio inaudito e inmerecido”. Así califica Jaime Antúnez el vínculo personal que mantuvo, durante 35 años, con Joseph Ratzinger. El escritor y filósofo presentó el libro “Benedicto XVI, el Papa de la Modernidad” (Ediciones UC).

– Rocco Buttiglione describe este nuevo libro como la “historia de una extraordinaria amistad intelectual”. Y lo define a usted como “un compañero fiel de Ratzinger en su camino”. ¿Concuerda con esta mirada de Buttiglione?

– Buttiglione es muy generoso en sus palabras… El es un intelectual de mi generación, más joven que yo, que conoció y colaboró de cerca con los últimos Papas, desde Juan Pablo II a Francisco.  Por lo que usted recuerda de sus palabras en el Prefacio, veo que apunta a algo que  él denomina la “sinopsis de la gran teología europea, que es la teología del Concilio Vaticano II que ofrece la obra de Ratzinger”; vincula ésta a una nueva etapa de la vida de la Iglesia, en que pueblos nuevos, los latinoamericanos, piensan el acontecimiento cristiano a partir de su propia experiencia de fe. Un itinerario que en realidad comienza más atrás, pero que en el marco de aquello que en el libro se discute como “modernidad”, se entiende desde Juan Pablo II en Puebla de los Ángeles  (México 1978) hasta el primer Papa latinoamericano, Francisco, ya en la tercera década del siglo XXI. El cardenal Ratzinger, a quien conocí en 1987, desde el pontificado del Papa polaco y pasando por la Conferencia de Aparecida en 2007 que presidió como Papa Benedicto XVI, fue como el eje de ese camino hacia un tiempo nuevo, el presente -“vivido dentro de la historia tumultuosa de la Iglesia y del mundo” expresa Buttiglione- del cual se debe aún esperar que alumbren realidades históricamente importantes. 

En ese contexto, haber estado en los pasados 35 años cerca de Joseph Ratzinger, luego Benedicto XVI, haber “acompañado tanto su pensamiento como su obra” ayudando “a que su voz se escuchara, lo cual creó un vínculo que siguió fortaleciéndose” (según él mismo expresó en carta cuando Humanitas cumplió 20 años) es un privilegio inaudito y desde luego inmerecido.  

– En el libro aparecen varias entrevistas que realizó al entonces cardenal Ratzinger y también el relato de un emotivo diálogo que tuvo en el Vaticano con el Papa Emérito. A través de todos esos encuentros, ¿cómo se fue completando y enriqueciendo su percepción de la personalidad y carácter de Joseph Ratzinger? ¿Diría que era una persona difícil de conocer, tal vez por su introversión?

– En cuanto a lo segundo respondería que en absoluto. En nuestro primer encuentro -y porque entonces era difícil que personalidades como él dieran entrevistas- podía uno imaginarse que habría una cierta tensión o apuro que dificultaría las cosas. Yo andaba por los 40 y él por los 60 años. No obstante bastó el saludo y comenzar la conversación -que esa vez fue en francés- para que hubiese una distensión completa. Recuerdo qué admiración me provocó en aquel primer  encuentro la facilidad y claridad con que adelantaba  cada respuesta, en un idioma que no era el suyo, sobre temas que revestían complejidad. Todo lo que expresaba era de una gran limpidez. Con mucha amabilidad y delicadeza, sin que en absoluto se sintiese uno compelido a tener que hablar, le gustaba siempre saber qué información y qué juicio querría uno darle de su propio habitat o país. Me sorprendió y conmovió aquella vez que, hacia el final de la conversación, me dijera con toda familiaridad y discreción: “muchos saludos al Graf”. Me revelaba finamente con eso que me había recibido porque un amigo suyo que vivía entonces en Chile, don José Raczynski, le había escrito diciéndole que yo era un amigo de confianza suyo. Sellaba con ese pequeño gesto, como impresión final, que estábamos conversando entre personas que se conocían o que tenían seres cercanos en común.

– ¿Percibió alguna evolución entre el Joseph Ratzinger  que entrevistó por primera vez en  febrero de 1987 y el Papa Emérito con el que conversó personalmente en 2016?

– Sí, sobre todo en el sentido de eso que se define en jerga espiritual como “un hombre de Dios”. En los sucesivos encuentros a través de esos años que menciona -más pronunciadamente a partir de 2005, con la cruz del pontificado en sus hombros- podía apreciarse una cada vez más profunda espiritualización de todo su ser. Como una visible purificación producida por la cruz llevada con todo el corazón. No es que antes no fuera también espiritual, pero aún no había traspasado algunos umbrales que uno fue conociendo y que iban dejando honda huella en él. Antes, cuando todavía era Cardenal Prefecto, era normal por ejemplo verlo cruzar raudamente la Plaza San Pedro, de abrigo negro, con una boina vasca en la cabeza y su pequeño maletín de papeles en la mano. Una vez con mi señora nos divisó y se acercó a saludarnos. Su vida transcurría más en tierra plana; después no… Su afabilidad permaneció entre tanto siempre la misma.

– En el libro usted se refiere en varias ocasiones a la importancia que tiene la figura y pensamiento de San Agustín para Benedicto XVI, quien incluso escribió su tesis doctoral sobre este doctor y obispo de Hipona. ¿Cómo se plasma esta influencia agustiniana en los escritos y pensamiento de Joseph Ratzinger?

– En un tiempo en que parecía difícil encontrar una síntesis para formular una eclesiología que diese cuenta de exigencias nuevas -cuestión que se arrastraba desde tiempos del Concilio Vaticano I en el siglo XIX y que De Lubac explicaba en 1953 como una contradicción entre “juridicidad” y “misticismo”- los alumnos talentosos de la universidades podían servir a las escuelas teológicas para desbrozar el camino. Fue así como en la Facultad de Teología en la Universidad de Munich el jóven Ratzinger recibió de sus maestros la invitación a concursar en una investigación sobre la idea de Iglesia en los Padres, a cuyo ganador, por estatuto, se le reconocía su trabajo como texto de su tesis doctoral. Realizado y premiado el trabajo, nacía de este modo la obra “Pueblo y Casa de Dios en la enseñanza de San Agustín sobre la Iglesia”, hoy un clásico. Hay que decir que en este estudio realizado en sus jóvenes 26 años está ya explicita la eclesiología de Ratzinger, fundada su riqueza en la noción de fe que ve en este Padre de la Iglesia, el Doctor de Hipona, lo que le ilumina a descubrir qué quiere decir “pueblo Dios”. Este tema permanecerá en tabla en los debates teológicos de esa década y, en la siguiente será de enorme importancia en las definiciones del Concilio. Ratzinger, luego también Benedicto XVI, se encargará de clarificar una y otra vez su identidad sacramental y en absoluto política.

Este Papa fue ciertamente un gran admirador y conocedor del tomismo, pero muy jóven manifestó su reserva respecto del modo rígido con que ya en su tiempo se enseñaba a Santo Tomás, sintiendo que podía  pensar más a sus anchas en las aguas de San Agustín.

– La modernidad aparece en el título del nuevo libro, que habla de Benedicto XVI como “el Papa de la modernidad”. Pero en una de las páginas del libro Buttiglione señala que “la teología de Ratzinger se coloca frente a la modernidad y, en cierto sentido, después de la modernidad”.  ¿Qué significa para usted esa idea de una teología “frente y después de la modernidad”?

– En el Prefacio del libro, donde se trata esta idea, luce muy claramente aquel Rocco Buttiglione cercano colaborador de los  últimos Papas, tres maestros del Concilio, y muy particularmente de Benedicto XVI, uno de los más importantes teólogos del siglo XX. Eso en que usted repara -“una teología frente y después de…”- es una idea que inspira al mismo Concilio en sus fundamentos y por la cual aquellos tres pontífices dan una dura pelea. 

Si efectivamente el destino de la modernidad ha venido siendo -desde la Revolución Francesa, que sustituye a Dios por el hombre e inaugura el humanismo laico- buscar una verdadera medida del hombre que vanamente hasta hoy se esfuerza por definir, se explica su pregunta perfectamente. “Frente a la modernidad y después de la modernidad” viene a ser como encarar la idea anómica de una modernidad que se margina de cualquier obligación frente a la Ley de Dios -no tiene Dios ningún derecho- y por su parte iniciar un camino “después” de lo que propone el humanismo laico como fin ineluctable, es decir, desde la búsqueda de la felicidad. En la visión agustiniana de Ratzinger, la felicidad, que está primero, sólo viene al encuentro de la persona en la identificación filial de ésta con quien la creo a su imagen y semejanza. Esa es la verdadera medida del hombre que ideológicamente se nos quiere ocultar por las fuerzas dominantes. Pugna que atraviese más de dos siglos y que en el pasado siglo XX dejó huellas catastróficas.

– ¿Concuerda con la afirmación que realiza Carlos Peña en el Posfacio de su libro, donde señala que para Benedicto XVI  “el problema del cristianismo en la sociedad moderna no deriva del hecho de que este sea irracional, sino del hecho que la razón ha retrocedido y renunciado a encarar la cuestión del absoluto y la problemática de la existencia humana”?

– Completamente. En la presentación de mi libro en el Aula Magna Manuel José Irarrázabal el 19 de julio pasado, me permití recordar que exactamente en ese mismo estrado donde estábamos, el 12 de julio de 1988 -hacía casi exactamente 35 años- el cardenal Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, había reflexionado así: “Únicamente presuponiendo la originaria e íntima racionalidad del mundo y su origen a partir de la Razón (‘en el principio era el Logos’, la Razón, dice el inicio del evangelio de San Juan, lo recuerdo aquí por si acaso…), podría la razón humana llegar a interrogarse sobre la racionalidad del mundo en sus aspectos particulares y en su globalidad”. Ahora bien, ¿qué ha sucedido en Chile y en el mundo en los 35 años que van de cuando el cardenal Ratzinger dijo allí lo que he recordado? Ha habido, en respuesta a su pregunta, un claro retroceso. Por lo demás, proféticamente él mismo se encargó esa vez de poner en guardia respecto del mismo, señalando que donde la racionalidad se admite únicamente en aspectos particulares -es el caso, por ejemplo, del actual dominio del paradigma tecnológico, como observa la encíclica “Laudato si’ de Papa Francisco- mientras que se la niega, a esa racionalidad, en la totalidad y como fundamento, entonces ella se disuelve o fragmenta en una mera yuxtaposición… Y es lo que simplemente hoy vemos. ¡Qué condiciones hay en tal contexto para un genuino diálogo, preguntémonos!

– Según escribe  Carlos Peña en la parte final del libro, Joseph Ratzinger muestra que “el cristianismo, por su propia índole, no puede renunciar a la esfera pública o a entreverarse en los debates de su tiempo”.  Peña añade también que en la reflexión de Ratzinger hay un llamado a no seguir  ese “catolicismo ligero o descafeinado” que renuncia ·a la verdad del propio punto de vista o a callar verdades para no incomodar”.  ¿Qué tan certera le parece esa interpretación que hace Peña sobre Ratzinger? ¿Cómo se compatibiliza esa postura de Ratzinger con la tolerancia o apertura al diálogo?

– Acerca de la apertura al diálogo, me remito a la respuesta anterior… Sobre lo segundo, yo creo que está aún presente en la memoria pública la célebre homilía de Joseph Ratzinger, como cardenal decano, en la misa inaugural del Cónclave que lo eligió Papa Benedicto XVI en abril de 2005: “Se va constituyendo una ‘dictadura del relativismo’ que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo…” Esa afirmación suya, que entonces y en la ocasión extraordinaria en que fue formulada hizo época, responde a una constante de toda su vida y pensamiento.

– ¿No piensa que hoy una porción importante de la propia Iglesia Católica busca precisamente no incomodar y esquiva expresar la radicalidad de la propia doctrina católica para no tener problemas?  En ese sentido, ¿esas exhortaciónes de Benedicto XVI ¿no tuvieron mucha influencia o resultado?

– Tentación acomodaticia ha habido siempre, desde los tiempos apostólicos. También la propensión al sincretismo se acentúa en épocas de decadencia o culturalmente débiles. No obstante, esa exhortaciones que usted señala  tuvieron y seguirán teniendo influencia, como en la historia de siglos pasados la de todos los grandes defensores de la fe. Es ejemplificativo de cómo perdura esa influencia observar cuántas veces el Papa Francisco -que gobierna la Iglesia en un contexto que ha cambiado mucho y cuyo momento histórico ha sido diferente al de su antecesor- se apoya en sus enseñanzas, lo cita muchas veces o ha confesado haberlo consultado personalmente en cuestiones difíciles.

– De todo el legado que dejó Benedicto XVI en distintos escritos (sus discursos, prédicas, encíclicas, libros, etc), ¿hay algunos que le parezcan especialmente lúcidos, brillantes para afrontar los tiempos que vivimos?

– De ese conjunto magnífico que constituye su Opera Omnia hay muchas joyas en ese sentido que singularizar, siendo viva la tentación de alargar siempre la lista. Están primero sus tres encíclicas, dedicadas cada cual a una de las virtudes teologales. La caridad (Deus caritas est), la esperanza (Spe salvi) y la fe (Lumen fidei, escrita conjuntamente con Papa Francisco). Y una encíclica social, Deus caritas est, que expresa -en el marco de las anteriores- el contenido de la “síntesis humanista” nueva que anheló vivamente para el tiempo que vivimos. Están luego los discursos en los grandes areópagos, en los que habría que distinguir el del College des Bernardins en Paris (2008) ante el mundo de la cultura, incluidos actuales y anteriores gobernantes de Francia; el de Westminster Hall (2010) ante todas las autoridades del Reino Unido y sus ex gobernantes vivos; el del Bundestag alemán en el histórico Reichstag de Berlín (2011). Y last but not least, entre sus clases magistrales en universidades, la famosísima de Ratisbona (2006) y la que no le permitieron dictar personalmente en “La Sapienza” de Roma (2008), en ambas las cuales desarrolló con asombrosa claridad y riqueza los horizontes que entrecruzan a la razón y la fe.

– ¿Cómo sintetizaría la mirada de Benedicto XVI a la esfera de la cultura contemporánea? Él era un Papa especialmente formado en filosofía moderna y contemporánea, pero también muy crítico de algunos de sus planteamientos, en especial respecto de la fe y de la compatibilidad entre fe y razón.

– Pienso que frente a este tema hay que diferenciar el plano académico de aquel de la cultura y la sociedad. El primero obliga e  invita a un rigor y pureza de expresión muy grande. En cuanto al segundo hay que tener presente que “cultura” es la forma en que los diferentes hombres expresan y desarrollan sus relaciones entre si, con la creación y con Dios… en cuanto creen en él… formando con esto un conjunto de valores que caracterizan a un pueblo, aunque con  rasgos de heterogeneidad. Con todo, para tomar decisiones fuertes y de interés general, absolutamente cualquier pueblo  tiene necesidad, con las heterogeneidades que se quiera, de una sustancial cultura común. 

En Chile, para situarnos en lo próximo y concreto, en el tiempo en que el cardenal Joseph Ratzinger nos visitó y habló sea en la universidad como en otros lugares, año 1988, se hacían aún presentes y bien ostensiblemente, una cultura cristiana y una cultura ilustrada, cada una con sus matices, que a su vez disputaban. No obstante el todo mostraba apreciable seriedad y universalidad. Eso, que en sí podíamos llamar una sola cultura, a ojos vista  -no únicamente en Chile- en los 35 años que van de entonces a hoy y que buena parte de sus lectores ha vivido,  parece haber sido marginado y reemplazado por la arbitrariedad, el libertarismo o incluso por la “violencia neoliberal”, como  Warnken apellidó patéticamente al estallido de octubre 2019… 

Cuando me pregunta cuál es la mirada de Benedicto XVI a la esfera de la cultura contemporánea, le respondería que en lo anterior tocamos algo central, que él advirtió muchas veces. Hay una fractura que aquí  constatamos entre culturas distintas pero que en su razonable racionalidad forman un mismo todo,  fuertes, serias, experimentadas, con raíces, desafiadas ahora por el absurdo -un fenómeno universal o por lo menos occidental- la nada del individualismo irracional, a su vez moralizante y ajeno a cualquier moral, a veces hasta anarco-orwelliano, podría decirse… 

El apelo de Benedicto XVI a una nueva síntesis humanista decía entonces relación con una necesidad cada vez más apremiante, la de suprimir o al menos reducir esa fractura en la cultura que todos pueden con mínima atención percibir, de muy mal presagio para la actual, y que por el contrario invita a pensar en una nueva cultura.

– A Benedicto XVI la prensa lo solía calificar como un Papa “conservador” o “tradicionalista”.  A su juicio, ¿no hay algo transgresor en su renuncia al Papado? ¿Cómo calificaría ese gesto del Papa, casi sin precedentes en la historia del Papado?

– Yo creo que esas calificaciones mediáticas que usted dice son simplificaciones que se basan en un desconocimiento de la realidad profunda. Cualquiera que sigue su itinerario, al cabo tan gravitante en el “desarrollo de la doctrina cristiana” (para usar el título de la obra de Newman) y en la misma historia de nuestro tiempo, podrá apreciar que Benedicto XVI, entendiendo y respetando siempre la tradición como actualización de la memoria de la Iglesia fue, sopesado su contexto, menos “conservador”, por ejemplo, que el Papa Francisco. Sus mismas circunstancias biográficas son acompañadas de un cambio de más envergadura. Claro que en un mundo, como el de hoy, donde todo es “presentismo” y no existe perspectiva, eso no se ve fácilmente.

Incluso el episodio de la renuncia que usted menciona lo dice de algún modo. No sólo por cuanto exigía medir la diferencia, un tanto evidente, con lo que era el tiempo del Papa Celestino V, único antes que él que había renunciado. También, y sobre todo, por mostrar una agudeza de juicio previsor y una valentía de innovar en materia tan delicada y riesgosa, en tiempos infinitamente más complejos a este respecto que aquellos que se vivían en el siglo XIII.

– De la mirada a Cristo en su dimensión humana, que Benedicto XVI despliega en su celebrada serie de libros “Jesús de Nazaret Narazaret” y en otros escritos, ¿qué rasgos destacarías de su mirada a Cristo hombre?

– Yo diría que su permanente mirada a “Cristo hombre” -lo que se hace muy patente en esa maravillosa obra “cristológica” que son su serie de tres libros sobre “Jesús de Nazaret”- es muy ajena a cualquier unilateralidad. El “Cristo hombre” es siempre en él, muy claramente en las páginas de esta obra final, además del Cristo encarnado nacido de María Virgen, el Verbo de Dios, el Cristo muerto y resucitado, el Cristo sacramental y eucarístico, el Cristo escatológico, el del Reino de Cristo, que es Él.

– ¿Y cómo le ha ido a su libro respecto a la recepción de los lectores?

– Me parece que muy bien. Entiendo que el primer día se vendió el 75 por ciento de la edición y según he sabido quedan unos pocos ejemplares en las librerías de Ediciones UC. Lectores que la ha buscado en las tradicionales de Santiago han recibido por respuesta que está agotado el libro y que reaparecerá en agosto. Hay textos allí, como el magnífico ensayo del académico Carlos Peña que llena catorce páginas de un Posfacio, de enorme utilidad para una comprensión de la realidad social-cultural contemporánea, y que justificarían una reedición o una coedición.

Benedicto XVI, el Papa de la Modernidad de Ediciones UC ya está disponible para ser adquirido en librerías.